MI AMIGO JULIO CORTÁZAR
Un amigo común, el crítico de música, Jorge
D’Urbano, me dio el teléfono de Julio Cortázar, que vivía en París con su
esposa Aurora Bernárdez en la rue du Général Beuret, muy cerca de donde yo me
alojaría. Ya instalado, visité al siempre recordado pintor Luis Tomasello,
también muy cercano al escritor y otro de mis referentes en París. Le comenté a
Luis que tenía pudor en llamar a Cortázar, y él me alentó con estas palabras: “Lo
hacemos ahora mismo, desde aquí, si a vos te parece. Aurora y Julio son un
matrimonio encantador y van a estar muy contentos de que los visites”. De
inmediato lo hizo y me pasó con Aurora, que había atendido.
La conversación fue larga y entretenida, pues
teníamos muchísimos amigos en común como Inés Malinow y Adolfo Pérez Zelaschi;
también yo conocía mucho a su hermano “Paco”, el poeta Francisco Luis
Bernárdez, a su hijo y a su cuñada Laura. “Si te queda bien te esperamos
mañana con Julio para desayunar; eso si no traigas nada porque los croissant
los compramos en la panadería de enfrente y son deliciosos”.
Ni que agregar que como un solo hombre a las nueve
en punto toqué timbre en el curioso departamento, que había sido un galpón de
depósito, ubicado en un primer piso al que se llegaba trepando por una sinuosa
escalera. Adentro era un sitio acogedor, bien adaptado a las necesidades
hogareñas, donde los Cortázar vivían acompañados por sus gatos.
Me estaban esperando con la mesa puesta y un
tentador aroma a café y a calientes croissant esperando en una canastilla. Para
mí era emocionante ser el invitado de Julio Cortázar y de Aurora Bernárdez.
Recordé lo que había escrito Mario Vargas Llosa al referirse al matrimonio: “La
perfecta complicidad, la secreta inteligencia que parece unirlos es algo que yo
admiro y envidio en la pareja tanto como su simpatía, su compromiso con la literatura
y su generosidad para con todo el mundo; así son Aurora y Julio”.
Tenía razón Mario. Amables, predispuestos, cultos,
atentos a todo, los Cortázar parecían un envidiable modelo de pareja casi
imposible de igualar; quién no se podía sentir cómodo ante tanta cordial
hospitalidad. Me trataron como alguien de la familia o un viejo amigo y
conversamos hasta poco antes del mediodía. Como una ráfaga de viento fresco,
las evocaciones rodearon la conversación y fluían por doquier. No hacía mucho
ambos habían estado en Buenos Aires y la nostalgia era la otra invitada;
calles, plazas y rincones porteños surgían todo el tiempo. Quedamos en vernos
al día siguiente para cumplir con uno de los requisitos que me había llevado a
esa casa: una entrevista a Julio para un hebdomadario que se publicaba de este
lado del Océano.
Cuando regresé a la patria, encontré dos cartas de
Julio y no demoré en contestarle. Se había sellado una relación única y honrosa
para mí. Otros encuentros, casi sucesivos, se fueron dando en París, Buenos
Aires y Santiago de Chile.
Cuento el último, con aristas dignas de evocación.
En 1973, cuando yo vivía en Chile y representaba allá al diario La
Opinión, después de las elecciones parlamentarias, que a pesar del
deterioro económico ganó la Unidad Popular, con una invitación oficial llegó
Julio Cortázar a la ciudad de Santiago. Esa misma mañana de su llegada lo fui a
ver al hotel donde estaba alojado. Yo había intervenido bastante en ese viaje y
allí me encontré con Augusto Olivares, el asesor de prensa de Salvador Allende,
que me invitó a una cena en homenaje a Julio en la Residencia Presidencial de
Tomás Moro, donde vivía Allende. Fue una reunión amable y reveladora de muchos
entretelones políticos que yo, con oído de buen corresponsal fui registrando.
Después de la cena, Allende le explicó a Cortázar
porque en su país no cabía ninguna posibilidad de un golpe de Estado. “Chile
es un país con probada vocación democrática y aquí las Fuerzas Armadas son las
guardianas del sistema. Tengan por seguro que no ocurrirá lo que ha ocurrido en
otros países de la región”. Yo, que no había abierto la boca, con una
temeridad que aún me asombra, me atreví a opinar interrumpiéndolo. “Discúlpeme,
señor Presidente, pero yo no estaría tan seguro -intervine-; en
la Argentina tenemos una larga experiencia en intervenciones militares y no hay
garantías. Discrepo con lo que usted acaba de afirmar”.
Salvador Allende me miró de reojo con evidente
inquina y poniéndome su mano en mi rodilla, me amonestó con severidad: “Mire
muchacho, tengo una larga experiencia como político y sé muy bien lo que digo.
No permito que alguien que apenas conoce la idiosincrasia de mi país, se atreva
a contradecirme”. Yo, sin saber adónde meterme, me apichoné en el sillón y
quedé mudo. Lo ocurrido fue cuestión de segundos o minutos que para mí fueron
un siglo. Pensé que inmediatamente por mi impertinencia sería echado de esa
reunión. No recuerdo bien quién fue el que intervino desviando la conversación,
si “Tencha”, la esposa de Allende o “el Perro” Augusto Olivares. Lo cierto es
que nunca en mi vida recuerdo haber atravesado un momento así. Salvador Allende
era el Presidente de la República y yo, un ignoto e impertinente corresponsal
que se había tomado el atrevimiento de contradecirlo. Fueron siglos para mí.
Luego el propio Allende que se había sentado en el piso, con su wiski habitual
en una mano, borrando lo sucedido, apretó con la otra mi rodilla y acompañado
de una sonrisa conciliadora, cambió de tema. Lo que siguió, por suerte, fueron
intercambios de elogios y brindis por el memorable encuentro con el célebre
autor de Rayuela.
Ya en el automóvil que nos trasladaba a la ciudad,
Julio recordó la situación y con una sonrisa, me dijo: “¡Qué audacia la tuya
Roberto, yo creía que Allende te iba a echar a patadas, es un hombre muy seguro
de sí mismo y no admite que lo contradigan! Sin embargo, te confieso ahora que
yo estoy de acuerdo con tu punto de vista. Los golpes militares en nuestra
América están a la vuelta de cada esquina y Chile quizá no esté libre de esa
posibilidad”. Pocos meses después, en circunstancias dramáticas, el general
Augusto Pinochet, uno de los militares de confianza de Salvador Allende,
encabezaba la insurrección que terminó con la vida del Presidente y de
Olivares, su asesor de prensa.
Pablo Neruda y muchos otros escritores chilenos
también murieron o fueron asesinados o encarcelados. Yo, como periodista que
cubría información para un diario argentino, fui detenido por varias semanas en
el Regimiento Tacna, de donde se decía, era difícil salir con vida,
y junto a mi familia, fui luego expulsado del país. Milagrosamente la sigo
contando.
A Julio Cortázar lo vi por última vez en Buenos
Aires, cuando cenamos en una cantina del barrio de La Boca, acompañados por el
querido y siempre recordado poeta - librero Héctor Yánover, que era como un
hermano para él.
Se han cumplido cuarenta años del fallecimiento de
nuestro genial maestro de la palabra y la SADE (Sociedad Argentina de
Escritores), le rindió el merecido homenaje con una mesa de notables entre los
que estaban María Rosa Lojo, Alejandro Vaccaro, Carlos Penelas y Antonio Las
Heras y a la que no pude concurrir por problemas de salud.
Esta cariñosa evocación me hubiera encantado
hacerla aquella tarde, pero no pudo ser. Mi salud me lo impidió. En una próxima
reseña contaré sobre la jugosa relación de Borges y Cortázar, que me tuvo por
testigo. Escritores afines y maestros de la poesía en verso y prosa, iconos de
la literatura de nuestra América.
ROBERTO ALIFANO, Buenos Aires, Argentina
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO
ARGENTINA
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