bienvenidos

bienvenidos

sábado, 29 de mayo de 2021

ARMONÍA DISCORDANTE, Luis Alposta, Buenos Aires, Argentina

 













ARMONÍA DISCORDANTE

 

                        A Sextina Octosilábica,

                 oximorosamente.

 

Cuando entre la clara sombra    

oigo una voz que me nombra

que me despierta y me arrulla

en silencio clamoroso,

humildemente orgulloso

digo: -Esa voz es la suya

 

Es como fuego aterido;

es silencioso sonido;

es ausencia y compañía;

es impaciencia y espera

y es como si ella dijera:

que hoy es siempre todavía.

 

Es cautivadora llaga;

es faro y luz que se apaga;

es lo violento y sereno;

es ansiedad y es paciencia;

es placentera dolencia

y es un sabroso veneno.

 

©LUIS ALPOSTA, poeta y escritor argentino

MIEMBRO HONORIFICO Y ASESOR CULTURAL DE ASOLAPO ARGENTINA 


EXTRAÑO EN LA CIUDAD, Jaime Vélez Ramírez, Medellín, Colombia

 










EXTRAÑO EN LA CIUDAD

 

Ya soy un extraño en mi ciudad,

ayer la caminé lenta y pausadamente

sin idea alguna preconcebida en mi mente;

solamente mirar sin ninguna ansiedad.

 

No había nada o casi nada de lo mío,

todo había muerto al morir el estío,

las cosas, los hechos y los hombres ya no estaban,

se habían ido al no encontrar lo que esperaban.

 

Vi semblantes adustos y semblantes sonrientes,

adiviné penas, enojos y angustias en todas estas  gentes;

pero de lo que si estoy irremediablemente cierto,

es que dentro de poco, todo será un pasado muerto.

 

Donde una vez con mi padre almorcé

ha muchos años, un día muy especial,

existe hoy un próspero centro comercial;

y mi padre, ya cansado, hace tiempo se fue.

 

Quedan aún, tal cual eran, algunas catedrales

a las cuales mi abuela me llevaba de niño,

y que conservo en mi memoria con sin igual cariño;

pero no se reza lo mismo y son otros cantares.

 

Mis compañeros de facultad en la carrera

después de arduo trabajar la medicina,

se han ido yendo detrás de la quimera

luego de cumplir su misión casi divina.

 

Sólo quedamos pocos para contar aquellos tiempos

que para nosotros fueron importantes momentos;

despertar sueños, anhelos y ambiciones

para enterrarlos luego cual malas tentaciones.

 

Mayo 29 de 2004

©JAIME VÉLEZ RAMÍREZ, poeta y escritor colombiano

MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA 


Unha aldraxe de sol… , Norberto Pannone, Buenos Aires, Argentina. Traducción: Marian Muiños, España

 








Unha aldraxe de sol…

 

Só unha codia de luz queda flotando

nun agónico ceo xa sen brillo.

Está a irse a tarde,

como un opaco trazo de poeta

pecando sen palabras, nin destino.

 

Abatido ao final doutra tormenta.

Alí, cara ao Leste van os negros

nuboeiros do estío

e en fráxil sangría tempesta

un eólico sopro que escorrega

pola sola gastada do esquecido.

Agónico heraldo cara ao Oriente.

Vello e atónito rumor estremecido

que escapa co seu medo arrepiantiante

do canto dos paxaros que agardan.

Hai silencios de tronos que partiron

cabalgando no raio do descoido.

Final do rifador relampo

velando a foto do suspiro.

Cólgome nas cores curvilíneas

e coa sétima corda

do penitente arco da vella, suicídome;

sen lazo, sen soga, nin correas:

casta trasnada doutro neno

que deshonra con fame a súa quimera.

 

Autor: Norberto Pannone, Buenos Aires, Argentina

Traducción ao galego: Marián Muiños, Galicia, España


El sueco, Aporte de Carlos Penelas, Buenos Aires, Argentina

 


El sueco

(1925 - 2020)

Ernesto Cardenal

 

Yo soy sueco. Y hago notar en primer lugar esta peculiaridad de que soy sueco porque a ello se debió todo el extraño caso de mi vida, el acontecimiento verdaderamente increíble, que hoy me propongo relatar. Yo soy sueco, pues, como iba diciendo, y me llamo Eric Hjalmar Ossiannilsson. Sucedió que vine, aún joven, por el año 1897 a esta pequeña república de Centroamérica (en la que aún me encuentro), con el objeto de buscar una curiosa especie de la familia de las Iguanidae, que yo considero descendiente muy directa del dinosaurio. Mi viaje fue, sin embargo, con tal mala suerte, que apenas había acabado de cruzar la frontera cuando caí preso. Por qué caí preso no se espere que lo explique; que he concentrado toda mi mente durante años tratando de explicármelo sin ningún éxito y creo que no hay nadie en el mundo que lo sepa. El país estaba entonces en revolución y mi aspecto nórdico causaría suspicacias, además de que yo no podía hacerme entender de nadie por desconocer el idioma; aunque es evidente que ninguna de estas causas por sí solas son suficientes para caer preso. Pero, en fin, ya he dicho que es completamente inútil tratar de explicárselo; sencillamente, caí preso.

De nada me sirvió el que en un idioma imperfecto tratara de hacerles ver que yo era sueco. Mi convicción de que el representante de mi país llegaría a rescatarme se desvaneció con el tiempo, cuando descubrí que ese representante no solo no podía entenderse conmigo, porque no sabía sueco y jamás había tenido la menor relación con mi país, sino que también era un anciano de más de noventa años y enfermo y que además a menudo caía preso. Allí en la cárcel conocí a un sinnúmero de personalidades importantes de la república, que también acostumbraban a menudo a caer presos: expresidentes, senadores, militares, señoras respetables y obispos, y aún una vez incluso el mismo jefe de policía. La llegada de estas personas, que ocurría generalmente en grandes grupos, ocasionaba toda clase de disturbios en la cárcel; visitantes, mensajes, envío de viandas, sobornos al carcelero, motines y, a veces, hasta fugas. A causa de esa constante afluencia de presos, la situación de nosotros, los que teníamos ya un carácter más per­manente en la cárcel, era continuamente modificada. De una celda individual, relativamente confortable, me pasaban a una sala en la que encerraban a cien o doscientas personas, o si no, un agujero en el que difícilmente cabía un cuerpo. Lo que era peor, si había demasiados huéspedes en la cárcel y todas las celdas estaban llenas, me trasladaban a la cámara de tortura, que tal vez estaba desocupada por no tener ningún castigado. Pero digo mal, sin embargo, cuando digo la cárcel, pues eran muchas y frecuentemente se nos cambiaba de una a otra. Yo creo haberlas recorrido casi todas.

Así fue que me rocé con todas las personas más importantes del país, mientras poco a poco iba aprendiendo el idioma. Por mucho tiempo continué asegurando que yo era sueco, ahora ya con toda claridad y corrección, hasta que por fin dejé de hacerlo, convencido de que, si para mí era absurdo el que me encarcelaran sin motivo, para ellos era igualmente absurdo ponerme en libertad por el solo motivo de ser sueco.

Llevaba yo ya cinco años en estas condiciones, habiendo abandonado ya desde hacía tiempo mis protestas de ciudadanía y perdidas las esperanzas de que al terminar el período del presidente mi situación se remediaría porque este se había reelegido, cuando llegaron de pronto una mañana unos empleados del gobierno a preguntarme, para mi sorpresa, que si yo era sueco. Al punto que dije que sí, me hicieron bañarme y rasurarme y cortarme el pelo (cosas que nunca habían hecho) y vestirme de etiqueta. Al comienzo creí que las relaciones con mi país habrían mejorado de manera admirable, aunque por una extraña razón, todos esos preparativos, y especialmente el traje de etiqueta, me hicieron sospechar también que me fueran a matar. El temor en cierto modo se disipó, cuando descubrí que me llevaban ante el presidente de la república. Este, que me estaba esperando, me saludó con gran afabilidad, preguntándome repetidas veces que “qué había hecho”, exactamente. Luego, con sumo interés, me hizo la pregunta de que si yo era sueco, y como le respondiera firmemente que sí, agregó: “Entonces, ¿usted sabe sueco?” Al oír mi respuesta igualmente afirmativa, me alargó una carta escrita con suave letra de mujer en la lengua de mi país, pidiéndome hiciera el favor de traducirla. (Tiempo después se me informó que a la llegada de esa carta el gobierno había buscado inútilmente por todo el país a alguien que pudiera leerla, hasta que recordó dichosamente haber oído a un preso gritar que era sueco.) La carta era la de una muchacha que decía llamarse Selma Borjesson, pidiendo como un favor unas cuantas de esas bellas monedas de oro que, según había oído decir, circulaban aquí, y expresando al mismo tiempo su admiración por el presidente de ese exótico país, a quien enviaba también como un recuerdo su retrato: la más bella fotografía de mujer que yo he visto en mi vida.

Enseguida que oyó mi traducción el presidente, a quien la carta, y más que todo el retrato de la muchacha, habían producido un profundo deleite, me dictó su respuesta en términos abiertamente galantes, accediendo al punto al envío de las monedas, no obstante explicar que ello estaba expresamente prohibido por la ley. Traduje con toda fideli­dad a la lengua sueca su pensamiento, firmemente convencido de que esa inesperada utilidad recién descubierta en mí, me valdría no solo la libertad, sino hasta un pequeño nombramiento quizás, o al menos el apoyo oficial para encontrar la ansiada Iguanidae. Pero, como una medida de prudencia por todo lo que pudiera sobrevenir, tuve la precaución de agregar a la carta que me dictó el presidente unas breves palabras, en las que resumía la situación en que yo estaba, suplicándole a esa muchacha tan admirable que intercediera por mi libertad.

No tardé mucho en felicitarme por la ocurrencia que había tenido, porque apenas el presidente había terminado de darme las gracias, cuando, con gran sorpresa de mi parte, fui llevado nuevamente a la cárcel, donde se me quitó el traje de etiqueta, volviendo otra vez exactamente a la lamentable situación de antes. Los días desde entonces ya fueron llenos de esperanza; sin embargo, y al poco tiempo, una nueva bañada y rasurada y el regreso del traje de etiqueta me anunciaron que la deseada contestación había llegado.

Como yo ya lo había previsto, esta segunda carta ahora traía un largo párrafo sobre mí, pidiendo amablemente la libertad del compatriota; pero desgraciadamente, como yo también ya lo había previsto, no podía hacérselo saber al presidente, porque este creería que era de mi invención, o bien descubriría que yo había intercalado palabras mías en su carta, castigando hasta tal vez con la muerte mi atrevimiento. Así pues, me vi obligado a saltarme el párrafo que pedía mi libertad, sustituyéndolo por unas frases de insinuación amorosa muy halagadoras al presidente. Pero, en cambio, en la contestación que este me dictó, intercalé una más completa exposición del caso en que me encontraba, aprovechando al mismo tiempo la ocasión de desvanecer la idea romántica que ella tenía del presidente, revelándole lo que este era en realidad.

A partir de entonces, ya la muchacha comenzó a escribir con frecuencia, demostrando un interés cada vez más creciente en mi asunto, con el aumento por consiguiente de mis rasuradas y baños y las puestas del traje de etiqueta (lo que no me dejaba de ser un poco humillante), al mismo tiempo que de mis esperanzas de libertad.

Fui adquiriendo así cada vez más confianza con ella a través de las contestaciones que me dictaba el presidente. Debo confesar entonces que durante los tediosos e insufribles intervalos habidos entre carta y carta, el pensamiento de mi libertad, junto con el de la bella y posible libertadora, no me dejaban de día ni de noche, obsesionantes, confundiéndose de tal modo el uno con el otro, que yo, al fin, ya no sabía si era ella o mi libertad lo que más deseaba (ella era realmente mi libertad, como yo tantas veces se yo dije mientras el presidente dictaba). O sea, para decirlo en otras palabras: estaba enamorado y con la infinita satisfacción de ver que era plenamente correspondido. Pero, para desgracia mía, el presidente también lo estaba, y en alto grado, y lo que era peor, yo había sido el causante y fomentador de ese amor, haciéndole creer que era para él esa correspondencia, de la que dependía mi vida.

En mis largos angustiosos encierros, yo me entretenía en preparar muy bien la próxima carta que leería al presidente (lo cual me era indispensable, pues este no permitía que primero la leyese toda para mis adentros y después procedería a su traducción, sino que exigía le fuese traduciendo al mismo tiempo que leía, y además, fuese porque desconfiara de mí o por el placer que ello le proporcionaba, me hacía leer tres y aún cuatro veces seguidas una misma carta), como también la nueva contestación que daría a mi amada, puliendo y acicalando cuidadosamente cada una de sus frases, esforzándome por poner en ellas toda la poesía y belleza tradicional de la lengua sueca y aún agregando a veces pequeñas composiciones en verso de mi invención.

Con el objeto de prolongar aún más esas cartas, hacía responder al presidente a un sinnúmero de preguntas sobre la historia, costumbres y situación política del país, a lo cual él accedía siempre con sumo gusto. Así me empezaba entonces él a dictar largas epístolas, generalmente sobre su gobierno y los problemas de estado, llegando a adquirir cada vez más confianza con el tiempo y a aumentar el número de sus confidencias, pidiendo continuamente el consejo y el parecer de la amada. Sucedió entonces que yo, desde una inmunda cárcel, tenía en mis manos los destinos del país, sin que nadie, ni aún el mismo presidente, lo supiera, y mediante oportunas sugerencias e indicaciones, permití el regreso de desterrados, conmuté sentencias y liberté a muchos de mis compañeros de prisión sin que nadie pudiera agradecérmelo.

Uno de los más grandes placeres de los días de dictado era también el de poder mirar de nuevo el retrato de ella que el presidente sacaba, según él, para inspirarse. Comencé a pedirle entonces que mandara más retratos con frecuencia, pero, como es de suponer, todos iban a parar a manos del presidente. Mi venganza consistía en cambio en los regalos de este, numerosos y de mucho valor, que siempre eran enviados en mi nombre.

Pero una nueva ansiedad iba creciendo al mismo tiempo que mi amor: era esa inmensa colección de cartas que se iba depositando en el escritorio del presidente, y en las cuales estaba escrita con todo detalle la historia de nuestro idilio; cartas en las que ya, por último, ni siquiera lo mencionábamos a él sino muy de vez en cuando, casi siempre para insultarle. En cada una de esas cartas de amor, por así decirlo, estaba firmada mi sentencia de muerte.

El tema de mi libertad —además del amor— era el que predominaba en nuestra correspondencia, como podría comprenderse. Siempre estábamos haciendo toda clase de planes de fuga e imaginando todas las estrategias posibles. En un principio yo me había negado a traducir nuevas cartas, a menos que se me pusiera en libertad; pero entonces me condenaron a pan y agua, y esto, junto con el tormento aún mayor de no leer más cartas de ella, que ya desde entonces me eran indispensables, quebrantó mi voluntad. Propuse, al menos como una condición para rendirme, que la rasurada y el buen vestido y el aseo fueran proporcionados de una manera regular y no únicamente los días de carta, lo cual no solo resultaba impráctico, sino humillante; pero ni aún eso me fue concedido.

Después, mi amada propuso hacer un viaje de visita al presidente y arreglar con él que se me pusiera en libertad (plan que tenía la ventaja de contar con el apoyo decidido de este, quien desde hacía tiempo venía insistiendo muy enérgicamente en ese viaje); pero yo me opuse a él terminantemente, porque ello equivalía a perderla a ella para siempre. Yo le propuse, a mi vez, que viniera otra mujer bellísima, haciéndose pasar por ella ante el presidente y gestionara mi libertad; pero entonces fue ella la que se opuso, alegando que, además de muy expuesto, era difícil encontrar a alguien que se prestara. Otra propuesta de su parte, que estuvo verdaderamente a punto de realizarse, fue la de solicitar una protesta enérgica de parte de mi gobierno y aún una ruptura de relaciones; pero yo le hice ver a tiempo que con semejantes medidas no solo se suspendería inmediatamente nuestra correspondencia, sino que esa ruptura me significaría la pena de muerte en el acto. Yo era más bien partidario de que se mejorasen hasta lo increíble las relaciones —entonces tan lamentables— con mi país. Pero como ella me hizo notar, con mucha razón: “¿Cómo convencer al gobierno sueco de que mejore sus relaciones por el motivo de que tienen a un ciudadano preso injustamente?” Pero la más descabellada ocurrencia fue la que tuvo un abogado amigo suyo, quien se ofreció a conseguir mi extradición alegando que yo era un criminal, no reparando en que el presidente, sin lugar a duda, me mandaría a matar en el momento de saberlo.

Mientras tanto, una nueva preocupación se había venido a agregar a las otras, y era la de ver cómo día a día yo venía siendo más peligroso a los ojos del presidente por el tremendo secreto y todas sus demás confidencias innumerables de que era depositario, con la consiguiente amenaza para mi vida que ello significaba. Es cierto que su amor (cada vez en aumento) constituía mi mayor seguridad, porque él no me mataría mientras necesitara mis servicios; pero esta seguridad me angustiaba por otro lado, porque a causa de esos servicios también era más difícil que me dejara ir. Hasta la misma esperanza que tuve antes de que un compatriota mío acertara a pasar, se había convertido ahora en un nuevo temor por la posibilidad de que leyera alguna carta y se descubriera mi fraude.

Estábamos así, mi amada y yo, ocupados en la preparación de un nuevo plan que demostrara ser más efectivo, cuando de pronto, aquello que más angustiosamente me aterrorizaba y con todas las fuerzas de mi alma había tratado de evitar, llegó a suceder: el presidente dejó de estar enamorado. No fue, para mi desdicha, su desamoramiento gradual, sino súbito, sin que me diera tiempo de prepararme. Sencillamente, las cartas que llegaban ya fueron desde entonces tiradas al canasto y no se me llamó, sino de tarde en tarde, para que leyera alguna que otra —más bien por curiosidad que por otra cosa— haciéndoseme contestarlas en breves y apresuradas líneas para tratar de poner fin al asunto. Toda la desesperación y mortal angustia de mi alma fueron vertidas en esas líneas y en las pocas cartas de ella que aún tuve la suerte de leer al presidente puse a mi vez las más tiernas, las más entrañables y apasionada súplicas de amor que haya proferido mujer alguna; pero con tan poco éxito que aún a veces se me suspendía la lectura a mitad de la carta. Para colmo de desdicha las que ella me escribía eran más que todo de reproche para mí por demorar las contestaciones, y poseída por los celos, se atrevía a poner en duda que todavía estuviera preso, llegando aún a insinuar que tal vez nunca en mi vida había estado preso. La última vez en la que ya ni siquiera se me hizo llegar de etiqueta a la Casa Presidencial, sino que en la propia cárcel me fue dictada por un guardia una ruptura ya completamente definitiva, me hizo saber que ella, mi libertad y todo, había llegado a su fin. Las postreras y desgarradoras palabras para Selma Borjesson fueron escritas.

Se me había dejado aún en mi celda unas cuantas hojas de papel y una pluma, tal vez por si acaso se ofrecía alguna carta más, supongo yo. Si el presidente no me ha mandado a matar, porque me queda agradecido o porque puede necesitarme después si alguna otra enamorada le escribe de Suecia, o sencillamente porque ya se olvidó de mí, yo no lo sé. Ignoro también si mi amada, Selma Borjesson, me ha seguido escribiendo o si ya ella tampoco se acuerda de mí (aún pienso en el absurdo terrible de que tal vez ni siquiera ha existido sino que fue todo tramado por algún enemigo del presidente, debido a una costumbre de pensar absurdos que aquí en la cárcel se me ha desarrollado).

Han transcurrido ya más de cuatro años desde entonces y ya otra vez perdí las esperanzas en la terminación del período del presidente porque este nuevamente se ha reelegido. En vista de lo cual, decidí ocupar la pluma y las pocas hojas de papel que ya no tiene objeto, en relatar mi historia. Escribo en sueco para que el presidente no lo entienda si esto llega a sus manos. En el caso remoto de que algún compatriota mío acierte por casualidad a leer estas páginas, le ruego se acuerde de Eric Hjalmar Ossiannilsson, si aún no me he muerto.

*

NOTA: Un amigo mío que estuvo preso encontró este manuscrito en la cárcel, casi destruido por la humedad, debajo de un ladrillo. Parece haber sido escrito hace ya muchos años. Y años más tarde un representante sueco de la Compañía de Teléfonos Ericksson nos lo tradujo. No hemos podido encontrar ningún dato referente a la persona que lo escribió. Yo he publicado el texto como me ha sido dado, haciéndole obvias correcciones de redacción y de gramática.

FIN


Festival del libro centroamericano, 1960

 

Aporte de CARLOS PENELAS, poeta y escritor argentino

MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA

--
www.carlospenelas.com


El aljibe, Diego Loprese, Buenos Aires, Argentina

 



El aljibe

 

Existe un pueblo que es famoso por la majestuosidad de sus jardines. Desbordantes de colores y variedad. Las casitas, para no ser menos, también se suman al espectáculo visual. Cuando uno visita el pueblo es imposible no irse con la cara cambiada. Sus habitantes son amables. En los jardines uno podía disfrutar de los rosales ofreciendo al cielo sus vivos colores. Las dalias blancas como copos de algodón o los jazmines inundando con su perfume las callecitas. En las esquinas se podían ver las margaritas multicolores en los canteros. El pueblo no es muy grande; sus calles de tierra colorada. El centro: típico de los pueblos. Plaza central y todo alrededor. Se puede recorrer como dando una vuelta en calesita. Es una pasión de sus habitantes dedicarse a sus jardines. No dejaban que tocaran una sola flor sin permiso. El pueblo vivía para los jardines.

Una mañana ocurrió algo grave. Las rosas del jardín de la familia Sosa habían desaparecido. Las margaritas de los canteros aparecieron pisoteadas. Las dalias de los Ocampo arrancadas de cuajo. Cada día iban aparecían nuevos desbordes. Esto consternó al pueblo. Con los jardines violentados y deslucidos, la gente dejó de ir de visita. El pueblo alborotado se reunió en la plaza y decidieron mantener una guardia hasta detener a los culpables de semejante blasfemia.

Una noche calurosa, los jazmines de los Rocha empezaron a sacudirse. El ruido era tan estrepitoso que alertó a la guardia. Fueron al instante. Atraparon a un hombre con muy mala pinta. El olor que arrojaba su presencia hacía mantener la distancia. Vestido con harapos, su cabello petrificado. Los pies negros y con lastimaduras. El piltrafa no se resistió al momento de ser capturado. Todo lo contrario, comenzó a reír maliciosamente asustando a los presentes. Le preguntaron si era el autor de la destrucción masiva de los jardines. Sin dudas, se hizo cargo de la autoría. Vociferaba que lo hacía por odio. La alegría y la felicidad que veía en el pueblo le causaban asco. Le venían ganas de vomitar sobre las flores y orinar en los canteros. Decía que el pueblo era un rostro falso de lo que era el mundo. Cada vez que rondaba los alrededores del pueblo escucha risas y niños jugando alegremente le generaba odio, mucho odio. Nada mejor que descargar el odio que destruyendo. Gritaba sin parar: -¡destrucción! ¡Destrucción! Se nombraba así mismo como representante de la verdadera felicidad. Nada le causa más satisfacción que destruir lo que le daba sentido y alegría.

Los testigos de aquel mitin escuchaban atentos, algunos se alarmaron ante tal confesión. Otros soportaron su locuaz oratoria. En esas expresiones se podía percibir lo turbio de su propósito. Sus rostros empezaron a verse sombríos, sentían que la piel se les helaba. Uno de los presentes, al ver que el pueblo caía bajo el hechizo mágico de ese relato, cortó por lo llano tal acto. Le preguntó su nombre y de donde venia. El atrapado sólo dijo que era un forastero. Su nombre se deshizo en el tiempo. Se alimentaba de odio y resentimiento. El fin de su vida era el estrago.

Sin perder tiempo, los vecinos se agruparon cerca del monumento de la plaza. Deliberaron rápidamente para no perder más tiempo. Percibían que ese hombre era peligroso. Todos se miraron seriamente. Uno de ellos dijo: -ya sabemos lo que tenemos que hacer. La decisión estaba tomada. Arrastraron al forastero hasta el cementerio. Aunque al principio se resistió no contaba con fuerza. Lo empujaron hasta un aljibe, lo metieron dentro. Luego, lo rellenaron con tierra. Por último, lo completaron con plantas y flores. No se habló más del asunto. Todo había quedado sellado en las penumbras de esa noche.

A los pocos días inauguraron en ese sitio de ánimas olvidadas un caminito de glorietas. Iba desde la entrada finalizando en el aljibe. Le daba un marco distinto al cementerio. Ahora allí también podía percibirse un estado de calma y alegría. El intendente contento por dicho evento comentaba a los vecinos que se sentía orgulloso con el proyecto. Entonces preguntó de quien había sido la idea de convertir al aljibe en un cantero. Un vecino rápido de reflejos, cerró la cuestión: “Lo importante, querido amigo, más importante que esa curiosidad, es que no vaya a ser que algún día se nos escape un muerto resentido y estropee todo.

El resto de los acompañantes se miraban cómplices de la humorada.

12 de mayo de 2021

 

©DIEGO LOPRESE, poeta y escritor argentino

Miembro propuesto por el escritor Carlos Penelas


MI NOVIA JARDINERA, Francisco Henríquez, Miami, USA

 







MI NOVIA JARDINERA


 
Eloísa, mi esposa, cumpleaños,
y yo le cantaré de madrugada
lo mejor de mí lírica tonada,
exento de ñoñeces y regaños.
 
Reconozco de cerca sus amaños,
 -distinto a conocerla de pasada-,
y ya sé que de oírles su balada
ha podido dormir a mis rebaños.
 
En los anafes hechos para mí
me tuesta cucuruchos de maní
mi Eloísa, mi novia jardinera,
 
que  con relentes del atardecer 
ha enseñado las nubes a llover 
y enjardína mi sueño a su manera.

 

Mayo   31, 2021

 
©FRANCISCO HENRÍQUEZ, poeta y escritor cubano

MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA 


http://www.micartalirica.blogspot.com
http://www.micartalirica.org


LA CULPA, Elías Galati, Buenos Aires, Argentina

 



LA CULPA

“Los mortales se atreven ¡ay! siempre a culpar a los dioses porque dicen que todos sus males nosotros les damos, y son ellos que, con sus locuras se atraen infortunios que el Destino jamás decretó”  Homero – Odisea


La culpa es una sensación dolorosa y una condición del criterio y la conducta humana; porque es una falta más o menos grave cometida voluntariamente, la cual genera una conciencia de culpabilidad por la transgresión.

Esta transgresión hace al individuo culpable, porque está comprobado lo ilícito o incorrecto de la acción y de la conducta, y la responsabilidad que debe asumir por ser voluntaria y con plena capacidad mental y conciencia de lo cometido.

La culpa acarrea un juicio sobre la responsabilidad de un individuo, formulado por otro o por el grupo social.

En el culpable genera un sentimiento emotivo por que está dominado por la creencia que ha infringido alguna norma social, algún principio ético o alguna prescripción legal.

En su comienzo la culpa significaba reconocimiento de haber obrado mal, responsabilidad por lo causado a los semejantes, y un dolor psíquico y existencial que cargaba en nuestra conciencia.

No sólo desde el punto de vista existencial y social, sino también jurídico y religioso, el hombre ha tenido esa carga de conciencia motivada por los actos voluntarios que generan culpa.

Desde el mea culpa hasta la confesión.

Es la actitud de muchos individuos y grupos sociales, que con el correr del tiempo asumen y dimensionan las consecuencias nefastas y trágicas de sus acciones, y que arrepintiéndose de ellas hacen una profunda reflexión sobre sí mismos.

Esta reflexión que es sanadora, produce también un efecto social y comunitario, que permite a veces cerrar heridas y comenzar una vida social mejor.

La confesión, tanto la jurídica, como la religiosa, significa asumir la responsabilidad de lo hecho, y libremente valorarlo como incorrecto e ilícito.

La vida de los pueblos, su status jurídico, contiene entre sus elementos el entramado de la culpa, su detección y su castigo.

Aunque la Nana Fain, personaje de una conocida comedia televisiva, decía que la culpa no existía, que era un invento de su pueblo (el pueblo judío).

En efecto en el mundo griego y en el latino, no existía ese concepto, las cosas eran correctas o incorrectas, lícitas o ilícitas, buenas o perniciosas.

La responsabilidad existía y se castigaba, pero la concepción era otra.

Pero el texto de Homero le da otro sentido a la culpa, y es uno que ha permanecido y se ha privilegiado entre nosotros.

No tenemos responsabilidad porque la culpa no es nuestra; nuestros actos, nuestros comportamientos son provocados por otros, los que sí son responsables y no nosotros.

Es  un argumento tan viejo como el mundo.

Leemos en el Génesis que el primer hombre Adán, interpelado por Dios, si había comido del fruto del árbol prohibido, le contesta “la mujer que tú me diste, me tentó”.

En el fondo es transferir la culpa y la responsabilidad.

Dios tu tienes la culpa, si no me hubieras dada esa mujer que me diste, no habría caído, no habría pecado.

Ergo soy inocente, no soy culpable.

Pensemos un poco en nuestro mundo actual, en nuestra situación hoy, con circunstancias adversas, con cambios en nuestros comportamientos y en nuestras acciones, algunos queridos, otros aceptados y otros impuestos.

¿Quién asume la culpa o la responsabilidad de la incorrección, de la ilicitud?

Acaso alguno se hace responsable de sus obras, de su conducta.

Porque no hay dudas y es innegable que la conducta y las acciones son propias, que fueron hechas por cada uno.

Pero como en el alegato de Adán, como en el de Homero, la culpa es de los dioses.

Me has puesto aquí, en estas condiciones y circunstancias, que no sabía ni preveía y ahora me juzgas.

Pero acaso no son tus actos, es tu conducta, son tus faltas y tus carencias.

No transfieras, humildemente reconoce tus errores y tu falta de capacidad, pide perdón y acepta tu responsabilidad y trata de reparar el daño causado.

Dice el poeta siempre que sembré rosales coseche rosas.

Y si sembraste vientos recogerás tempestades.

 

©ELÍAS GALATI, poeta y escritor argentino

MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA 


EL JUGUETE (O Parábola del Big Bang), Adrián Néstor Escudero, Santa Fe, Argentina

 


EL JUGUETE (O Parábola del Big Bang)

 

A la dulce, entrañable y extrañable María Guadalupe Allassia, demiúrgica Reina Maga de la Literatura Infantil Santafesina, con afecto y gratitud… In memoriam.

 

   El Hombrecillo flotaba en una nube azul, y desde la nube azul movía los brazos arriba y abajo, bum, arriba y abajo, bum, golpeando y golpeando, bum, el rosado lienzo de un diminuto tambor.

   Estaba en cuclillas, bum, y era como un ángel, bum, desnudo y alado, bum y bum, bum.

   No parecía cansado, bum. Y su piel era rosada, bum, como el rosado lienzo, bum, del diminuto tambor.

   Quién sabe cuánto tiempo hacía, bum, que golpeaba, bum, sobre él. Bum y bum, bum. Y para qué. Bum.

   Quizás ni siquiera notaba, bum, que a cada golpe que daba, bum, sobre el rosado lienzo, bum, del diminuto tambor, bum, un nuevo día nacía, bum y bum, bum, sobre la tierra azul, bum, que a los pies de la nube azul, bum, palpitaba, bum.

   Porque cuando se detuvo, bum... aquella tierra azul que yacía bajo la nube azul, desapareció.

   Hasta que vino Dios, le dio de nuevo cuerda, bum y bum, bum, y allá, a lo lejos, otra luz se encendió. Bum. [1]



[1]  ADRIÁN N. ESCUDERO -  Santa Fe (Argentina), 1983. Texto ajustado: 24-06-2004 Su versión original (“El Juguete”, 1983) integra-entre otros-  el Libro “Breve Sinfonía y Otros Cuentos” – Colección de Realismo Mágico (Ediciones Colmegna S.A. – (Santa Fe, Argentina), 1ª. Edición - Marzo de 1990, pág. 20; así como su versión E-Book (Editorial Grupo de Escritores Argentinos – GEA), CABA (Argentina – 2018). –  NOTA: Dicho libro obtuvo la Primera Mención Bienal 1986/87 de la ASOCIACION SANTAFESINA DE ESCRITORES - ASDE.

 

 

©ADRIÁN NESTOR ESCUDERO, poeta y escritor argentino

MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA