¿Qué
podemos esperar de ahora en más?
En
sus demasiadas famosas memorias Sir Winston Churchill cuenta que una mañana,
cuando se dirigía a la Cámara de los Comunes, que presidía durante la Segunda
Guerra Mundial, su coche fue casi destruido por un bombardeo a la ciudad de Londres.
Por suerte salió ileso y no dudó un instante en desafiar la dramática situación
para recorrer a pie la distancia de casi tres cuadras que lo separaban del
recinto. Allí, nadie había faltado a la sesión. Tampoco podía hacerlo
Churchill, que la presidía. El sentido del deber era patriótico y sublime.
Por
desgracia no sucede lo mismo en nuestra castigada Argentina. Cuesta creer cómo
es posible que los cómodos y muy bien pagos parlamentarios desde el año pasado
no concurran al Congreso para realizar las obligatorias reuniones. Como si esto
fuera poco, la doctora Kirchner, presidenta de la cámara de Senadores, acaba de
comprar una sofisticada aplicación de internet (ultra secreta, claro) para que
desde sus domicilios, sus colegas participen cómodamente de las ilusorias
reuniones que a partir de ahora serán digitales. No es todo. Dentro de una casi
idéntica circunstancia, podemos ver que el asombro se puede convertir en
espanto. Un senador provincial del PRO, Rolando Baldasso hizo público un
proyecto de resolución que apunta a sostener psicológicamente a los
legisladores por la alta carga emocional que deben sobrellevar en estos
cruciales momentos que vivimos todos. ¡Parece mentira cómo sufre esta pobre
gente por todos nosotros, los argentinos! La atención psicológica costaría algo
así como 2.000 millones de pesos. Un
sorprendente, original proyecto que busca aliviar a los parlamentarios de las
presiones del estrés que les producen sus agotadoras tareas. Un disparate casi
de fábula, definitivamente inadmisible.
Pero,
lo más gracioso de todo, es que ayer la reunión digital o remota, fue un
fracaso. El simulacro de sesión en la Cámara de Diputados finalizó de manera
abrupta cuando, en el momento cúlmine de la votación, el sistema de
conectividad imprevistamente se saturó y, por consiguiente, el sistema se cayó.
Los legisladores, desde sus domicilios, insistían en conectarse para
restablecer el vínculo virtual con el recinto, pero el lacónico mensaje que se
repetía en sus pantallas, “error interno del servidor” (que costó una fortuna,
con moñito y todo), no daba lugar a una segunda oportunidad. Y allí quedó todo,
en medio del fracaso más rotundo. “Si tenemos que enseñar una o diez veces a
los diputados lo vamos a hacer”, insistía el enjundioso Sergio Massa ante los
periodistas. Para el presidente de la Cámara, todo se trata de un problema de
capacitación de los legisladores que se podrá solucionar en una semana como
máximo”. Para los parlamentarios, sin embargo, el problema es estructural y
tiene que ver menos con la conectividad del sistema que con una rápida
capacitación para el manejo de las computadoras. Seguramente habrá que pagarles
un curso individual para que se capaciten.
Si
no fuera dramática la situación que vive la Argentina, con más de dos meses de
confinamiento domiciliario debido a las drásticas y acaso necesarias medidas
impuestas por el Gobierno, estas ocurrencias de nuestros cómodos políticos
resultarían desopilantes; dignas de un Alberto Olmedo y su partenaire Javier
Portales, dos de nuestros máximos y recordados cómicos. Hoy, sin embargo,
resultan por demás patéticas. Sobre todo porque los cómodos y privilegiados
representantes del pueblo (por calificarlos de alguna manera suave), que ganan
sueldos fabulosos –sobre todo si se los compara con un médico o un educador-,
no han tenido la generosidad de donar una parte de dichos emolumentos para
ayudar a los seriamente afectados ciudadanos que los eligieron. Un senador o un
diputado nuestro cobra tres veces más que uno de España, a esto hay que agregar
una troupe de asesores, choferes y ñoquis de todo tipo que los asisten.
En
otros países, como Alemania y Nueva Zelanda, los políticos han donado parte de
sus sueldos para la gente afectada por la pandemia. Aquí ni noticias de un
gesto de grandeza de tal magnitud. No queremos dar cifras, pero la presidenta
del Senado si tenemos en cuenta los emolumentos que suma cobra cerca de 900 mil
pesos (esto es entre, sueldo, jubilaciones y viáticos); la señora Carrió anda
pisando los cómodos 300 mil pesos, mientras que un investigador del Conicet o
una maestra de grado apenas pasa los 45 mil pesos; y ni hablar de un humilde
jubilado con retribución mínima que no llega a 15 mil pesos. Desproporciones
increíbles que, por supuesto, no se ajustan a ninguna lógica.
No
es todo, siempre hay una uva que se suma para enriquecer la Viña del
Señor. Con esta dilatada cuarentena hay
gente que no puede trabajar, o ya perdió su empleo, y la está pasando mal, pero
muy mal; en muchos casos porque no tienen para dar de comer a su familia. A
estos desprotegidos, que los ayude la misericordia. Lo que ha destinado el
Gobierno a esta castigada, pobrísima gente; algo así como 10 mil pesos que, el
que tiene la suerte de cobrarlos, no les alcanzará ni para pagar tres compras
en el supermercado. Menos aún el colegio de chicos o el alquiler de la
vivienda; eso también, si lo llegan a cobrar, porque para acceder a estas
dádivas oficiales hacen falta papeles al día ante la AFIP, y -¡oh, novedad!-
casi nadie puede pagar los altísimas cargas sociales que pesan sobre cada
cabeza. Nuestra economía, la mitad de la economía por las altísimas cargas,
funciona en negro y tales préstamos no están al alcance de la mayoría, llámense
empresarios pymes u obreros mono tributistas.
Ayer,
sin ir más lejos, fui a una pescadería vecina de mi casa del barrio de
Caballito y el propietario, comerciante serio, que tiene a la mayor cantidad de
su personal en blanco, me confesó preocupado que es muy probable que cierre su
negocio por la caída vertiginosa de las ventas. “En esta cuadra –comentó compungido- de los dieciocho negocios que hay, sobrevivirán, con un poco de suerte,
tres o cuatro. Los demás no levantarán sus persianas”.
A
todo esto nuestros políticos, que se siguen floreando en los programas de
televisión, y si te he visto no me acuerdo. Eso sí, siguen enseñándonos, a
través de sus asesores en salud, como lavarnos las manos y ajustarnos los
tapabocas y narices para que no nos arruinen el peinado.
Dan
mucha bronca estas cosas que muy poco se atreven a decir. Vivimos en un país
que olvida fácilmente. Hace cinco o seis años se produjo una destructora
inundación en la provincia de Buenos Aires y el señor Gobernador de entonces, y
la señora Presidenta, nunca estuvieron al lado de la pobre gente que perdió
todo por culpa de ellos; con la gobernadora siguiente sucedió lo mismo. Nadie
se hace cargo de nada y cuando caen cuatro gotas aparece el drama. Si hacemos
memoria, la famosa “Cuenca del Salado”, que evitaría estas inundaciones, se
empezó hace más de diez años y aún no se concluyó; las máquinas están
abandonadas en baldío al costado de una ruta nacional; es decir, que si se
produjeran lluvias intensas, todo volvería estar bajo las aguas.
Ahora
mismo nos muestra la televisión un humilde barrio inundado (desde hace más un
mes) en la ciudad de Moreno, a expensas de la otra pandemia nuestra, que nunca
aflojó y se llama “denge”. Producida por las aguas estancadas y para la que
tampoco hay vacuna y acaso mata como el “coronavirus”, en especial a los niños. Nadie hace nada o muy poco. Pero uno escucha
a los intendentes, los barones del conurbano bonaerense, pavonearse de que en
sus municipios todo está impecable. En
fin, tantas cosas que nos quieren vender haciendo como se dice en términos
futboleros “jueguitos para la tribuna”. Nuestra decadencia es de larga data y
la politiquería argentina le sigue agregando piedras para hundirnos más.
©ROBERTO ALIFANO, poeta y escritor argentino
MIEMBRO
HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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