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domingo, 31 de mayo de 2020

“BUEN DÍA, SEÑOR ANTONIO", Norberto Pannone, Buenos Aires, Argentina



















“BUEN DÍA, SEÑOR ANTONIO"


Antes de pensar en reírse o demostrar incredulidad alguna por lo que voy a relatar, quisiera recordarles que el artículo 22, inc. 4º del estatuto de este Club del Enigma, establece y obliga a los miembros a tener en consideración que: Todo aquello que conocemos por real, trasciende el campo de lo verosímil y viceversa.

De este modo, Santiago, comenzó su historia:

Antonio vivía en un barrio de casas tipo coloniales, esas que tienen un amplio jardín en el frente y detrás un gran espacio que sirve a veces para practicar algún deporte o simplemente para cultivar un gran parque con árboles y flores. Lugar que también se adaptaba para la gran piscina.
Todas las mañanas del año, sea la época estacional que fuere, Antonio salía a la calle para caminar un rato. Salida que aprovechaba para hacer las compras. Todos los días, sin excepción, se encontraba con la señora Ester, quien lo saludaba matemáticamente. Era aquello tan sistemático y regular, que no había causa o motivo que pudiese ocurrir para que el encuentro no se produjese.
Una tarde, cuando estábamos sentados frente a un par de cervezas en la terraza del bar de Vicente, Antonio se animó con su historia. Durante todo el tiempo su voz sonó tan baja que tuve que hacer un esfuerzo para escucharle.

-Sí, yo la conocía a Ester… Comenzó. -Nos veíamos todos los días casi en el mismo lugar… -Era tan amable… Demasiado amable… -Lo dijo entre dientes, casi balbuceando, de manera que tuve que insistirle para que repitiera la última frase. Después continuó:
-Siempre con aquel saludo tan cordial… -“Buen día, Señor Antonio…”
-“Buen día, Ester”, yo le contestaba y de inmediato seguía mi camino presuroso. Me gustaba aquella mujer tan enigmática pero, a la vez, algo me decía que no debía detenerme con ella. Siempre creí que la intuición era lo fundamental en mi vida.
Había pasado bastante tiempo. Una mañana de junio, fría y ventosa, con abundantes nubes navegando el cielo, salí de la casa como de costumbre. Caminé ensimismado aquellas tres cuadras que me separaban del infaltable “Buenos días, Señor Antonio” de Ester. Me extrañó no ver a la mujer y me pareció demasiado raro que no estuviese allí.
¿Se habrá enfermado? –me pregunté angustiado- y en lugar de seguir mi camino, decidí llamar a la puerta de la casa para averiguar que le podría haber sucedido. Al no recibir respuesta, pensé en irme, pero inmediatamente insistí. El silencio fue total. Yo sabía que Ester vivía sola y me alarmé. Temía por ella. Empujé la puerta y esta se abrió. Sin pensarlo, entré. Estaba muy oscuro allí dentro. Busqué la llave de la luz y al encenderla me encontré en medio de en una gran sala. Una exótica lámpara de bronce, ahora encendida, brillaba en un rincón. El piso estaba alfombrado de rojo y los muebles eran muy antiguos, pero bien conservados y limpios. Todo estaba en perfecto orden. Al parecer, cada cosa debería estar colocada en su lugar. Llamé y al no recibir respuesta, recorrí cada habitación en busca de Ester. En la gran sala, casi al final de la pared de la derecha, divisé los escalones semi-ocultos de la escalera que conducía al sótano y bajé por ella. Fue un descenso interminable, parecía que nunca llegaría al final.
Angustiado por la curiosidad, descendí durante largos minutos por aquellos perpetuos escalones… Si no hubiese sido por los cuadros de desiguales diseños que estaban colgados sobre la pared derecha de la escalera, hubiera jurado que siempre estaba en el mismo lugar.
Al fin, cuando ya creía que el agotamiento lograría vencerme, llegué hasta un enorme salón que irradiaba desde todas partes una luminosidad de color violáceo. Allí, en un gran sillón, estaba sentada Ester… me hizo señas para que me acercara y recorrí un buen tramo de la sala para llegar a ella…
-Buen día, señor Antonio. -Dijo Ester-. -Buen día, contesté y me senté a su lado. Estaba muy fatigado por el largo descenso. Ella, sin decir nada más, me tomó las manos. Entonces, me vi inmerso en un remolino de energía que me arrastró al infinito. Sentía que mi cuerpo parecía querer estallar desfragmentándose en un universo de átomos y partículas.
Grité con todas mis fuerzas… Las estrellas y los astros se extinguieron.

Habían pasado largos minutos desde que, sin más, diera por finalizado su relato.
Ya era noche. Antonio se levantó y se fue sin saludar… Su vaso de cerveza apenas había decrecido lo que dura el compromiso de un trago.

El cuerpo fue hallado por la policía a las nueve de la mañana. Yo, dijo Santiago a los miembros del club, me encontraba presente. Esto es todo lo que me contó Antonio la noche antes de morir…
Recuerdo que esa mañana había ido a devolverle un libro que me había prestado. Quedé impresionado al observar que de su nariz y de su boca salía líquido de color azul. Tampoco olvidaré su piel exageradamente violácea.
Después de que hube relatado al fiscal lo escuchado de boca de Antonio la noche anterior, la policía registró toda la casa no encontrando a Ester y menos aún, la entrada del sótano por donde Antonio dijo haber descendido.
La vivienda fue vendida al poco tiempo y el nuevo propietario la reedificó.
……………………..
Han pasado seis meses. Ayer, pasé frente a la casa y vi a una niña sentada en el umbral del nuevo portal jugando con una muñeca…
-¿Cómo te llamas? -Le pregunté.
-Ester, señor… -Me respondió.
Mañana volveré a pasar, me dije… Todos los días pasaré a la misma hora, me repetí mentalmente con cierta inquietud.


©Norberto Pannone, “Cuentos Invernales” Ed. 2002
Buenos Aires, Argentina.
Imagen de: La Gaceta



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