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sábado, 9 de marzo de 2024

MI AMIGO JULIO CORTÁZAR - Roberto Alifano, Buenos Aires, Argentina

 


MI AMIGO JULIO CORTÁZAR


Un amigo común, el crítico de música, Jorge D’Urbano, me dio el teléfono de Julio Cortázar, que vivía en París con su esposa Aurora Bernárdez en la rue du Général Beuret, muy cerca de donde yo me alojaría. Ya instalado, visité al siempre recordado pintor Luis Tomasello, también muy cercano al escritor y otro de mis referentes en París. Le comenté a Luis que tenía pudor en llamar a Cortázar, y él me alentó con estas palabras: “Lo hacemos ahora mismo, desde aquí, si a vos te parece. Aurora y Julio son un matrimonio encantador y van a estar muy contentos de que los visites”. De inmediato lo hizo y me pasó con Aurora, que había atendido.

La conversación fue larga y entretenida, pues teníamos muchísimos amigos en común como Inés Malinow y Adolfo Pérez Zelaschi; también yo conocía mucho a su hermano “Paco”, el poeta Francisco Luis Bernárdez, a su hijo y a su cuñada Laura. “Si te queda bien te esperamos mañana con Julio para desayunar; eso si no traigas nada porque los croissant los compramos en la panadería de enfrente y son deliciosos”.

Ni que agregar que como un solo hombre a las nueve en punto toqué timbre en el curioso departamento, que había sido un galpón de depósito, ubicado en un primer piso al que se llegaba trepando por una sinuosa escalera. Adentro era un sitio acogedor, bien adaptado a las necesidades hogareñas, donde los Cortázar vivían acompañados por sus gatos.

Me estaban esperando con la mesa puesta y un tentador aroma a café y a calientes croissant esperando en una canastilla. Para mí era emocionante ser el invitado de Julio Cortázar y de Aurora Bernárdez. Recordé lo que había escrito Mario Vargas Llosa al referirse al matrimonio: “La perfecta complicidad, la secreta inteligencia que parece unirlos es algo que yo admiro y envidio en la pareja tanto como su simpatía, su compromiso con la literatura y su generosidad para con todo el mundo; así son Aurora y Julio”.

Tenía razón Mario. Amables, predispuestos, cultos, atentos a todo, los Cortázar parecían un envidiable modelo de pareja casi imposible de igualar; quién no se podía sentir cómodo ante tanta cordial hospitalidad. Me trataron como alguien de la familia o un viejo amigo y conversamos hasta poco antes del mediodía. Como una ráfaga de viento fresco, las evocaciones rodearon la conversación y fluían por doquier. No hacía mucho ambos habían estado en Buenos Aires y la nostalgia era la otra invitada; calles, plazas y rincones porteños surgían todo el tiempo. Quedamos en vernos al día siguiente para cumplir con uno de los requisitos que me había llevado a esa casa: una entrevista a Julio para un hebdomadario que se publicaba de este lado del Océano.

Cuando regresé a la patria, encontré dos cartas de Julio y no demoré en contestarle. Se había sellado una relación única y honrosa para mí. Otros encuentros, casi sucesivos, se fueron dando en París, Buenos Aires y Santiago de Chile.

Cuento el último, con aristas dignas de evocación. En 1973, cuando yo vivía en Chile y representaba allá al diario La Opinión, después de las elecciones parlamentarias, que a pesar del deterioro económico ganó la Unidad Popular, con una invitación oficial llegó Julio Cortázar a la ciudad de Santiago. Esa misma mañana de su llegada lo fui a ver al hotel donde estaba alojado. Yo había intervenido bastante en ese viaje y allí me encontré con Augusto Olivares, el asesor de prensa de Salvador Allende, que me invitó a una cena en homenaje a Julio en la Residencia Presidencial de Tomás Moro, donde vivía Allende. Fue una reunión amable y reveladora de muchos entretelones políticos que yo, con oído de buen corresponsal fui registrando.

Después de la cena, Allende le explicó a Cortázar porque en su país no cabía ninguna posibilidad de un golpe de Estado. “Chile es un país con probada vocación democrática y aquí las Fuerzas Armadas son las guardianas del sistema. Tengan por seguro que no ocurrirá lo que ha ocurrido en otros países de la región”. Yo, que no había abierto la boca, con una temeridad que aún me asombra, me atreví a opinar interrumpiéndolo. “Discúlpeme, señor Presidente, pero yo no estaría tan seguro -intervine-; en la Argentina tenemos una larga experiencia en intervenciones militares y no hay garantías. Discrepo con lo que usted acaba de afirmar”.

Salvador Allende me miró de reojo con evidente inquina y poniéndome su mano en mi rodilla, me amonestó con severidad: “Mire muchacho, tengo una larga experiencia como político y sé muy bien lo que digo. No permito que alguien que apenas conoce la idiosincrasia de mi país, se atreva a contradecirme”. Yo, sin saber adónde meterme, me apichoné en el sillón y quedé mudo. Lo ocurrido fue cuestión de segundos o minutos que para mí fueron un siglo. Pensé que inmediatamente por mi impertinencia sería echado de esa reunión. No recuerdo bien quién fue el que intervino desviando la conversación, si “Tencha”, la esposa de Allende o “el Perro” Augusto Olivares. Lo cierto es que nunca en mi vida recuerdo haber atravesado un momento así. Salvador Allende era el Presidente de la República y yo, un ignoto e impertinente corresponsal que se había tomado el atrevimiento de contradecirlo. Fueron siglos para mí. Luego el propio Allende que se había sentado en el piso, con su wiski habitual en una mano, borrando lo sucedido, apretó con la otra mi rodilla y acompañado de una sonrisa conciliadora, cambió de tema. Lo que siguió, por suerte, fueron intercambios de elogios y brindis por el memorable encuentro con el célebre autor de Rayuela.

Ya en el automóvil que nos trasladaba a la ciudad, Julio recordó la situación y con una sonrisa, me dijo: “¡Qué audacia la tuya Roberto, yo creía que Allende te iba a echar a patadas, es un hombre muy seguro de sí mismo y no admite que lo contradigan! Sin embargo, te confieso ahora que yo estoy de acuerdo con tu punto de vista. Los golpes militares en nuestra América están a la vuelta de cada esquina y Chile quizá no esté libre de esa posibilidad”. Pocos meses después, en circunstancias dramáticas, el general Augusto Pinochet, uno de los militares de confianza de Salvador Allende, encabezaba la insurrección que terminó con la vida del Presidente y de Olivares, su asesor de prensa.

Pablo Neruda y muchos otros escritores chilenos también murieron o fueron asesinados o encarcelados. Yo, como periodista que cubría información para un diario argentino, fui detenido por varias semanas en el Regimiento Tacna, de donde se decía, era difícil salir con vida, y junto a mi familia, fui luego expulsado del país. Milagrosamente la sigo contando.

A Julio Cortázar lo vi por última vez en Buenos Aires, cuando cenamos en una cantina del barrio de La Boca, acompañados por el querido y siempre recordado poeta - librero Héctor Yánover, que era como un hermano para él.

Se han cumplido cuarenta años del fallecimiento de nuestro genial maestro de la palabra y la SADE (Sociedad Argentina de Escritores), le rindió el merecido homenaje con una mesa de notables entre los que estaban María Rosa Lojo, Alejandro Vaccaro, Carlos Penelas y Antonio Las Heras y a la que no pude concurrir por problemas de salud.

Esta cariñosa evocación me hubiera encantado hacerla aquella tarde, pero no pudo ser. Mi salud me lo impidió. En una próxima reseña contaré sobre la jugosa relación de Borges y Cortázar, que me tuvo por testigo. Escritores afines y maestros de la poesía en verso y prosa, iconos de la literatura de nuestra América.

ROBERTO ALIFANO, Buenos Aires, Argentina

MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA


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