EL MERCACHIFLE
Había sido una noche de perros. Los
álamos desnudos, míseros esqueletos vegetales, tiritaban arqueándose como
pidiendo clemencia desde sus crestas estremecidas. Cuando amainó el viento helado del sur, una
fría llovizna se descolgó de la bóveda gris del firmamento, cerrando aún más la
escasa visibilidad de la madrugada.
Dentro de
poco, despuntará el día. Un pálido resplandor a lo lejos, por el oriente,
anunciaba una triste jornada invernal para aquellos pobres habitantes del
lugar.
La escalera
del infortunado albergue crujió funestamente al peso de los pasos taciturnos
del hombre.
-¡Qué buscas
levantándote tan temprano, turco, estás loco muchacho! -rezongó desde el lecho
la dueña de la pensión.
-¿Es que hoy
no se come, Mariana? Alá me asista. ¡Siempre adelante Ibrahim!
Y con esta respuesta, entre lo
desolador y lo burlesco de su porte; metido dentro de sus suecos de madera y
dobladas sus espaldas bajo la pesada carga de las mercancías, se calzó el
sombrero de paño negro y salió para enfrentar la oscuridad. La lluvia y el
viento helado de la madrugada herían su carne a través de su vestimenta gastada
y deshilachada en partes. Su chaleco, aún conservaba la humedad del día
anterior.
-¡Señora… Peine, peinetas, ropa para
la casa..! -grita aquel mártir cuando pasa frente a la primera casa, desde
donde escapa una tímida columna de humo. Nadie responde. Aún duermen o recién
están saliendo de sus camas.
-Todavía duermen. ¡Adelante Ibrahim!
¡Adelante! -se da coraje el hombre, murmurando entre dientes aquel imperativo.
A medida que se acerca el día, la
tormenta crece en intensidad. “El Turco” no se acobarda. Aunque se congelen las
gotas de transpiración, aunque se hiele el vapor de su aliento, el pobre sube
la loma aplastado por el peso y el diabólico escarpado del camino.
-¡Adelante! ¡Adelante!
El andar se convierte en un peligro a
causa del barro y la resbalosa greda de la loma.
Comienza la mañana.
-Doña: Peines, peinetas, peinetón.
Telas de Francia. Casimires Ingleses… Jabones con olor…
-¿Llevas algún perfume, Turco?
-pregunta una mujer a través de una ventana entreabierta.
-Sí, aún agitado por las olas del
mar.
-¿De lavanda o jazmín?
-También ese. Especialidad de la
casa. Producto de París.
Después de
un cuarto de hora, la primera venta estaba hecha y el “Turco” retomó el camino
acomodando en su bolsa los dos pesos y una docena de huevos. La luz del día,
finalmente, había aparecido; una luz blanca y difusa como noche de luna. La
llovizna había casi cesado, pero el viento se desencadenó más endemoniado que
nunca. El frío se hizo más intenso todavía. Desde el entrecejo del
“mercachifle” bajaba el sudor que, corriendo por su rostro, venía a congelarse
en la extremidad de su barba. ¡Adelante! ¡Adelante! Si sigue lloviendo, el agua, mojará el fardo
que carga sobre la espalda y este caerá pesado sobre el barro del camino
arruinando su mercadería, pensaba con disgusto el mercachifle. -¡Alá me asista!
¡Siempre adelante Ibrahim! Era su grito de guerra favorito. Pero aquella
invocación se dispersó en la nada. Nadie le escuchaba a causa de las voces de
la tormenta que, después de una breve calma, había comenzado a crear un torbellino
amenazante alrededor del pobre hombre.
Se detuvo un
rato al costado del camino al reparo de un terraplén y de unas ramas desnudas
de algarrobo. Su agitada respiración se incrementó cuando buscó acomodar aquel
desalmado fardo de porquerías sobre unas ramas. Se sentó a un costado y las
imágenes de su Líbano querido llegaron hasta él como un bálsamo templado. El sol maravilloso contrastando con el verde
color de la pradera y la arena caliente del camino. El perfume de los cipreses
mezclado con el aroma del incienso y de la menta. ¿Cuándo volvería? ¿Podría
alguna vez? ¿Qué estaría haciendo ahora su familia? ¿Estarían sus hermanos
junto al fuego de la casa paterna, dispuestos a cenar? ¿Y las estrellas? ¿Y los
perros…?. Se mojaron sus ojos y su boca se llenó de saliva cuando recordó los
frutos de la higuera que había en el patio… Tenía hambre…
Anduvo todo
el día, haciendo sentir en cada casa su grito: ¡Peines, peinetas, jabón de
París… A medida que pasaban las horas, su grito, lastimoso decrecía poco a poco.
Se sentó junto a un tronco de sauce masticando el único trozo de pan que traía.
Lo empujó con un poco de agua limpia de un charco. -Señora… peine, peinetas…señora, vende-todo…
Se había
hecho la noche, la dueña de la pensión, donde se alojaba el “Turco” y un grupo
de clientes estaban sentados a la rústica mesa delante el fuego de la cocina
hablando descuidadamente de sus propias cosas. Necesidad de contar para
recordar. A veces, cada uno se hundía en sus propias ideas y estallaba un largo
silencio, entonces, la tapa de la olla de aluminio donde se cocía la sopa,
victoriosa, hacía escuchar su canto de vapor.
-¡Allí está!
-gritó la patrona.
-¡Es él, es él!
-¡Esta vez sí! ¡Son sus pasos!
-gritaron los hombres.
Silencio… el viento había volcado una
maceta que estaba en el corredor. Los perros, acurrucados debajo de la mesa, ni
siquiera movieron las orejas.
Cuando dieron las doce campanadas en
el reloj de la iglesia, uno a uno, se fueron levantando para irse a dormir.
La patrona mintió al decir que el
“turco” se había quedado en alguna chacra. Ella sabía que su intuición nunca le
había fallado, además, el “turco” siempre volvía a la pensión. Se quedó dormida
en la cocina y despertó sobresaltada a las dos de la mañana. Con la espalda
dolorida y con preocupación caminó hasta su cuarto.
En el fogón, las brasas
se habían apagado. El perro de la casa de enfrente aulló lastimosamente.
©NORBERTO PANNONE,
poeta y escritor argentino
Del libro “Cuentos
Invernales”
No hay comentarios:
Publicar un comentario