“BUEN DÍA, SEÑOR
ANTONIO"
Antes de pensar en reírse o
demostrar incredulidad alguna por lo que voy a relatar, quisiera recordarles
que el artículo 22, inc. 4º del estatuto de este Club del Enigma, establece y
obliga a los miembros a tener en consideración que: Todo aquello que
conocemos por real, trasciende el campo de lo verosímil y viceversa.
De este modo, Santiago,
comenzó su historia:
Antonio vivía en un barrio
de casas tipo coloniales, esas que tienen un amplio jardín en el frente y
detrás un gran espacio que sirve a veces para practicar algún deporte o
simplemente para cultivar un gran parque con árboles y flores. Lugar que
también se adaptaba para la gran piscina.
Todas las mañanas del año,
sea la época estacional que fuere, Antonio salía a la calle para caminar un
rato. Salida que aprovechaba para hacer las compras. Todos los días, sin
excepción, se encontraba con la señora Ester, quien lo saludaba
matemáticamente. Era aquello tan sistemático y regular, que no había causa o
motivo que pudiese ocurrir para que el encuentro no se produjese.
Una tarde, cuando estábamos
sentados frente a un par de cervezas en la terraza del bar de Vicente, Antonio
se animó con su historia. Durante todo el tiempo su voz sonó tan baja que tuve
que hacer un esfuerzo para escucharle.
-Sí, yo la conocía a Ester…
Comenzó. -Nos veíamos todos los días casi en
el mismo lugar… -Era tan amable… Demasiado amable… -Lo dijo entre
dientes, casi balbuceando, de manera que tuve que insistirle para que repitiera
la última frase. Después continuó:
-Siempre con aquel saludo
tan cordial… -“Buen día, Señor Antonio…”
-“Buen día, Ester”, yo le
contestaba y de inmediato seguía mi camino presuroso. Me gustaba aquella mujer
tan enigmática pero, a la vez, algo me decía que no debía detenerme con ella.
Siempre creí que la intuición era lo fundamental en mi vida.
Había pasado bastante
tiempo. Una mañana de junio, fría y ventosa, con abundantes nubes navegando el
cielo, salí de la casa como de costumbre. Caminé ensimismado aquellas tres
cuadras que me separaban del infaltable “Buenos días, Señor Antonio” de Ester.
Me extrañó no ver a la mujer y me pareció demasiado raro que no estuviese allí.
¿Se habrá enfermado? –me
pregunté angustiado- y en lugar de seguir mi camino, decidí llamar a la puerta
de la casa para averiguar que le podría haber sucedido. Al no recibir
respuesta, pensé en irme, pero inmediatamente insistí. El silencio fue total.
Yo sabía que Ester vivía sola y me alarmé. Temía por ella. Empujé la puerta y
esta se abrió. Sin pensarlo, entré. Estaba muy oscuro allí dentro. Busqué la
llave de la luz y al encenderla me encontré en medio de en una gran sala. Una
exótica lámpara de bronce, ahora encendida, brillaba en un rincón. El piso
estaba alfombrado de rojo y los muebles eran muy antiguos, pero bien
conservados y limpios. Todo estaba en perfecto orden. Al parecer, cada cosa
debería estar colocada en su lugar. Llamé y al no recibir respuesta, recorrí
cada habitación en busca de Ester. En la gran sala, casi al final de la pared
de la derecha, divisé los escalones semi-ocultos de la escalera que conducía al
sótano y bajé por ella. Fue un descenso interminable, parecía que nunca
llegaría al final.
Angustiado por la
curiosidad, descendí durante largos minutos por aquellos perpetuos escalones…
Si no hubiese sido por los cuadros de desiguales diseños que estaban colgados
sobre la pared derecha de la escalera, hubiera jurado que siempre estaba en el
mismo lugar.
Al fin, cuando ya creía que
el agotamiento lograría vencerme, llegué hasta un enorme salón que irradiaba
desde todas partes una luminosidad de color violáceo. Allí, en un gran sillón,
estaba sentada Ester… me hizo señas para que me acercara y recorrí un buen
tramo de la sala para llegar a ella…
-Buen día, señor Antonio.
-Dijo Ester-. -Buen día, contesté y me senté a su lado. Estaba muy fatigado por
el largo descenso. Ella, sin decir nada más, me tomó las manos. Entonces, me vi
inmerso en un remolino de energía que me arrastró al infinito. Sentía que mi
cuerpo parecía querer estallar desfragmentándose en un universo de átomos y
partículas.
Grité con todas mis
fuerzas… Las estrellas y los astros se extinguieron.
Habían pasado largos
minutos desde que, sin más, diera por finalizado su relato.
Ya era noche. Antonio se
levantó y se fue sin saludar… Su vaso de cerveza apenas había decrecido lo que
dura el compromiso de un trago.
El cuerpo fue hallado por
la policía a las nueve de la mañana. Yo, dijo Santiago a los miembros del club,
me encontraba presente. Esto es todo lo que me contó Antonio la noche antes de
morir…
Recuerdo que esa mañana
había ido a devolverle un libro que me había prestado. Quedé impresionado al
observar que de su nariz y de su boca salía líquido de color azul. Tampoco
olvidaré su piel exageradamente violácea.
Después de que hube
relatado al fiscal lo escuchado de boca de Antonio la noche anterior, la
policía registró toda la casa no encontrando a Ester y menos aún, la entrada
del sótano por donde Antonio dijo haber descendido.
La vivienda fue vendida al
poco tiempo y el nuevo propietario la reedificó.
……………………..
Han pasado seis meses.
Ayer, pasé frente a la casa y vi a una niña sentada en el umbral del nuevo
portal jugando con una muñeca…
-¿Cómo te llamas? -Le
pregunté.
-Ester, señor… -Me
respondió.
Mañana volveré a pasar, me
dije… Todos los días pasaré a la misma hora, me repetí mentalmente con cierta
inquietud.
©Norberto Pannone, “Cuentos Invernales” Ed.
2002
Buenos Aires, Argentina.
Imagen de: La Gaceta
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