El aljibe
Existe un pueblo que es famoso
por la majestuosidad de sus jardines. Desbordantes de colores y variedad. Las
casitas, para no ser menos, también se suman al espectáculo visual. Cuando uno
visita el pueblo es imposible no irse con la cara cambiada. Sus habitantes son
amables. En los jardines uno podía disfrutar de los rosales ofreciendo al cielo
sus vivos colores. Las dalias blancas como copos de algodón o los jazmines
inundando con su perfume las callecitas. En las esquinas se podían ver las
margaritas multicolores en los canteros. El pueblo no es muy grande; sus calles
de tierra colorada. El centro: típico de los pueblos. Plaza central y todo
alrededor. Se puede recorrer como dando una vuelta en calesita. Es una pasión
de sus habitantes dedicarse a sus jardines. No dejaban que tocaran una sola
flor sin permiso. El pueblo vivía para los jardines.
Una mañana ocurrió algo grave.
Las rosas del jardín de la familia Sosa habían desaparecido. Las margaritas de
los canteros aparecieron pisoteadas. Las dalias de los Ocampo arrancadas de
cuajo. Cada día iban aparecían nuevos desbordes. Esto consternó al pueblo. Con
los jardines violentados y deslucidos, la gente dejó de ir de visita. El pueblo
alborotado se reunió en la plaza y decidieron mantener una guardia hasta
detener a los culpables de semejante blasfemia.
Una noche calurosa, los jazmines
de los Rocha empezaron a sacudirse. El ruido era tan estrepitoso que alertó a
la guardia. Fueron al instante. Atraparon a un hombre con muy mala pinta. El
olor que arrojaba su presencia hacía mantener la distancia. Vestido con
harapos, su cabello petrificado. Los pies negros y con lastimaduras. El
piltrafa no se resistió al momento de ser capturado. Todo lo contrario, comenzó
a reír maliciosamente asustando a los presentes. Le preguntaron si era el autor
de la destrucción masiva de los jardines. Sin dudas, se hizo cargo de la
autoría. Vociferaba que lo hacía por odio. La alegría y la felicidad que veía
en el pueblo le causaban asco. Le venían ganas de vomitar sobre las flores y
orinar en los canteros. Decía que el pueblo era un rostro falso de lo que era
el mundo. Cada vez que rondaba los alrededores del pueblo escucha risas y niños
jugando alegremente le generaba odio, mucho odio. Nada mejor que descargar el
odio que destruyendo. Gritaba sin parar: -¡destrucción! ¡Destrucción! Se
nombraba así mismo como representante de la verdadera felicidad. Nada le causa
más satisfacción que destruir lo que le daba sentido y alegría.
Los testigos de aquel mitin
escuchaban atentos, algunos se alarmaron ante tal confesión. Otros soportaron
su locuaz oratoria. En esas expresiones se podía percibir lo turbio de su
propósito. Sus rostros empezaron a verse sombríos, sentían que la piel se les
helaba. Uno de los presentes, al ver que el pueblo caía bajo el hechizo mágico
de ese relato, cortó por lo llano tal acto. Le preguntó su nombre y de donde
venia. El atrapado sólo dijo que era un forastero. Su nombre se deshizo en el
tiempo. Se alimentaba de odio y resentimiento. El fin de su vida era el
estrago.
Sin perder tiempo, los vecinos se
agruparon cerca del monumento de la plaza. Deliberaron rápidamente para no
perder más tiempo. Percibían que ese hombre era peligroso. Todos se miraron
seriamente. Uno de ellos dijo: -ya sabemos lo que tenemos que hacer. La
decisión estaba tomada. Arrastraron al forastero hasta el cementerio. Aunque al
principio se resistió no contaba con fuerza. Lo empujaron hasta un aljibe, lo
metieron dentro. Luego, lo rellenaron con tierra. Por último, lo completaron
con plantas y flores. No se habló más del asunto. Todo había quedado sellado en
las penumbras de esa noche.
A los pocos días inauguraron en
ese sitio de ánimas olvidadas un caminito de glorietas. Iba desde la entrada
finalizando en el aljibe. Le daba un marco distinto al cementerio. Ahora allí
también podía percibirse un estado de calma y alegría. El intendente contento
por dicho evento comentaba a los vecinos que se sentía orgulloso con el
proyecto. Entonces preguntó de quien había sido la idea de convertir al aljibe
en un cantero. Un vecino rápido de reflejos, cerró la cuestión: “Lo importante,
querido amigo, más importante que esa curiosidad, es que no vaya a ser que
algún día se nos escape un muerto resentido y estropee todo.
El resto de los acompañantes se
miraban cómplices de la humorada.
12 de mayo de 2021
©DIEGO LOPRESE, poeta
y escritor argentino
Miembro propuesto por el escritor Carlos Penelas
No hay comentarios:
Publicar un comentario