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sábado, 6 de junio de 2020

EDMUNDO RIVERO (8 / VI / 1911 – 18 / I / 1986), Luis Alposta, Buenos Aires, Argentina


















En mi casa, 30 / 6 / 1985, con Yoyi Kanematz, Edmundo Rivero y Jorge Casal




EDMUNDO RIVERO
(8 / VI / 1911 – 18 / I / 1986)

            Siempre celebraré la feliz circunstancia que me llevó a conocer a Edmundo Rivero. Fue en 1968, en una comida presidida de oficio por el inefable Barquina. Después, no hubo de pasar mucho tiempo para que pudiese comprobar que hasta los lugares comunes de la amistad eran en él algo común: a carta cabal, sin dobleces, sin renuncios, de los que no se empardan.
            Y si hablamos del cantor, fácil me es ahora sintetizar en pocas líneas el valor de su obra, con sólo recordar que la verdadera clave de su vida ha sido siempre la de una auténtica vocación. Una vocación de amor hacia la música y el canto. Y para felicidad de todos nosotros, de un canto que ya nos pertenece por habernos ganado el corazón.
            Su sobriedad, el pudor con que manejó siempre su vida, el rigor casi místico que le impuso a su carrera, bastarían para darnos el perfil de un hombre en el que hasta sus silencios eran elocuentes.
            La voz, como el poema, no sólo transmite palabras y sonidos sino que, también, es  generadora de  emociones. Y eso es lo que lograba Edmundo Rivero con su canto.
         Fue Cantor Nacional. Por encima del género que abordara, él era un artista notable; tenía la valoración exacta de sus gestos, de las inflexiones de su voz.
            Como intérprete, su forma de traducir los matices expresivos de las letras fue un rasgo que lo caracterizó. “Me importa interpretar los textos”, decía, y esta afirmación implicaba que su arte no sólo consistía en cantar un texto sino en darle a cada una de las palabras un sentido cabal, ligando íntimamente la expresividad del lenguaje y la del sonido. No por nada varios poetas han escrito temas especialmente para él; entre otros, Homero Manzi y Discépolo: “Sur”, “El último organito”, “Che, bandoneón”, el primero, y “Cafetín de Buenos Aires” y “Fangal”, el segundo.
            Su figura tuvo gran influencia en el tango, tanto con respecto al canto como a las letras, pues no sólo le abrió el camino a bajos y barítonos con tendencia a bajos, sino que también propició una identificación de la literatura tanguera con sus fuentes y sus cauces auténticos.
            La voz de Rivero ha sido -y gracias a la magia del disco sigue siendo- la voz grave de un hombre sano, la gruesa voz de un fino espíritu, la voz de alguien que noche tras noche, en el “Viejo Almacén”, y sin dejar de emocionarnos, se podía dar el lujo de cantar “Sur” mirando hacia el Oeste.
            De cantar “Sur”… ¡Como ninguno!

©LUIS ALPOSTA, poeta y escritor argentino
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
 
Escuchémosle cantar “Amigos que yo quiero” - tango de Hugo Gutiérrez


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