EL NIÑO DE CRISTAL
A los insignes maestros en las letras, Edgardo A. Pesante
(y sus Pájaros en la Niebla, Miguel Ángel Zanelli y César Actis
Brú, viajeros inesperados al Cielo de los Escritores, y por siempre recordados: in memoriam…
UNO
“... Y Dios creó a
los cristales a su imagen y semejanza...”.
El ente de cristal envolvió su sombra. Después, giró con lentitud...
Su cuerpo esférico, encrespado por millones de trapecios jaspeados y relucientes, comenzó a rodar la ladera del Valle Ejemplar reflectando y entrecruzando una miríada de fugaces destellos, guiños de un sol enorme y amarillo que brillaba a media tarde sobre el fondo del cielo.
Era como una gigantesca
tortuga marina que hubiera escondido su cabeza para no golpearla en los tumbos, pero que, de pronto, se detenía, cambiaba de dirección, y otra vez rodaba y rodaba hasta detenerse para tomar un nuevo destino.
El ente parecía conocer bien la región: una hondonada pintada de blanco y de negro por los haces desnudos de luz y la impertinencia de las sombras montañosas. El valle estaba un poco lejos del pueblo principal, y las entidades de cristal lo admiraban como a un templo de lo eterno.
De improviso, el extraño ser detuvo, pensativo. Cualquiera que entendiera la forma especial de su desplazamiento acompasado, hubiera podido adivinar un gesto de sorpresa en la coraza irisada por plasmáticas entrañas de vida y movimiento.
Es que un costado del cuerpo llevaba adherido un objeto de material desconocido, con formas desconocidas y contenido aún más desconocido. Sin duda, esa cosa de reducido tamaño era ajena a su composición trapezoidal y había venido sobrevolando el cielo del planeta hasta que, por alguna razón, de súbito, contradiciendo la serena intimidad con que disfrutaba las bellezas del lugar, se había dirigido hacia él e incrustado en su piel con sorpresiva violencia.
Por un instante, inmovilizado de terror, sólo había atinado a sacudirse una y otra vez, pero
sin buenos resultados. El problema parecía grave, por lo que echó a andar
tratando de no dañar al objeto.
Marchó divagante y sin rumbo por bastante tiempo y, como aquella cosa parecía no querer despegarse, optó por regresar al segundo valle del hemisferio norte –el Valle de las Cuevas Blancas- a casa de sus padres, antes de que su dios amarillo muriera ensangrentado tras las colinas.
Ya en el trayecto al hogar, su estado de ánimo comenzó a mejorar. Había empezado a simpatizar con esa misteriosa piedra grisácea de conformación ovoidal y diminutos agujeros simétricamente dispuestos en forma de anillo sobre el mayor diámetro de circunferencia.
En realidad, pasados aquellos momentos de incertidumbre, su imaginación había comenzado de nuevo a generar
expectativas, y no hubo nada raro en que, al fin y al cabo, considerara un tesoro, un verdadero tesoro a tan imprevista aparición.
Y por algo 100-MNX había ganado en todo el pueblo de la Región Circular fama de niño terrible, distraído y melancólico. Es decir, con un carácter nada previsible. Aquella tarde de
musicales colores, ora azul o albina, ora verde o rosa, luminosa u oscura, había desaparecido de su cueva. Y la razón de su familiar huida era, esta vez, meditar. Sí, el concurso estaba cerca y, hasta ahora, sus investigaciones no habían dado por resultado más que un amarronado corpúsculo subterráneo con algún sentido estético, que los grandes mirarían con sus enormes trapecios abiertos y burlones, encogiendo algunos y meneando otros, para luego arrojar tal hallazgo en el cajón de
las ideas desechadas por lo poco brillantes.
Su habitual distracción, unida al espontáneo terror que experimentara, habían demorado su lógica conclusión, pero, cuando ésta llegó, la indescriptible sensación de alegría que lo embargó hizo que recorriera los tres sectores de medida que lo separaban del albergue comunitario con pasmosa velocidad de rodamiento.
Algo fantástico, y muy bello, cuya materia poseía una insólita superficie allanada había caído en sus trapecios. Y de allí lo insólito e ilógico: nunca hubiera podido imaginar la inexistencia de incrustaciones trapezoidales en un elemento físico. No había –de acuerdo a su criterio- palabra alguna que conceptuara a esa realidad pulida y perforada tan ordenadamente…
Sí, no cabían dudas. Aquel objeto superaría todos los parámetros del buen gusto. Era un magnífico tesoro y, como tal, habría de protegerlo.
DOS
Caída la noche, llegó a la cueva.
Sus padres se felicitaron de que, por vez primera, no hubiera sido necesario recorrer la zona hasta encontrarlo. Era muy común saberlo extraviado y formando parte de aquel paisaje de gemas alucinantes. 100-MNX llevaba contadas diez mil estrellas y, a veces, uno podía hallarlo bautizándolas y haciendo un gran esfuerzo para recordar luego sus nombres. De todas maneras, ya crecería y aprendería… Mientras tanto, sólo había que tener gran paciencia y una adecuada cueva de reserva para hospedar a sus amigos y cachivaches, limpiar las huellas de sus juegos, arreglar los destrozos y pagar los insultos justificados de vecinos y conocidos…
Papá 10-MNX chasqueó un trapecio, señaló de manera peculiar la mesa redonda tendida con caseros manjares de cristal puro, y continuó luego enfrascado en su habitual manía de cercenar los brotes desiguales de sus trapecios inferiores que, según
él, conspiraban contra el buen equilibrio.
Mamá 11-MNX, tampoco advirtió el paso fugaz del niño hacia el cuarto, ocupada en los quehaceres de la cueva.
¡Ah…! 100-MNX respiró profundamente y, su cuerpo, adoptó una expresión oblonga y apacible.
Cerró la abertura de su habitación. Encendió uno de sus trapecios y, primero con prudencia, más tarde con desesperación, efectuó el postrer intento de librarse de aquella cosa que, como tesoro estaba muy bien, pero como quiste incomodaba los límites de la tolerancia.
Fracasó. Ni siquiera pudo desprenderlo en parte de su caparazón. Y otra vez la angustia afligió sus sentimientos. Todos sus planes se verían comprometidos porque, al no poder zafarse de él para desarmarlo y entender sus secretos, corría el riesgo de no ser aceptado como lícito en la competencia. Ya no podría mostrarlo como gran descubrimiento sino como obra de la fatalidad…
¡Oh…! 100-MNX suspiró largamente... Sabía que los grandes no le entenderían. Pero es que aquello era en verdad un gran descubrimiento, y los descubrimientos no siempre obedecen al esfuerzo de la investigación cuanto más a la orientada casualidad… Tal vez, tal vez papá… 100-MNX dejó de lado su orgullo y, liberando la abertura, desapareció rodando al punto que gritaba la numeración de su progenitor…
TRES
Era muy tarde ya. Faltaban pocas medidas de tiempo para que el dios amarillo reviviera tras las colinas.
Había luces en el Centro Mejorador. Los entes turnaban el encendido de sus trapecios mientras parloteaban y rodaban, de un lado a otro, como demostrando preocupación e impotencia por aquello que veían y escuchaban.
100-MNX, dormido todavía, no había sufrido nada. La operación había sido un éxito,
pero las consecuencias de la misma, inenarrables…
Los entes parecían mirarse unos a otros y preguntarse cosas. Algunos se mostraban nerviosos y giraban sobre sí mismos a tal velocidad que era difícil apreciar en ellos a los tan familiares trapecios.
Mientras tanto, 110-MNX trataba de explicar a Papá 10-MNX que, su hijo, pronto estaría bien. Que en nada le había afectado el contacto con aquella cosa. Que aquellos seres rosados y blancos, diminutos y ariscos, que saltaban y huían estremecidos con una expresión incomprensible en lo que semejaban sus rostros, habían salido del objeto ovoide y no del cuerpo del niño. Que era imposible comunicarse con ellos o entender sus convulsiones y gritos. Que era imposible descifrar también la desgarbada simbología impresionada en la estructura del objeto, pero que, al parecer, decía: NAVE ETERNAUTA – PLANETA TIERRA – República del Salvador – 25/12/3001… Y que más imposible aún era tratar de explicarse por qué aquellos fantásticos animalitos sustentados
químicamente a base de carbono y forrados en macilentas vestiduras artificiales, se iban desplomando uno a uno hasta quedar inertes para luego, tan misteriosamente como todo aquello que sucedía, trastrocar su débil conformación ramificada y rosa, en una imprevista tonalidad violácea que los desintegraba –con el paso del tiempo- en un mar de blancos corpúsculos
y cuyo origen nadie podría revelar jamás…
©ADRIÁN NÉSTOR ESCUDERO, poeta y escritor
argentino
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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