LOS ZAPATOS
Cuando lo conocí al viejo
Aniceto Cantilo me quedó grabada en el corazón la imagen indeleble del
prototipo del hombre dócil, bonachón y solidario; fiel y feliz practicante de
la austeridad, aunque, por austero, nunca se lo hubiese podido tachar de
miserable. La risa fácil y grandiosa siempre de oreja a oreja y aquel rostro
eternamente encendido por el buen humor. Era un tipo de aquellos en que la
propia timidez le hacía subir la sangre hasta la cabeza, ocasionando el clásico
rubor. En una palabra, Aniceto Cantilo era un buen tipo, tremendamente cortés,
algo tímido y que cargaba, como todo el mundo, los miedos que asechan ocultos
en la cotidianeidad de la existencia humana.
El tiempo, que desgraciadamente todo gasta y
consume, también fue derrochando la vida del Aniceto. Y así, el deterioro de su
físico fue creciendo cada día con más rapidez. Su espalda encorvada y su lento
y moderado andar, estropeaban ahora su figura que otrora, había sido ágil y
casi elegante.
A pesar de su timidez, el viejo gozaba de los dones
de la observación; era un diestro perceptivo y un hábil clarividente.
Nació con un trauma incorporado a su espíritu; una
fobia insólita e inexplicable. Particularmente, pienso que, quizás, ese
problema pudo también exacerbarse por alguna causa externa de su vida. Ahora,
después de mucho tiempo, dudo si sus miedos respondían a la superstición o a
algo diferente de explicar o comprender. Sin dudas, el principal motivo de sus turbaciones
estaba enclavado en el temor ancestral hacia la muerte, del que todo ser
humano, difícilmente puede huir.
La cuestión era que, cuando el Aniceto se enteraba
de que alguien en el barrio había muerto, nunca preguntaba la causa, sólo le
interesaba saber si había sido sepultado con o sin zapatos.
Por las noches, preso de la tortura del insomnio, escuchaba atento y temeroso el ulular de la sirena de alguna trasnochada ambulancia, hasta que, aquel lúgubre resonar se perdía en el silencio de las calles, entonces, se quedaba el resto de la noche abrazado a la angustia, hasta que lo sorprendía el nuevo día. Su congoja consistía en conjeturar si al enfermo o al accidentado lo habrían transportado con los zapatos puestos.
Aquel buen hombre siempre aseguraba y repetía que: “Si
un enfermo era hospitalizado sin llevar sus zapatos puestos, era muy difícil
que regresara a su casa. En cambio, si ingresaba al centro de salud con ellos,
seguramente regresaría de allí sano y salvo”.
Cada vez que ocurría un accidente, la ocasión hacía
que el viejo contara con aire de sabihondo que: “los accidentados, por lo
general, lo que primero pierden son los zapatos”. Y, en efecto, tiempo después
pude observar en muchas ocasiones que el hombre tenía razón. -“Ellos siempre te
deben acompañar” -Decía con marcada seriedad.
Aniceto Cantilo tenía obsesión por los zapatos, especialmente por los suyos. Cuando en alguna reunión se hablaba del tema, casi siempre inducido por él, echaba una larga perorata sobre los mismos con desmedido entusiasmo, al tiempo que de sus ojos, se escapaba un brillo de satisfacción indescriptible. Parecía ser la cuestión que en la vida más lo apasionaba y además, el que más dominaba.
Él sabía de moldes; de hormas; de modelos; de
cueros; de suelas; de tacos, de capelladas y plantillas... hasta
conocía al dedillo todos los modelos de clavos, marcas y calibres de hilos, cementos
de contacto y todo aquello que se usaba en la confección de calzado, inclusive
de pomadas, tintas, cepillos y franelas de lustre.
Ponderaba siempre, con imponente orgullo, a aquellos
mocasines negros de cabritilla que hacía tanto tiempo lo venían acompañando.
Los había lucido con destreza durante muchos años y, aunque ahora ya no estaban
tan sobrios, habían sido sus compañeros en innumerables y especiales ocasiones:
su casamiento; el bautismo de sus hijos; los quince de la mayor; la entrega de
diplomas en la Universidad cuando se recibió Juan, su hijo menor; los
velatorios y exequias de sus mejores amigos… ¡Y en tantas otras ocasiones!
Se podía cambiar de ropa, pero que no le dijeran
palabra alguna de sus zapatos. Era el único atuendo que jamás se cambiaría y,
por rara circunstancia del destino, siempre lucían su brillo de nuevos. A
veces, como excusa, el Aniceto usaba su argumento de siempre: “Estos ya están
amoldados a mis pies”.
Aquella fidelidad era mutua y los únicos y queridos
zapatos lo acompañaban a todas partes. No podían separarse. Siempre estaban con
él, tanto en los mejores como en los peores momentos. Al Aniceto no parecían
importarle demasiado las viejas arrugas que exhibían y que eran disimuladas por
los reiterados afeites de las pomadas de las mejores marcas.
Últimamente, los momentos felices parecían escasear
y los viejos zapatos negros de cabritilla se iban poniendo opacos, exhibiendo
con entereza y fidelidad su vetusta deformidad.
Una noche, cuando el Aniceto se descompensó
por primera vez, no perdió la lucidez en ningún momento, estaba perfectamente
atento y consciente de la situación. Lo cargaron en la camilla en calzoncillos
y con sus infaltables zapatos puestos.
Lo llevaron a la guardia del hospital y
de inmediato a terapia intensiva, ante su tremenda resistencia, los médicos,
para no empeorar la cosa, le dejaron los zapatos calzados, no sin antes
colocarle en cada pie la correspondiente polaina de tela blanca y esterilizada.
El pobre Aniceto, asustado e indefenso, recordó más que nunca aquella vieja
creencia que había escuchado cuando niño y comenzó a repetirse mentalmente y en
forma mecánica como en un rezo: “El que era
llevado a un hospital sin sus zapatos, seguramente no regresaría a casa”. Y
así, un poco por el rezo, otro poco por los sedantes y habiendo comprobado que
aún tenía sus zapatos puestos, se fue durmiendo poco a poco.
Después de un par de días de
internación, habiéndose comprobado que nada importante había ocurrido en su
salud, le dieron el alta y volvió a su casa.
A los dos meses, una madrugada silenciosa de mayo, se volvió a descomponer. Esta vez había perdido el conocimiento y se lo llevaron para internarlo de urgencia tal como estaba. Los zapatos, que descansaban dentro de la mesa de luz detrás de la puertita entreabierta, se quedaron tristes y extrañados porque el viejo no los llevaba. Escuchaban voces, pero lógicamente no entendían nada. Muy quietos, a través de la pequeña abertura, alcanzaron a ver, muy asustados, la extraña e enigmática mirada que la esposa del viejo dirigió subrepticiamente hacía ellos, además de la mueca burlona y satisfecha que dejó entrever al cerrarle la puerta en la narices. Después, oyeron como el sonido intimidatorio de la sirena de la ambulancia se iba perdiendo poco a poco en la aurora calma y serena del domingo hasta que el silencio total los envolvió con su presagio, llenándolos de una amarga impotencia y desazón.
Noches después, mientras una araña tejía la tela preparando sus trampas junto al ruido apagado que producía una pequeña rata al buscar “algo” para comer, en la pared del comedor el antiguo reloj de los ancestros tañó dos campanadas. El zapato izquierdo, que no descansaba por el dolor de la ausencia, suponiendo que nadie lo escucharía, se animó a echarle un comentario a su viejo compañero, quién, desde hacía unos días parecía estar muy preocupado: -¿Por qué el viejo los había abandonado?-. Sus primas, las zapatillas, catalogadas como las menos sabihondas del grupo, dormían sin parecer estar preocupadas de nada. El hermano derecho solo respondió con un “¡Mmm!” a secas. Las chinelas, con las cuales nunca se llevaron bien, desde su lugar debajo de la cama y casi siempre rodeadas de alguna media rotosa y sucia, tampoco podían dormir y también habían escuchado el comentario sin entender una pizca de nada.
Pasaron los días y los de cabritilla, desde el refugio habitual de la mesa de luz, una mañana fueron trasladados a un sucio rincón lleno de tierra y de cenizas, debajo de la churrasquera que estaba en un rincón del patio, donde, abandonados, sufrieron el mutismo el destierro.
Después de vivir épocas esplendorosas,
donde habían sido la envidia y la admiración de muchos, se habían venido a
menos sin comprender el porqué de aquella historia.
Desde su triste morada, tal vez resignados, aguardaban el turno para acabar su existencia en los pies sudorosos y malolientes de algún desconocido. Seguramente, pensaban, el Aniceto no los echaría de menos… O sí?
©2000 Norberto Pannone, del libro “Historias para leer en serio”, Ed. “De los cuatro vientos”, Buenos aires, Argentina
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