MADEROS
Dijo mi padre:
—
Esta mesa no se mantendrá en pie mucho tiempo más. Sus patas no han de resistir
otra reunión de familia. Mañana intentaremos que la reparen.
En
nuestra casa ese mueble era sinónimo de unión. Concentraba a mis padres, mis
hermanos y mis sobrinos aquellos días en que compartíamos un tiempo de placer,
de recuerdos y de intercambio de las novedades habidas entre una convocatoria y
otra. La mesa era un emblema, más que otros enseres de la casa. Se recordaba que
había sido de nuestros antepasados, pero no teníamos un registro siquiera
aproximado de la fecha de su construcción. Las dos tablas de apoyo evidenciaban
cortes, manchas originadas vaya uno a saber cómo y con qué, algunos bordes
lesionados… Pero la parte inferior de ellas, la parte que no se advertía,
permanecía intacta, no obstante el tiempo que mediaba desde su puesta en
uso. El problema lo constituían las
patas: siendo de una madera diferente a la de las tablas, las polillas habían
hecho en ella su refugio hasta que fueron combatidas, y el tiempo las había
debilitado merced a diferentes desplazamientos dentro de la vivienda. Se
imponía renovarlas.
Al
día siguiente mi padre me llamó y dijo:
—
Intentaremos quitar hoy las patas de la mesa. Si lo logramos, las llevaremos a
la carpintería para consultar si es posible reemplazarlas.
Ayudados
por los elementos que teníamos a nuestra disposición, quitamos las patas y
dejamos apoyadas las tablas sobre una de las paredes. Comprobamos
fehacientemente que la parte de abajo de ellas estaban casi intactas. Comenté que,
ya con apoyos adecuados, podríamos dar vuelta las tablas y tendríamos así una
mesa de iguales dimensiones, más agradable a la vista y que permanecería con
nosotros muchísimo tiempo más.
La
mañana era magnífica. Había llovido días atrás, la tierra de las calles se
había asentado y el cielo se ofrecía a la vista sin una nube que moteara su
azul profundo.
Con
una pata de la mesa bajo cada brazo, caminamos por las calles del pueblo hasta
donde sabíamos se hallaba el taller y la vivienda del carpintero.
Encontramos
al hombre en la puerta dando forma redondeada a una tabla, ayudado por una
gubia. Era una persona que aparentaba tener alrededor de cincuenta años.
Reflejaba firmeza, inteligencia y alegría. Dada la hora del día, desde el
interior salían unos aromas que despertaban mi joven apetito, pese a que no
hacía mucho había desayunado el acostumbrado pan de cebada y un trozo de
riquísimo pescado. Pero además de los
aromas que denotaban una cocina en acción, veíamos a través de la puerta a una
mujer que, rítmicamente, molía los granos de
trigo regalándonos una suave melodía de
piedras girando, en tanto se abría el cereal que pasaría a formar parte de la
comida más importante.
Dejamos en el suelo lo que habíamos trasladado y nos
acercamos a saludar al carpintero. Éste detuvo su tarea, secó la transpiración
de su frente, y luego de los buenos deseos de estilo, mi padre le comentó la
necesidad que teníamos de confeccionar un nuevo juego de patas para nuestra
mesa. Le dijo que, como se podía observar, las polillas habían llevado a cabo
su labor dejándolas muy débiles, y que, por tanto, le habíamos quitado lo que aquellas
sustentaban, para que nuevos apoyos, conservando el estilo y de conformidad con
su destino, pudieran reemplazarlas.
El carpintero tomó una de las piezas, la giró en sus manos y
sonriendo manifestó que bastante bien habían llevado a cabo su misión pese al
ataque que sufrieran. Coincidió en que era necesario su recambio y que él
podría ocuparse de la confección. Fijó un precio por su mano de obra y el
material a emplear y mi padre, encontrándolo adecuado, estuvo de acuerdo. Entonces el hombre llamó a su hijo
indicándole que le acercara del depósito una determinada pieza de madera. Al rato llegó el muchacho con un grueso
madero en sus hombros. El joven tendría
unos quince años, rostro agradable y
ojos muy expresivos. Dejó el material en el suelo, al lado de su padre, y me
sonrió.
El carpintero nos exhibió la madera y dijo que podía hacer
con ella la labor solicitada. Era un material bien seco, compacto y con un hermoso
veteado que fue del agrado de mi padre, quien aceptó inmediatamente el trato,
conviniendo entre ambos el regreso en una semana para retirar las piezas.
Luego saludamos y emprendimos el camino a casa. Unos metros
más adelante, y sin habernos puesto de acuerdo para ello, nos dimos vuelta a un
tiempo y vimos que el carpintero había colocado su mano sobre el hombro del
muchacho y que éste nos miraba esbozando una nueva sonrisa que nos conmovió.
Sin decir palabra continuamos caminando. Nos invadía la paz.
A la semana regresamos a la carpintería. En esta ocasión
vimos al joven en la puerta, colocando, con mucho entusiasmo, unos goznes
nuevos a un portón que evidenciaba dificultades para su correcta apertura. La
mujer que advertimos desde afuera en la ocasión anterior, salió a la calle,
depositó algo en el suelo, e inmediatamente unas palomas descendieron desde los
tejados linderos para picotear lo volcado. Al vernos, el muchacho le dijo algo
a la mujer, que presumimos su madre, y a poco de volver ella a la
vivienda–taller, salió el carpintero con lo que entendimos sería parte de la
labor encomendada. Nos saludó y le presentó a mi padre su trabajo. Observando
el rostro de satisfacción del cliente, el hombre dio algunas instrucciones a su
hijo, quien ingresó a la carpintería para regresar con los maderos restantes al
hombro. Siempre sonriendo, los dejó al lado de los que habían sido traídos
anteriormente.
El carpintero comentó que él había iniciado la labor cortando
el maderamen en cuatro partes, y que el resto de la tarea se la había dejado a
su hijo, el joven que teníamos frente a nosotros. Mi padre revisó las piezas, comentó su
hechura, y felicitó al hombre por la excelente labor de su hijo. Todos sonreímos
felices. Mi padre pagó la suma convenida.
El artesano preguntó si no se consideraba necesaria su
colaboración para unir las tablas a las patas de la mesa. Mi padre agradeció y
dijo que, resultando la mesa una labor de su antepasado, él quería añadir
también algo de lo suyo en el mueble. Dijo además que me invitaría a prestar
colaboración para que fuera una pieza de familia. Prosiguieron las sonrisas.
Tomamos los maderos y emprendimos el camino a casa. Estábamos ansiosos por
volver a poner en orden aquello que nos propusimos reparar. Poco tardamos en
reunir las piezas. Cuando terminamos la labor, nos apartamos de ella y la
contemplamos con orgullo. Era la obra remozada de nuestro antepasado, con la
que habíamos compartido tantas jornadas, reuniéndonos en torno a los humildes
manjares, sustento de cada día y fruto del amor en manos de mi madre. Yo
manifesté disgusto por la acción de las polillas que habían destruido las patas
originales, pero mi padre dijo que ellas obraban según su naturaleza y conforme
a un plan. Yo no entendí sus palabras pero, como un desafío, me propuse tomar
un tiempo para desentrañar el sentido.
. . .
Pasaron los años. Yo mudé de pueblo, formé mi familia y
heredé de mis padres la vieja mesa, sobre la cual se apoyaba la comida
preparada ahora por mi esposa. Mis hijos daban buena cuenta de ella luego de
las oraciones que precedían a la ingesta. Muchas veces conté a los jóvenes la
historia de la mesa, de modo que sabían que era obra de nuestros antecesores y
que había sido reparada por mi padre y con mi ayuda. Que las tablas eran las mismas
de siempre, sólo que las patas eran relativamente nuevas, confeccionadas por un
carpintero y su hijo, aquel de la sonrisa dulce y mirada penetrante. Les hablé
también de la esposa del carpintero, del aroma de su comida y del dulce sonido
del girar de la muela en la que trabajaba el trigo para lograr la harina del
pan de cada día. Todos oían en silencio y
tiempo después me pedían les volviera a relatar o a volcar algún detalle de la
historia de la mesa, de esa que había
convocado a tantos miembros de nuestra familia en el transcurso de los tiempos.
Cierto día oí ruidos en la calle y salí al exterior. A pocos
metros una multitud avanzaba en parte angustiada, en parte curiosa. En medio de
ella, un hombre con señales evidentes de haber sido flagelado, cargaba sobre
sus hombros un pesado trozo de madera. Intuyendo algo, me abrí paso hasta
colocarme al lado del condenado. Lo reconocí: era el hijo del carpintero.
No dije palabra alguna, sólo lloré desconsoladamente. El
hombre me miró e insinuó una sonrisa. Creí ver que sus manos acariciaban el
madero. Pareció decirme algo sin pronunciar palabra. Eso calmó mi llanto. No pude seguir caminando tras el dolor hecho
hombre. Regresé a mi casa y me senté en
un banco junto a la mesa. Mi mente evocaba el instante vivido y, sin siquiera
pensarlo, instintivamente, uní mis manos y las apoyé en el mueble. Mis ojos
recorrieron esa labor de mis mayores y luego se dirigieron a los remozados pilares,
obra del joven carpintero. Ellos eran el recuerdo material de su existencia en
el seno de mi hogar. Vislumbré que esas
bases se proyectaban más allá de la anécdota que con frecuencia vertía a los
míos.
Con el tiempo indagué las razones del castigo al joven y fui
informado convenientemente. Tuve entonces la necesidad de volcar ese
conocimiento a mis descendientes, por lo que la historia de las nuevas patas
que sostenían la ahora remozada mesa de mis ancestros, fue ampliada con el
relato de un trozo de la vida del joven de la sonrisa tierna y la mirada
profunda.-
©EDUARDO JOSÉ
BORAWSKI CHANES, poeta y escritor argentino
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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