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domingo, 8 de marzo de 2020

MADEROS, Eduardo José Borawski Chanes; Mar del Plata, Argentina

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MADEROS                                             
          Dijo mi padre:
— Esta mesa no se mantendrá en pie mucho tiempo más. Sus patas no han de resistir otra reunión de familia. Mañana intentaremos que la reparen.
En nuestra casa ese mueble era sinónimo de unión. Concentraba a mis padres, mis hermanos y mis sobrinos aquellos días en que compartíamos un tiempo de placer, de recuerdos y de intercambio de las novedades habidas entre una convocatoria y otra. La mesa era un emblema, más que otros enseres de la casa. Se recordaba que había sido de nuestros antepasados, pero no teníamos un registro siquiera aproximado de la fecha de su construcción. Las dos tablas de apoyo evidenciaban cortes, manchas originadas vaya uno a saber cómo y con qué, algunos bordes lesionados… Pero la parte inferior de ellas, la parte que no se advertía, permanecía intacta, no obstante el tiempo que mediaba desde su puesta en uso.  El problema lo constituían las patas: siendo de una madera diferente a la de las tablas, las polillas habían hecho en ella su refugio hasta que fueron combatidas, y el tiempo las había debilitado merced a diferentes desplazamientos dentro de la vivienda. Se imponía renovarlas.
Al día siguiente mi padre me llamó y dijo:
— Intentaremos quitar hoy las patas de la mesa. Si lo logramos, las llevaremos a la carpintería para consultar si es posible reemplazarlas.
Ayudados por los elementos que teníamos a nuestra disposición, quitamos las patas y dejamos apoyadas las tablas sobre una de las paredes. Comprobamos fehacientemente que la parte de abajo de ellas estaban casi intactas. Comenté que, ya con apoyos adecuados, podríamos dar vuelta las tablas y tendríamos así una mesa de iguales dimensiones, más agradable a la vista y que permanecería con nosotros muchísimo tiempo más.
La mañana era magnífica. Había llovido días atrás, la tierra de las calles se había asentado y el cielo se ofrecía a la vista sin una nube que moteara su azul profundo. 
Con una pata de la mesa bajo cada brazo, caminamos por las calles del pueblo hasta donde sabíamos se hallaba el taller y la vivienda del carpintero.
Encontramos al hombre en la puerta dando forma redondeada a una tabla, ayudado por una gubia. Era una persona que aparentaba tener alrededor de cincuenta años. Reflejaba firmeza, inteligencia y alegría. Dada la hora del día, desde el interior salían unos aromas que despertaban mi joven apetito, pese a que no hacía mucho había desayunado el acostumbrado pan de cebada y un trozo de riquísimo pescado.  Pero además de los aromas que denotaban una cocina en acción, veíamos a través de la puerta a una mujer que, rítmicamente, molía los granos de trigo  regalándonos una suave melodía de piedras girando, en tanto se abría el cereal que pasaría a formar parte de la comida más importante.
Dejamos en el suelo lo que habíamos trasladado y nos acercamos a saludar al carpintero. Éste detuvo su tarea, secó la transpiración de su frente, y luego de los buenos deseos de estilo, mi padre le comentó la necesidad que teníamos de confeccionar un nuevo juego de patas para nuestra mesa. Le dijo que, como se podía observar, las polillas habían llevado a cabo su labor dejándolas muy débiles, y que, por tanto, le habíamos quitado lo que aquellas sustentaban, para que nuevos apoyos, conservando el estilo y de conformidad con su destino, pudieran reemplazarlas.
El carpintero tomó una de las piezas, la giró en sus manos y sonriendo manifestó que bastante bien habían llevado a cabo su misión pese al ataque que sufrieran. Coincidió en que era necesario su recambio y que él podría ocuparse de la confección. Fijó un precio por su mano de obra y el material a emplear y mi padre, encontrándolo adecuado, estuvo de acuerdo.  Entonces el hombre llamó a su hijo indicándole que le acercara del depósito una determinada   pieza de madera.   Al rato llegó el muchacho con un grueso madero en sus hombros.  El joven tendría unos quince años,   rostro agradable y ojos muy expresivos. Dejó el material en el suelo, al lado de su padre, y me sonrió.
El carpintero nos exhibió la madera y dijo que podía hacer con ella la labor solicitada. Era un material bien seco, compacto y con un hermoso veteado que fue del agrado de mi padre, quien aceptó inmediatamente el trato, conviniendo entre ambos el regreso en una semana para retirar las piezas.
Luego saludamos y emprendimos el camino a casa. Unos metros más adelante, y sin habernos puesto de acuerdo para ello, nos dimos vuelta a un tiempo y vimos que el carpintero había colocado su mano sobre el hombro del muchacho y que éste nos miraba esbozando una nueva sonrisa que nos conmovió. Sin decir palabra continuamos caminando. Nos invadía la paz.
A la semana regresamos a la carpintería. En esta ocasión vimos al joven en la puerta, colocando, con mucho entusiasmo, unos goznes nuevos a un portón que evidenciaba dificultades para su correcta apertura. La mujer que advertimos desde afuera en la ocasión anterior, salió a la calle, depositó algo en el suelo, e inmediatamente unas palomas descendieron desde los tejados linderos para picotear lo volcado. Al vernos, el muchacho le dijo algo a la mujer, que presumimos su madre, y a poco de volver ella a la vivienda–taller, salió el carpintero con lo que entendimos sería parte de la labor encomendada. Nos saludó y le presentó a mi padre su trabajo. Observando el rostro de satisfacción del cliente, el hombre dio algunas instrucciones a su hijo, quien ingresó a la carpintería para regresar con los maderos restantes al hombro. Siempre sonriendo, los dejó al lado de los que habían sido traídos anteriormente.
El carpintero comentó que él había iniciado la labor cortando el maderamen en cuatro partes, y que el resto de la tarea se la había dejado a su hijo, el joven que teníamos frente a nosotros.   Mi padre revisó las piezas, comentó su hechura, y felicitó al hombre por la excelente labor de su hijo. Todos sonreímos felices. Mi padre pagó la suma convenida.
El artesano preguntó si no se consideraba necesaria su colaboración para unir las tablas a las patas de la mesa. Mi padre agradeció y dijo que, resultando la mesa una labor de su antepasado, él quería añadir también algo de lo suyo en el mueble. Dijo además que me invitaría a prestar colaboración para que fuera una pieza de familia. Prosiguieron las sonrisas. Tomamos los maderos y emprendimos el camino a casa. Estábamos ansiosos por volver a poner en orden aquello que nos propusimos reparar. Poco tardamos en reunir las piezas. Cuando terminamos la labor, nos apartamos de ella y la contemplamos con orgullo. Era la obra remozada de nuestro antepasado, con la que habíamos compartido tantas jornadas, reuniéndonos en torno a los humildes manjares, sustento de cada día y fruto del amor en manos de mi madre. Yo manifesté disgusto por la acción de las polillas que habían destruido las patas originales, pero mi padre dijo que ellas obraban según su naturaleza y conforme a un plan. Yo no entendí sus palabras pero, como un desafío, me propuse tomar un tiempo para desentrañar el sentido.
.  .  .
Pasaron los años. Yo mudé de pueblo, formé mi familia y heredé de mis padres la vieja mesa, sobre la cual se apoyaba la comida preparada ahora por mi esposa. Mis hijos daban buena cuenta de ella luego de las oraciones que precedían a la ingesta. Muchas veces conté a los jóvenes la historia de la mesa, de modo que sabían que era obra de nuestros antecesores y que había sido reparada por mi padre y con mi ayuda. Que las tablas eran las mismas de siempre, sólo que las patas eran relativamente nuevas, confeccionadas por un carpintero y su hijo, aquel de la sonrisa dulce y mirada penetrante. Les hablé también de la esposa del carpintero, del aroma de su comida y del dulce sonido del girar de la muela en la que trabajaba el trigo para lograr la harina del pan de cada día.  Todos oían en silencio y tiempo después me pedían les volviera a relatar o a volcar algún detalle de la historia de la mesa,    de esa que había convocado a tantos miembros de nuestra familia en el transcurso de los tiempos.
Cierto día oí ruidos en la calle y salí al exterior. A pocos metros una multitud avanzaba en parte angustiada, en parte curiosa. En medio de ella, un hombre con señales evidentes de haber sido flagelado, cargaba sobre sus hombros un pesado trozo de madera. Intuyendo algo, me abrí paso hasta colocarme al lado del condenado. Lo reconocí: era el hijo del carpintero.
No dije palabra alguna, sólo lloré desconsoladamente. El hombre me miró e insinuó una sonrisa. Creí ver que sus manos acariciaban el madero. Pareció decirme algo sin pronunciar palabra.  Eso calmó mi llanto.  No pude seguir caminando tras el dolor hecho hombre.  Regresé a mi casa y me senté en un banco junto a la mesa. Mi mente evocaba el instante vivido y, sin siquiera pensarlo, instintivamente, uní mis manos y las apoyé en el mueble. Mis ojos recorrieron esa labor de mis mayores y luego se dirigieron a los remozados pilares, obra del joven carpintero. Ellos eran el recuerdo material de su existencia en el seno de mi hogar.  Vislumbré que esas bases se proyectaban más allá de la anécdota que con frecuencia vertía a los míos. 
Con el tiempo indagué las razones del castigo al joven y fui informado convenientemente. Tuve entonces la necesidad de volcar ese conocimiento a mis descendientes, por lo que la historia de las nuevas patas que sostenían la ahora remozada mesa de mis ancestros, fue ampliada con el relato de un trozo de la vida del joven de la sonrisa tierna y la mirada profunda.-

©EDUARDO JOSÉ BORAWSKI CHANES, poeta y escritor argentino
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA





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