TRIBUNA / (eL iMPARCIAL)
Vicente Huidobro y su
personaje
Se
quiera o no, todo verdadero artista es un personaje. No podría ser de otro
modo. “Que alguien se dedique a escribir versitos y no a ganar dinero, es
una forma de locura”, me dijo una vez entre resignado y divertido el poeta
Juan José Ceselli. “Esa decisión hace de todo artista un personaje”.
Ceselli se refería a sí mismo, ya que pudiendo haber sido un próspero
empresario había elegido el incierto camino de la literatura y emigrado a
París, cerrando un ciclo en la industria familiar. La resultante de esa
drástica decisión fue que el mundo empresarial perdió al mercader y el arte
sumó a un enorme poeta a sus filas.
Las
relaciones entre el artista y su personaje son muy complejas y secretas,
difíciles de ser analizadas; menos aún de ser entendidas, tanto para los otros
como para él. Si el artista es sincero, deberá enfrentar más de una vez a su
personaje; aunque, sin duda, es lo que más desea. La tarea no es sencilla, por
supuesto. Conocer a su personaje implica conocerse a sí mismo y esta forma de
conocimiento no es afín a cualquiera; menos a un artista, acosado de dudas. Si
alguien pudiera conocer al personaje que ha creado de sí mismo, es probable que
conocería al artista. Sólo en estado de inocencia un hacedor de ficciones
confía en su personaje y actúa con él, o lo sobreactúa. El artista necesita,
por otro lado al personaje, aunque le proponga un camino incierto. No puede
abandonar a ese otro yo que él ha creado; y deberá apelar con toda su presencia
para enfrentarlo sin reservas porque es el personaje el que tira de pronto del
artista y no el artista del personaje. Es, también, el personaje quien está
preparado y predispuesto para la aventura y el que deberá cumplirla ante los
demás. El artista podrá escribir entonces poemas o pintar cuadros, pero nunca
serán tan bellos, misteriosos ni conmovedores como los que describe o pinta su
personaje.
Hay
artistas que en algún momento de sus vidas abandonan a su personaje, dejan de
amarlo y se niegan a resignarse a él. No sé, tal vez esto puede ser el triunfo
del buen sentido, de la sensatez sobre la inocencia. Pero esto hace que
desaparezca esa “inminencia siempre a punto de revelarse”, pero que no se
revela porque si lo hiciera desaparecería esa zona de misterio en la que opera
el arte. “La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras
trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren
decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por
decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el
hecho estético”, reflexiona Borges hacia el final del prólogo de Otras
Inquisiciones”.
Quizá
lo más probable es que este crimen de domesticación haga que luego todo se
empobrezca. Los más dejarán de escribir, algunos lo seguirán haciendo, pero el
resultado será distinto. La posibilidad de encontrarse con el “hecho estético”
es casi seguro que habrá desaparecido. Sólo el que persevera y acepta este
combate con su personaje, puede llegar a ser un genuino artista y, de seguro, hasta
alcanzado por el milagro.
Al
formular estas ideas un poco a vuelo de pájaro, hay demasiados nombres que se
acumulan en mi memoria. Sin ir demasiado atrás, y limitándome al siglo XX
mencionaré unos pocos que pueden servir de paradigmas porque fueron indiscutidos
personajes y geniales artistas. Pienso en Salvador Dalí y Pablo Picasso en la
pintura, en Jorge Luis Borges y en Pablo Neruda en la poesía… y me quedo ahí,
porque seguir nombrando sería omitir a muchísimos grandes. Sobre ellos -sobre
los nombrados- es abundante lo que se ha escrito y, quizá en este caso, resulte
superfluo detenernos. En lo personal, les he dedicado algunas páginas que tal
vez me justifiquen. De manera que el objeto de este texto es referirme a otro
personaje esencial de la poesía del siglo pasado, un artista polémico, pero que
en nada estuvo atrás de los nombrados. Me refiero al aedo chileno Vicente
Huidobro, que estoy releyendo en esta dilatada cuarentena a la que nos somete
la peste del coronavirus.
Para
empezar esta reseña, digamos que Vicente era hijo de un aristócrata adinerado
(relacionado con la política y la banca, heredero del marquesado de Casa Real);
en tanto que su madre, era una activa feminista y anfitriona de veladas
literarias. El poeta, que nació en Santiago de Chile en1893 y se sumó a los más
en Cartagena, provincia de Valparaíso, en 1948, fue anotado como Vicente
García-Huidobro Fernández, pero en su gloria literaria sigue presente como
Vicente Huidobro, iniciador y exponente del Creacionismo, un
movimiento estético hispanoamericano inscrito en la llamada vanguardia del
primer tercio del siglo XX, cuya manifestación más importante se produjo en la
poesía lírica.
Vicente
Huidobro fue compadre de Pablo Picasso (es famoso el retrato que éste le hizo),
íntimo de Juan Gris y muy amigo de Guillaume Apollinaire, André Breton y Max
Jacob. Su misión, según proclamó a los cuatro vientos, era hacer de la poesía
“un acto fundacional y absoluto”. Devoto de personajes tan opuestos como El Cid
y Napoleón, sostenía que la misión de todo vate no es imitar la naturaleza,
sino crearla, “hacerla florecer en el poema”.
Que el verso sea como una llave
Que abra mil puertas…
Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas!
Hacedla florecer en el poema.
Sólo para nosotros
Viven todas las cosas bajo el Sol.
El Poeta es un pequeño Dios.
¡Qué
duda cabe! Además del enorme poeta, Vicente Huidobro fue un personaje
inolvidable, digno de sí mismo, y el primer artista en traer las vanguardias
europeas a nuestra América y, además, difundirlas en España. Los que lo conocieron
guardan un recuerdo entrañable de él; no sólo por su calidad de poeta y su
calidez de ser humano, sino por su generosidad y el asombro que causaba como
personaje. Tuve la fortuna de conocer a varios de sus amigos como Juan Larrea,
Volodia Teitelboim (autor de su mejor biografía) y a familiares directos,
quienes lo evocan de manera entrañable; otros no tanto, como suele suceder en
las mejores familias.
En
1916, Vicente viajó a Buenos Aires, donde esbozó su teoría creacionista. De
regreso a su patria, ese mismo año se embarcó rumbo a Europa con su mujer e
hijos y “la vaca atada” (esto es el animalito que las familias pudientes
llevaban en la bodega del barco para ordeñarles la leche que alimentaba a los
niños en el viaje). De paso por España conoció a Rafael Cansinos Assens, con
quien había mantenido una relación epistolar desde 1914. Se instaló después en
París donde publicó Adán en 1917, obra que cierra el periodo
inicial de su formación. En la Argentina había editado El espejo de
agua en 1916, obra breve compuesta por nueve poemas con que Huidobro,
aunque todavía incipientemente, inició su propuesta estética. En la capital
francesa se ganó pronto un espacio en las principales revistas y tertulias
literarias de la época. Y desde allí escribió un ensayo titulado Finis
Britannia, una clara crítica al domino imperialista llevado a cabo por la
Corona Británica. De regreso a Chile, en esa década, tentado por la política,
se presentó -con pocas chances obviamente- como candidato a la presidencia de
Chile. Era entonces cuando se definía como “un revolucionario de todos los
conceptos y todos los prejuicios; también de todos los principios sobre la
única base de la hipocresía social”.
No
tuvo que moverse de sí mismo para dar con algunos adeptos, tan sólo tuvo que
alargar la mano, porque Huidobro siempre había sido fiel a sus ideas, y vivió
siempre de acuerdo a ellas, enrolado a ellas, fue la misma persona de
diferentes modos cuando escribía, en su libro Canciones en la noche,
poemas en forma de rombo, de iglesia o de reloj de arena. O, cuando escribía en
francés, los caligramas de Horizon carré o Tour Eiffel;
épocas, además, en los que se convirtió en constructor de montañas para
levantar con sus propias manos su obra más conocida, Altazor.
Nací a los treinta y tres años, el día de la muerte de Cristo; nací en
el Equinoccio, bajo las hortensias y los aeroplanos del calor.
Tenía yo un profundo mirar de pichón, de túnel y de automóvil sentimental. Lanzaba suspiros de acróbata.
Mi padre era ciego y sus manos eran más admirables que la noche.
Amo la noche, sombrero de todos los días.
La noche, la noche del día, del día al día siguiente…
Tenía yo un profundo mirar de pichón, de túnel y de automóvil sentimental. Lanzaba suspiros de acróbata.
Mi padre era ciego y sus manos eran más admirables que la noche.
Amo la noche, sombrero de todos los días.
La noche, la noche del día, del día al día siguiente…
La
influencia de sus obras en los poetas españoles de los años veinte fue
innegable, aunque después la mayoría no lo admitiera. Las influencias de Darío
y Neruda, tuvieron más adeptos en la madre patria; aunque no hay porque admitir
tales elecciones. La literatura no es un torneo deportivo y cualquier decisión
de este tipo es del todo ridícula e innecesaria. Los poetas pueden gustar de distinta
manera. Es lícito.
Vicente
Huidobro se veía como un pájaro nómade y “el primer hombre libre que rompió con
todas las cadenas”; esto, según él, le valió dos dudosos atentados a los que
sobrevivió; no se sabe si él o su personaje. Bajo un compromiso político y
literario, participó en España, junto a muchos otros intelectuales europeos y
americanos del Congreso de Escritores Antifascistas, que se celebró
en 1937. También pelearon en la Segunda Guerra Mundial él y su personaje,
siendo el único oficial de lengua española que estuvo en el frente. Al relatar
aquellas batallas, Vicente se regocijaba colmado de orgullo. Y, por si fuera
poco, le encantaba contar a sus amigos el culebrón que montó para raptar de su
país a Ximena Amunátegui, su amada de quince años, con la que cruzó la
cordillera al mejor estilo Lord Byron, con la muchacha oculta debajo del
asiento de su automóvil. Luego se casó en Buenos Aires con un rito mahometano,
al que asistieron sus colegas poetas Borges, Mastronardi, Molinari y Petit de Murat.
Nicanor
Parra vivió los últimos años de su vida en Las cruces, una población a orillas
del Pacífico, ubicada entre Isla Negra y Cartagena. Desde su casa podía
contemplar los dominios de Neruda y de Huidobro. Nicanor se consideraba
neutral, pues vivía en medio de los dos titanes. “Este es el Litoral de
los poetas, Roberto”, me dijo una tarde. “A mi izquierda tú vez la casa de
Pablo y, mi derecha, la colina donde está la tumba de Vicente; yo estoy en el
medio como corresponde al que los sobrevive”.
En
ese sitio donde está enterrado el autor de Altazor, que se jactaba
de haber vivido una vida que sólo un hombre extraordinario puede vivir y nunca
haber sido abandonado por la diosa poesía, hay un epitafio que reza: “Aquí
yace el poeta Vicente Huidobro / Abrid la tumba / Al fondo de esta tumba se ve
el mar”.
Si
alguien pasa por Chile, merece regalarse un viaje hasta el “Litoral de los
poetas”. A poco más de cien kilómetros de la ciudad de Santiago encontrará la
tumba de estos tres personajes esenciales de las letras contemporánea. Cada uno
lo fue a su manera y en la justa proporción. Tuve el privilegio de conocer a
dos de ellos: Pablo y Nicanor y, a través del recuerdo de amigos comunes, al
también inmortal Vicente Huidobro. Y a su personaje, desde luego, que ahora me
acompaña con su poesía.
©ROBERTO
ALIFANO,
poeta y escritor argentino
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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