TRIBUNA
Gabriel García Márquez o el
don de la literatura
La principal
misión de todas las formas del arte es la busca de la belleza. En el caso de la
literatura, que se construye con palabras, el elemento más común de nuestra
comunicación cotidiana, encontrar el modo de encantarlas. En ocasiones, las
palabras brotan espontáneamente; otras veces hay que trabajarlas con esmero y
paciencia. “Un texto, aunque tenga muchos borradores detrás, debe
parecer el don de un instante”, sentenció Leopoldo Lugones. Cuando las
palabras nacen con alas y empiezan a volar, hasta desaparece esa frágil línea
que en apariencia divide a la poesía de la prosa. Quizá viene muy bien recordar
aquello que escribió Robert Louis Stevenson: “La prosa es la forma más
difícil de la poesía”. Agreguemos que hay escritores que nacen con la
virtud de transformar en literatura todo lo que tocan y alcanzan esa cualidad
estética que se denomina “quintaesencia”. Pienso en muchos clásicos de nuestra
lengua y de otras, y en paradigmas contemporáneos como Borges, García Márquez y
Neruda.
Gabriel José de
la Concordia García Márquez, nació el 6 de marzo de 1927 en el pueblo de
Aracataca, en Colombia, un sitio pintoresco del departamento de Magdalena. Fue
escritor y periodista, reconocido principalmente por sus novelas y cuentos;
aunque también escribió narrativa de no ficción, discursos políticos (“para
ganarme el pan nuestro de cada día”), reportajes, críticas cinematográficas y
memorias. Su nombre está relacionado de manera inherente con el “realismo
mágico” y su obra más conocida, es la novela Cien años de soledad,
considerada una de las más representativas de ese movimiento literario surgido
a partir de la década del ‘60 en nuestra América Hispana. En 2007 la Real
Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua
Española publicaron una edición popular conmemorativa de esta obra,
por considerarla parte de los grandes clásicos del idioma de Cervantes en todos
los tiempos.
Pablo Neruda,
que lo admiraba hasta el deslumbramiento, me habló de él con un entusiasmo
desbordante. “Si alguien merece ser Premio Nobel es García
Márquez, un verdadero mago de las palabras. Uno de esos escritores que nacen
cada cien o doscientos años”. También los escuché a Julio Cortázar y a Mario
Vargas Llosa referirse a él con enorme admiración. Mario le dedicó un volumen
que supera las seiscientas páginas (García Márquez, historia de un deicidio)
y Carlos Fuentes escribió García Márquez y la invención de América;
Jorge Amado, por su parte, de un modo confidencial me dijo: “He aprendido el
idioma castellano para serle fiel a Gabo. No se lo puede leer a través de
traducciones”.
Tuve la
felicidad de conocer a Gabriel García Márquez (“Gabo” o “Gabito”, como
cariñosamente le decían sus amigos), aquí, en Buenos Aires, hacia 1967, cuando
participó como jurado de un premio compartido por Editorial
Sudamericana y la revista Panorama. Era un hombre
elocuente, divertido, lleno de anécdotas, que contagiaba alegría. Con él, todo
momento era memorable. Luego de ese primer encuentro, cada vez que yo pasaba
por México, país en el que se radicó, no dejaba de visitarlo. En 1982,
justicieramente, la Academia Sueca lo distinguió con el Premio Nobel de
Literatura.
Recuerdo que el
día que se lo otorgaron yo había acompañado a Borges al Departamento de Policía
para que le renovaran el pasaporte. Eran los años en que yo colaboraba como
amanuense del autor de El Aleph. Esa jornada estuvo amenizada de
situaciones que luego engrosaron mi libro El humor de Borges. Pero
vayamos a las anécdotas que fueron jocosas.
Era un viernes.
Borges me estaba dictando un cuento cuando recordó que el domingo viajaba al
exterior. Me pidió que revisara su pasaporte porque quizá estaba vencido. Así
lo hice, y efectivamente lo estaba. De manera que si no se actualizaba ese
mismo día era imposible abordar el avión. A mí se me ocurrió llamar a un
comisario que conocía para pedirle que nos diera una mano. “Vengan enseguida
-fue la respuesta-. Veremos qué se puede hacer”.
Apenas
descendimos del taxi que nos condujo, nos topamos con un uniformado que abordó
a Borges para confesarle su admiración: “Soy sargento de la policía y quiero
decirle que lo veo en programas de televisión y estoy deslumbrado. Le confieso
que no lo he leído y quizá nunca lo haga, pero siento un especial cariño por
usted y se lo quiero demostrar besándolo”.
“Bue-ee-no, me
resigno a esa muestra de afecto -respondió Borges al tiempo que el sargento le
deba un sonoro beso en la mejilla.
Apenas se
retiró, aún perplejo, con su humor incomparable, Borges me tocó con el codo y
atinó a decirme:
“¡Caa-ram-ba, un
mazorquero cariñoso. Menos mal que el asunto se trató de un beso y no de una
picana eléctrica para torturarme”.
Apenas entramos
al Departamento de Policía, los efectivos nos rodearon para seguir
testimoniándole el afecto. Borges les informó que su abuelo materno fue jefe de
la Institución y que, en algún sentido, se consideraba como parte de la
policía.
Y en tono
confidencial me murmuró:
“Aunque es una
impostura de mi parte, quizá no está mal que esta gente me tome por uno de
ellos; esto puede hacer que me renueven enseguida el pasaporte”.
No se
equivocaba, el comisario Franco, buen y predispuesto amigo, también excelente
lector, se lo renovó inmediatamente. Y allí, en su despacho, nos enteramos que
Gabriel García Márquez había sido galardonado con el Premio Nobel.
Los periodistas
acreditados lo rodearon inmediatamente para pedirle su opinión. Ese año, como
tantos otros, Borges también había sido candidato.
“¿Usted lo
conoce?”, fue una de las preguntas.
“No, pero tuve
la felicidad de que me leyeran algunas de sus obras. Los cuentos de García
Márquez me parecen magníficos. Es un gran escritor y es justo que le hayan
otorgado el Premio Nobel. Alifano sí lo conoce y él fue quien me lo
reveló”.
“¿Y a su
novela Cien años de soledad, la leyó?, preguntó otro periodista.
“Sí, me leyeron
algunas páginas. No me gustó tanto, creo que se repite -y remató con su
sarcasmo habitual-: Quizá con cincuenta años hubiera sido suficiente”.
A Gabriel García
Márquez le encantaba que yo le contara estas anécdotas divertidas de Borges. La
última vez que estuve con Gabo almorzamos en compañía del pintor José Luis
Cuevas y de Mercedes, su esposa, en un conocido restaurante de la colonia San
Ángel. La memoria ya no lo acompañaba y había momentos en que se quedaba
perdido. Esa mente prodigiosamente encendida por el don de la literatura se
empezaba a apagar.
En un encuentro
anterior, Gabo me habló de la deuda que tenía con Borges. “A él debo la
brevedad y la contundencia que he tratado de utilizar en mis cuentos. Borges
fue uno de mis padres literarios. Aprendí muchísimo de él: Los
funerales de la mamá grande y El coronel no tiene quién le
escriba, en otro contexto, por supuesto, tienen mucho de los relatos
de La muerte y la brújula y de Pierre Menard, autor
del Quijote”.
Las
sorprendentes narraciones de Gabo son verdaderas obras maestras y modelos de
sincera imaginación. En sus cuentos la economía de palabras y la precisión
narrativa tienen mucho de Borges. Los rasgos habituales que abundan en las
páginas de sus textos, han sido inventados tan justamente que parecen
cotidianos y fatales. El coronel no tiene quién le escriba, es una
obra maestra de la narrativa española de todos los tiempos; a estos textos se
suman El amor en los tiempos del cólera, Crónica de una
muerte anunciada y Relato de un náufrago, invenciones no
menos intensas que virtuosas.
Me reconforta
revivir esas experiencias que son de una genuina alegría para el corazón. Gabo
era un poeta de la prosa, un escritor con el don de la literatura y un hombre
irrepetible. Se sumó a los más el 17 de abril de 2014 dejando un vacío inmenso
en los que lo admirábamos y queríamos profundamente.
©ROBERTO ALIFANO, poeta y escritor argentino
MIEMBRO
HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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