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sábado, 29 de mayo de 2021

El aljibe, Diego Loprese, Buenos Aires, Argentina

 



El aljibe

 

Existe un pueblo que es famoso por la majestuosidad de sus jardines. Desbordantes de colores y variedad. Las casitas, para no ser menos, también se suman al espectáculo visual. Cuando uno visita el pueblo es imposible no irse con la cara cambiada. Sus habitantes son amables. En los jardines uno podía disfrutar de los rosales ofreciendo al cielo sus vivos colores. Las dalias blancas como copos de algodón o los jazmines inundando con su perfume las callecitas. En las esquinas se podían ver las margaritas multicolores en los canteros. El pueblo no es muy grande; sus calles de tierra colorada. El centro: típico de los pueblos. Plaza central y todo alrededor. Se puede recorrer como dando una vuelta en calesita. Es una pasión de sus habitantes dedicarse a sus jardines. No dejaban que tocaran una sola flor sin permiso. El pueblo vivía para los jardines.

Una mañana ocurrió algo grave. Las rosas del jardín de la familia Sosa habían desaparecido. Las margaritas de los canteros aparecieron pisoteadas. Las dalias de los Ocampo arrancadas de cuajo. Cada día iban aparecían nuevos desbordes. Esto consternó al pueblo. Con los jardines violentados y deslucidos, la gente dejó de ir de visita. El pueblo alborotado se reunió en la plaza y decidieron mantener una guardia hasta detener a los culpables de semejante blasfemia.

Una noche calurosa, los jazmines de los Rocha empezaron a sacudirse. El ruido era tan estrepitoso que alertó a la guardia. Fueron al instante. Atraparon a un hombre con muy mala pinta. El olor que arrojaba su presencia hacía mantener la distancia. Vestido con harapos, su cabello petrificado. Los pies negros y con lastimaduras. El piltrafa no se resistió al momento de ser capturado. Todo lo contrario, comenzó a reír maliciosamente asustando a los presentes. Le preguntaron si era el autor de la destrucción masiva de los jardines. Sin dudas, se hizo cargo de la autoría. Vociferaba que lo hacía por odio. La alegría y la felicidad que veía en el pueblo le causaban asco. Le venían ganas de vomitar sobre las flores y orinar en los canteros. Decía que el pueblo era un rostro falso de lo que era el mundo. Cada vez que rondaba los alrededores del pueblo escucha risas y niños jugando alegremente le generaba odio, mucho odio. Nada mejor que descargar el odio que destruyendo. Gritaba sin parar: -¡destrucción! ¡Destrucción! Se nombraba así mismo como representante de la verdadera felicidad. Nada le causa más satisfacción que destruir lo que le daba sentido y alegría.

Los testigos de aquel mitin escuchaban atentos, algunos se alarmaron ante tal confesión. Otros soportaron su locuaz oratoria. En esas expresiones se podía percibir lo turbio de su propósito. Sus rostros empezaron a verse sombríos, sentían que la piel se les helaba. Uno de los presentes, al ver que el pueblo caía bajo el hechizo mágico de ese relato, cortó por lo llano tal acto. Le preguntó su nombre y de donde venia. El atrapado sólo dijo que era un forastero. Su nombre se deshizo en el tiempo. Se alimentaba de odio y resentimiento. El fin de su vida era el estrago.

Sin perder tiempo, los vecinos se agruparon cerca del monumento de la plaza. Deliberaron rápidamente para no perder más tiempo. Percibían que ese hombre era peligroso. Todos se miraron seriamente. Uno de ellos dijo: -ya sabemos lo que tenemos que hacer. La decisión estaba tomada. Arrastraron al forastero hasta el cementerio. Aunque al principio se resistió no contaba con fuerza. Lo empujaron hasta un aljibe, lo metieron dentro. Luego, lo rellenaron con tierra. Por último, lo completaron con plantas y flores. No se habló más del asunto. Todo había quedado sellado en las penumbras de esa noche.

A los pocos días inauguraron en ese sitio de ánimas olvidadas un caminito de glorietas. Iba desde la entrada finalizando en el aljibe. Le daba un marco distinto al cementerio. Ahora allí también podía percibirse un estado de calma y alegría. El intendente contento por dicho evento comentaba a los vecinos que se sentía orgulloso con el proyecto. Entonces preguntó de quien había sido la idea de convertir al aljibe en un cantero. Un vecino rápido de reflejos, cerró la cuestión: “Lo importante, querido amigo, más importante que esa curiosidad, es que no vaya a ser que algún día se nos escape un muerto resentido y estropee todo.

El resto de los acompañantes se miraban cómplices de la humorada.

12 de mayo de 2021

 

©DIEGO LOPRESE, poeta y escritor argentino

Miembro propuesto por el escritor Carlos Penelas


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