FÍLIDA
No, no soy como esos
ñatos que hoy dicen una cosa y mañana otra. No soy un farabute, esos
tipos que con la misma cara, el mismo bigote y la misma energía afirman o
niegan a la vez. No, ya se lo dije antes: no soy hipócrita ni peronista. Tengo
defectos, pero no soy mala persona. Por favor, respéteme.
Lo cierto es -como le
iba contando- la miraba con pasión, una locura de hembra. Se desnudaba a eso de
las ocho de la noche, dos o tres veces por semana. La veía de espaldas, frente
al espejo de su habitación. Se iba desnudando de una manera particular, me
fascinaba. Al despertarme cerraba los ojos y la volvía a ver. Luego me di
cuenta de su sensualidad; no, de entrada no. ¿Me sigue, entiende? Recuerdo el
corpiño verde, lo arrojaba por el aire y caía sobre la cómoda. Descubrí que la
cuarentena me había cambiado la vida, lo descubrí con ella; observándola,
encontrando sus hombros, su cuello, su cabellera moviéndose al compás de su
cabeza. Sus nalgas, sus caderas. ¿Me sigue? Seguro que escuchaba música. Quiero
imaginarme que escuchaba a Ray Charles, un soul tocado en
piano. O a Nat King Cole. Por cómo se movía no era Andrea Boccelli, qué joder.
Lo cierto es que la había observado mucho tiempo antes de llegar a la
cuarentena, una cuarentena interminable por otra parte. La primera vez la descubrí
de casualidad. En el cuarto había un hombre grandote, desprolijo, de bigotes
finitos y pelada incipiente. De unos cincuenta años. Lo pude ver bien, era una
tarde húmeda, de sol. Desde la ventana observé los toldos bajos de ventanas
vecinas. No le di mucha importancia, no soy un voyeur.
Miré la escena dos o tres veces en un mes, al regresar de la oficina. Luego la
olvidé. Sí, a ella y al fulano.
Hasta la
cuarentena, allí cambió mi vida. Mi familia ni se enteró, hablaban de
contagios, de hospitales, de barrios carenciados. Bueno, sigo con la historia.
Estaba en ropa interior - la sorprendí una noche de mayo -, la
iluminaba un velador de la mesa de luz. No dudé, fui a buscar al ropero el
binocular que mi padre solía llevar a San Isidro o a Palermo. Por suerte los
pude encontrar. Mi mujer - parece que lo hace ex profeso sabiendo mi problema
-cambia a cada rato las cosas de lugar. Lo cierto es que desde esa noche la
miro. ¿Qué por qué le puse ese nombre? Bueno, estudié clásicas, son taras que
uno tiene. No, nunca le saqué fotos. Me enloquece cuando se pone un
vestido negro, se viste para salir, como para ir a cenar o a un encuentro
importante. Luego comienza a desvestirse, a quitarse una pulsera, una media, un
zapato, un collar, una calza bordó. Es allí donde enfoco el
prismático con respiración entrecortada. Me tiemblan las manos al
ver sus ojos blancos, cuando parece desplomarse sobre la colcha azul. Créame,
es algo inimaginable el silencio de la calle, el silencio de los
departamentos…Le dije, vive en el edificio de enfrente, un tercer piso. La miro
desde el cuarto piso, en diagonal. ¿No me cree? ¿Y qué piensa si le digo que
soy ciego? Eh, ¿qué me dice, ahora? ¿Me cree o no me cree?
Buenos Aires, 23 de junio de 2020
©CARLOS PENELAS, poeta y escritor argentino
MIEMBRO
HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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