El sueco
(1925 - 2020)
Ernesto Cardenal
Yo soy sueco. Y hago notar en primer
lugar esta peculiaridad de que soy sueco porque a ello se debió todo el extraño
caso de mi vida, el acontecimiento verdaderamente increíble, que hoy me
propongo relatar. Yo soy sueco, pues, como iba diciendo, y me llamo Eric
Hjalmar Ossiannilsson. Sucedió que vine, aún joven, por el año 1897 a esta
pequeña república de Centroamérica (en la que aún me encuentro), con el objeto
de buscar una curiosa especie de la familia de las Iguanidae, que yo considero
descendiente muy directa del dinosaurio. Mi viaje fue, sin embargo, con tal
mala suerte, que apenas había acabado de cruzar la frontera cuando caí preso.
Por qué caí preso no se espere que lo explique; que he concentrado toda mi
mente durante años tratando de explicármelo sin ningún éxito y creo que no hay
nadie en el mundo que lo sepa. El país estaba entonces en revolución y mi
aspecto nórdico causaría suspicacias, además de que yo no podía hacerme
entender de nadie por desconocer el idioma; aunque es evidente que ninguna de estas
causas por sí solas son suficientes para caer preso. Pero, en fin, ya he dicho
que es completamente inútil tratar de explicárselo; sencillamente, caí preso.
De nada me sirvió el que en un idioma
imperfecto tratara de hacerles ver que yo era sueco. Mi convicción de que el
representante de mi país llegaría a rescatarme se desvaneció con el tiempo,
cuando descubrí que ese representante no solo no podía entenderse conmigo,
porque no sabía sueco y jamás había tenido la menor relación con mi país, sino
que también era un anciano de más de noventa años y enfermo y que además a
menudo caía preso. Allí en la cárcel conocí a un sinnúmero de personalidades
importantes de la república, que también acostumbraban a menudo a caer presos:
expresidentes, senadores, militares, señoras respetables y obispos, y aún una
vez incluso el mismo jefe de policía. La llegada de estas personas, que ocurría
generalmente en grandes grupos, ocasionaba toda clase de disturbios en la
cárcel; visitantes, mensajes, envío de viandas, sobornos al carcelero, motines
y, a veces, hasta fugas. A causa de esa constante afluencia de presos, la
situación de nosotros, los que teníamos ya un carácter más permanente en la
cárcel, era continuamente modificada. De una celda individual, relativamente confortable,
me pasaban a una sala en la que encerraban a cien o doscientas personas, o si
no, un agujero en el que difícilmente cabía un cuerpo. Lo que era peor, si
había demasiados huéspedes en la cárcel y todas las celdas estaban llenas, me
trasladaban a la cámara de tortura, que tal vez estaba desocupada por no tener
ningún castigado. Pero digo mal, sin embargo, cuando digo la cárcel, pues eran
muchas y frecuentemente se nos cambiaba de una a otra. Yo creo haberlas
recorrido casi todas.
Así fue que me rocé con todas las
personas más importantes del país, mientras poco a poco iba aprendiendo el
idioma. Por mucho tiempo continué asegurando que yo era sueco, ahora ya con
toda claridad y corrección, hasta que por fin dejé de hacerlo, convencido de
que, si para mí era absurdo el que me encarcelaran sin motivo, para ellos era
igualmente absurdo ponerme en libertad por el solo motivo de ser sueco.
Llevaba yo ya cinco años en estas
condiciones, habiendo abandonado ya desde hacía tiempo mis protestas de
ciudadanía y perdidas las esperanzas de que al terminar el período del
presidente mi situación se remediaría porque este se había reelegido, cuando
llegaron de pronto una mañana unos empleados del gobierno a preguntarme, para
mi sorpresa, que si yo era sueco. Al punto que dije que sí, me hicieron bañarme
y rasurarme y cortarme el pelo (cosas que nunca habían hecho) y vestirme de
etiqueta. Al comienzo creí que las relaciones con mi país habrían mejorado de
manera admirable, aunque por una extraña razón, todos esos preparativos, y
especialmente el traje de etiqueta, me hicieron sospechar también que me fueran
a matar. El temor en cierto modo se disipó, cuando descubrí que me llevaban
ante el presidente de la república. Este, que me estaba esperando, me saludó
con gran afabilidad, preguntándome repetidas veces que “qué había hecho”,
exactamente. Luego, con sumo interés, me hizo la pregunta de que si yo era
sueco, y como le respondiera firmemente que sí, agregó: “Entonces, ¿usted sabe
sueco?” Al oír mi respuesta igualmente afirmativa, me alargó una carta escrita
con suave letra de mujer en la lengua de mi país, pidiéndome hiciera el favor
de traducirla. (Tiempo después se me informó que a la llegada de esa carta el
gobierno había buscado inútilmente por todo el país a alguien que pudiera
leerla, hasta que recordó dichosamente haber oído a un preso gritar que era
sueco.) La carta era la de una muchacha que decía llamarse Selma Borjesson,
pidiendo como un favor unas cuantas de esas bellas monedas de oro que, según
había oído decir, circulaban aquí, y expresando al mismo tiempo su admiración
por el presidente de ese exótico país, a quien enviaba también como un recuerdo
su retrato: la más bella fotografía de mujer que yo he visto en mi vida.
Enseguida que oyó mi traducción el
presidente, a quien la carta, y más que todo el retrato de la muchacha, habían
producido un profundo deleite, me dictó su respuesta en términos abiertamente
galantes, accediendo al punto al envío de las monedas, no obstante explicar que
ello estaba expresamente prohibido por la ley. Traduje con toda fidelidad a la
lengua sueca su pensamiento, firmemente convencido de que esa inesperada
utilidad recién descubierta en mí, me valdría no solo la libertad, sino hasta
un pequeño nombramiento quizás, o al menos el apoyo oficial para encontrar la
ansiada Iguanidae. Pero, como una medida de prudencia por todo lo que pudiera
sobrevenir, tuve la precaución de agregar a la carta que me dictó el presidente
unas breves palabras, en las que resumía la situación en que yo estaba,
suplicándole a esa muchacha tan admirable que intercediera por mi libertad.
No tardé mucho en felicitarme por la
ocurrencia que había tenido, porque apenas el presidente había terminado de
darme las gracias, cuando, con gran sorpresa de mi parte, fui llevado
nuevamente a la cárcel, donde se me quitó el traje de etiqueta, volviendo otra
vez exactamente a la lamentable situación de antes. Los días desde entonces ya
fueron llenos de esperanza; sin embargo, y al poco tiempo, una nueva bañada y
rasurada y el regreso del traje de etiqueta me anunciaron que la deseada
contestación había llegado.
Como yo ya lo había previsto, esta
segunda carta ahora traía un largo párrafo sobre mí, pidiendo amablemente la
libertad del compatriota; pero desgraciadamente, como yo también ya lo había
previsto, no podía hacérselo saber al presidente, porque este creería que era
de mi invención, o bien descubriría que yo había intercalado palabras mías en
su carta, castigando hasta tal vez con la muerte mi atrevimiento. Así pues, me vi
obligado a saltarme el párrafo que pedía mi libertad, sustituyéndolo por unas
frases de insinuación amorosa muy halagadoras al presidente. Pero, en cambio,
en la contestación que este me dictó, intercalé una más completa exposición del
caso en que me encontraba, aprovechando al mismo tiempo la ocasión de
desvanecer la idea romántica que ella tenía del presidente, revelándole lo que
este era en realidad.
A partir de entonces, ya la muchacha
comenzó a escribir con frecuencia, demostrando un interés cada vez más
creciente en mi asunto, con el aumento por consiguiente de mis rasuradas y
baños y las puestas del traje de etiqueta (lo que no me dejaba de ser un poco
humillante), al mismo tiempo que de mis esperanzas de libertad.
Fui adquiriendo así cada vez más confianza
con ella a través de las contestaciones que me dictaba el presidente. Debo
confesar entonces que durante los tediosos e insufribles intervalos habidos
entre carta y carta, el pensamiento de mi libertad, junto con el de la bella y
posible libertadora, no me dejaban de día ni de noche, obsesionantes,
confundiéndose de tal modo el uno con el otro, que yo, al fin, ya no sabía si
era ella o mi libertad lo que más deseaba (ella era realmente mi libertad, como
yo tantas veces se yo dije mientras el presidente dictaba). O sea, para decirlo
en otras palabras: estaba enamorado y con la infinita satisfacción de ver que
era plenamente correspondido. Pero, para desgracia mía, el presidente también
lo estaba, y en alto grado, y lo que era peor, yo había sido el causante y
fomentador de ese amor, haciéndole creer que era para él esa correspondencia,
de la que dependía mi vida.
En mis largos angustiosos encierros,
yo me entretenía en preparar muy bien la próxima carta que leería al presidente
(lo cual me era indispensable, pues este no permitía que primero la leyese toda
para mis adentros y después procedería a su traducción, sino que exigía le
fuese traduciendo al mismo tiempo que leía, y además, fuese porque desconfiara
de mí o por el placer que ello le proporcionaba, me hacía leer tres y aún
cuatro veces seguidas una misma carta), como también la nueva contestación que
daría a mi amada, puliendo y acicalando cuidadosamente cada una de sus frases,
esforzándome por poner en ellas toda la poesía y belleza tradicional de la
lengua sueca y aún agregando a veces pequeñas composiciones en verso de mi
invención.
Con el objeto de prolongar aún más
esas cartas, hacía responder al presidente a un sinnúmero de preguntas sobre la
historia, costumbres y situación política del país, a lo cual él accedía
siempre con sumo gusto. Así me empezaba entonces él a dictar largas epístolas,
generalmente sobre su gobierno y los problemas de estado, llegando a adquirir
cada vez más confianza con el tiempo y a aumentar el número de sus confidencias,
pidiendo continuamente el consejo y el parecer de la amada. Sucedió entonces
que yo, desde una inmunda cárcel, tenía en mis manos los destinos del país, sin
que nadie, ni aún el mismo presidente, lo supiera, y mediante oportunas
sugerencias e indicaciones, permití el regreso de desterrados, conmuté
sentencias y liberté a muchos de mis compañeros de prisión sin que nadie
pudiera agradecérmelo.
Uno de los más grandes placeres de
los días de dictado era también el de poder mirar de nuevo el retrato de ella
que el presidente sacaba, según él, para inspirarse. Comencé a pedirle entonces
que mandara más retratos con frecuencia, pero, como es de suponer, todos iban a
parar a manos del presidente. Mi venganza consistía en cambio en los regalos de
este, numerosos y de mucho valor, que siempre eran enviados en mi nombre.
Pero una nueva ansiedad iba creciendo
al mismo tiempo que mi amor: era esa inmensa colección de cartas que se iba
depositando en el escritorio del presidente, y en las cuales estaba escrita con
todo detalle la historia de nuestro idilio; cartas en las que ya, por último,
ni siquiera lo mencionábamos a él sino muy de vez en cuando, casi siempre para
insultarle. En cada una de esas cartas de amor, por así decirlo, estaba firmada
mi sentencia de muerte.
El tema de mi libertad —además del
amor— era el que predominaba en nuestra correspondencia, como podría
comprenderse. Siempre estábamos haciendo toda clase de planes de fuga e
imaginando todas las estrategias posibles. En un principio yo me había negado a
traducir nuevas cartas, a menos que se me pusiera en libertad; pero entonces me
condenaron a pan y agua, y esto, junto con el tormento aún mayor de no leer más
cartas de ella, que ya desde entonces me eran indispensables, quebrantó mi
voluntad. Propuse, al menos como una condición para rendirme, que la rasurada y
el buen vestido y el aseo fueran proporcionados de una manera regular y no
únicamente los días de carta, lo cual no solo resultaba impráctico, sino
humillante; pero ni aún eso me fue concedido.
Después, mi amada propuso hacer un
viaje de visita al presidente y arreglar con él que se me pusiera en libertad
(plan que tenía la ventaja de contar con el apoyo decidido de este, quien desde
hacía tiempo venía insistiendo muy enérgicamente en ese viaje); pero yo me
opuse a él terminantemente, porque ello equivalía a perderla a ella para
siempre. Yo le propuse, a mi vez, que viniera otra mujer bellísima, haciéndose
pasar por ella ante el presidente y gestionara mi libertad; pero entonces fue
ella la que se opuso, alegando que, además de muy expuesto, era difícil
encontrar a alguien que se prestara. Otra propuesta de su parte, que estuvo
verdaderamente a punto de realizarse, fue la de solicitar una protesta enérgica
de parte de mi gobierno y aún una ruptura de relaciones; pero yo le hice ver a
tiempo que con semejantes medidas no solo se suspendería inmediatamente nuestra
correspondencia, sino que esa ruptura me significaría la pena de muerte en el
acto. Yo era más bien partidario de que se mejorasen hasta lo increíble las
relaciones —entonces tan lamentables— con mi país. Pero como ella me hizo
notar, con mucha razón: “¿Cómo convencer al gobierno sueco de que mejore sus
relaciones por el motivo de que tienen a un ciudadano preso injustamente?” Pero
la más descabellada ocurrencia fue la que tuvo un abogado amigo suyo, quien se
ofreció a conseguir mi extradición alegando que yo era un criminal, no
reparando en que el presidente, sin lugar a duda, me mandaría a matar en el
momento de saberlo.
Mientras tanto, una nueva
preocupación se había venido a agregar a las otras, y era la de ver cómo día a
día yo venía siendo más peligroso a los ojos del presidente por el tremendo
secreto y todas sus demás confidencias innumerables de que era depositario, con
la consiguiente amenaza para mi vida que ello significaba. Es cierto que su
amor (cada vez en aumento) constituía mi mayor seguridad, porque él no me
mataría mientras necesitara mis servicios; pero esta seguridad me angustiaba
por otro lado, porque a causa de esos servicios también era más difícil que me
dejara ir. Hasta la misma esperanza que tuve antes de que un compatriota mío
acertara a pasar, se había convertido ahora en un nuevo temor por la
posibilidad de que leyera alguna carta y se descubriera mi fraude.
Estábamos así, mi amada y yo,
ocupados en la preparación de un nuevo plan que demostrara ser más efectivo,
cuando de pronto, aquello que más angustiosamente me aterrorizaba y con todas
las fuerzas de mi alma había tratado de evitar, llegó a suceder: el presidente
dejó de estar enamorado. No fue, para mi desdicha, su desamoramiento gradual,
sino súbito, sin que me diera tiempo de prepararme. Sencillamente, las cartas
que llegaban ya fueron desde entonces tiradas al canasto y no se me llamó, sino
de tarde en tarde, para que leyera alguna que otra —más bien por curiosidad que
por otra cosa— haciéndoseme contestarlas en breves y apresuradas líneas para
tratar de poner fin al asunto. Toda la desesperación y mortal angustia de mi
alma fueron vertidas en esas líneas y en las pocas cartas de ella que aún tuve
la suerte de leer al presidente puse a mi vez las más tiernas, las más
entrañables y apasionada súplicas de amor que haya proferido mujer alguna; pero
con tan poco éxito que aún a veces se me suspendía la lectura a mitad de la
carta. Para colmo de desdicha las que ella me escribía eran más que todo de
reproche para mí por demorar las contestaciones, y poseída por los celos, se
atrevía a poner en duda que todavía estuviera preso, llegando aún a insinuar
que tal vez nunca en mi vida había estado preso. La última vez en la que ya ni
siquiera se me hizo llegar de etiqueta a la Casa Presidencial, sino que en la
propia cárcel me fue dictada por un guardia una ruptura ya completamente
definitiva, me hizo saber que ella, mi libertad y todo, había llegado a su fin.
Las postreras y desgarradoras palabras para Selma Borjesson fueron escritas.
Se me había dejado aún en mi celda
unas cuantas hojas de papel y una pluma, tal vez por si acaso se ofrecía alguna
carta más, supongo yo. Si el presidente no me ha mandado a matar, porque me
queda agradecido o porque puede necesitarme después si alguna otra enamorada le
escribe de Suecia, o sencillamente porque ya se olvidó de mí, yo no lo sé.
Ignoro también si mi amada, Selma Borjesson, me ha seguido escribiendo o si ya
ella tampoco se acuerda de mí (aún pienso en el absurdo terrible de que tal vez
ni siquiera ha existido sino que fue todo tramado por algún enemigo del
presidente, debido a una costumbre de pensar absurdos que aquí en la cárcel se
me ha desarrollado).
Han transcurrido ya más de cuatro
años desde entonces y ya otra vez perdí las esperanzas en la terminación del
período del presidente porque este nuevamente se ha reelegido. En vista de lo
cual, decidí ocupar la pluma y las pocas hojas de papel que ya no tiene objeto,
en relatar mi historia. Escribo en sueco para que el presidente no lo entienda
si esto llega a sus manos. En el caso remoto de que algún compatriota mío
acierte por casualidad a leer estas páginas, le ruego se acuerde de Eric
Hjalmar Ossiannilsson, si aún no me he muerto.
*
NOTA: Un amigo mío que estuvo preso encontró este
manuscrito en la cárcel, casi destruido por la humedad, debajo de un ladrillo.
Parece haber sido escrito hace ya muchos años. Y años más tarde un representante
sueco de la Compañía de Teléfonos Ericksson nos lo tradujo. No hemos podido
encontrar ningún dato referente a la persona que lo escribió. Yo he publicado
el texto como me ha sido dado, haciéndole obvias correcciones de redacción y de
gramática.
FIN
Festival
del libro centroamericano, 1960
Aporte de CARLOS PENELAS,
poeta y escritor argentino
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO
ARGENTINA
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