Bienvenidos

domingo, 22 de marzo de 2020

EL CUENTO QUE LA ABUELA NO CONTÓ, Eduardo José Borawski Chanes, Mar del Plata, Argentina


Resultado de imagen para cubo del raton mickey



EL CUENTO QUE LA ABUELA NO CONTÓ    
                  Mi abuela se llamaba Felicia. Quienes la conocían le decían “Doña Felicia”. Ella hacía honor a su nombre: era una mujer feliz.
Viuda, vivía en la misma casa de inquilinato que nosotros habitábamos. Era una típica vivienda de aquel entonces, con puerta de entrada y cancel, que contaba con una pieza y una sala con balcón-ventana a la calle, dependencias éstas muy bonitas, pero de alquiler más alto, al que no podíamos acceder. Seguía un patio, y a él daban varias habitaciones. Cada dos o tres piezas había una cocina. Una de esas piezas la ocupábamos mis padres y yo. La otra mi abuela, con la que compartíamos la cocina lindera a nuestro dormitorio.

Amaba a mi abuela, y sentía que ese sentimiento era recíproco. Yo gozaba de su sola presencia, que era la representación humana del cariño, de la atención, de la protección, de la alegría, con la dosis exacta de liberadora despreocupación. Desde mis primeros años de vida, ella acariciaba mis ensortijados cabellos rubios, en tanto nutría mi imaginación con sus propios recuerdos de infancia y mocedad.
Desfilaban por sus relatos remembranzas de la isla del Uruguay a la que llamaba “La Isla de las Ratas”, y donde había llegado al mundo. Su padre, mi bisabuelo, era el responsable administrativo de ese lugar utilizado a modo de aduana. Frente a sus costas los navíos cumplían la cuarentena, cuando ésta les era ordenada, previo al amarre en puertos orientales. Eran otros tiempos, me decía, otro clima, distintos entornos y circunstancias muy diferentes. Nació alrededor de 1880 en ese pedazo de tierra insular. El lugar, la familia y la sociedad de la época modelaron firmemente el espíritu de la niña y le proveyeron un inagotable anecdotario que, al transmitírmelo, me maravillaba. 
Cuando por las tardes jugábamos en la mesa de la cocina, yo esperaba  su  voz  y  los  mil  veces  repetidos  sucesos  que  recordaba.  Y allí, acodado, oía embelesado sus palabras. Me hablaba de la pesca de las corvinas, del tamaño de los ejemplares, y de la necesidad de los hombres de atarse a una roca para evitar ser arrastrados al clavarse los anzuelos en la boca de los peces.   Otro episodio  que  me  regaló era  el  del   hallazgo del  cadáver  del marino  inglés,  encontrado   en   la  playa   con  gran  cantidad  de  libras  esterlinas  en  sus bolsillos. Fue la primera vez que oí hablar de la moneda inglesa. Me contaba de los juegos con sus hermanas, y de las piedras y caracoles de la orilla. En esos momentos el agua golpeaba mis oídos, se incorporaba a mi alma, y yo estaba allí, con ella, corriendo descalzo a su lado. Sus relatos iban acompañados de gestos, de tiempos dilatados en algunos pasajes, y de acentos graves o agudos conforme el tema lo demandara.
Luego vendrían las maravillas de los balnearios (así los nombraba) de la orilla de enfrente del Río de la Plata.  Me invadía con los soles de Pocitos, de Carrasco, de Piriápolis. Pintaba las calles y avenidas de Montevideo y entonces surgía inevitable su carnaval: decía que duraba todo un mes y me hacía envidiar ese lugar donde la alegría organizada se prolongaba mucho más que en mi país. Contaba que había estrados levantados para exhibición de los disfrazados (de las “mascaritas”, como ella los nombraba) y que, ante la aparición de cada nuevo personaje, se disparaba una bomba de estruendo. De inmediato traía a mi mente el color de las comparsas, y los repiques de los tambores de los morenos.  Digo esto e instantáneamente surge el compás, y / baten cual parches / en mi cabeza/ los negros sones del Uruguay. Mi pensamiento es aún ritmo, el mismo que salía de la boca de la abuelita. Su cuerpo no necesitaba más que una insinuación de movimiento para darme a conocer el alma del Momo oriental.
Más tarde se alzaban las estrofas candomberas. Entonaba: “¿Neglito, quelés café? / No, polque me hache mal. / ¿Entonches lo qué quelés?/ ¡Caleta pa’l carnaval!” Era un canto que carecía de atisbo alguno de mofa, porque sólo aspiraba a constituirse en la representación exacta de lo que había vivido y del clima que, en su juventud, contribuyó a crear a su alrededor. Más tarde me daba la cuota exacta del terror que estremece y nutre a los niños con esa dosis de masoquismo que parecen demandar periódicamente. Brotaban así, naturalmente atemperadas, las andanzas y detención de un múltiple homicida de la época, un tal Santos Godino, más conocido como “El Petiso Orejudo”. 
Yo tenía varios juguetes, no obstante lo que más me deleitaba eran las historias que venían de labios de mi abuela.  Entre mis   posesiones había un librito con curiosas dimensiones: se trataba de una suerte de cubo de unos ocho centímetros de lado por cinco de alto, que contenía una aventura del Ratón Mickey y una particularidad muy usada en la época: en el borde superior de cada hoja se veía un pequeño cuadrado de un centímetro y medio de extremo a extremo. En esos espacios había dibujos del personaje del libro que, al deslizarse rápidamente, daban la sensación de movimiento como un verdadero dibujo animado de aquel entonces. Pero el tema central eran las aventuras y desventuras del Ratón -que en esa ocasión era un buscador de oro- y de su enemigo Pete Pata de Palo, un gordo malo que siempre agredía a mi héroe.  Muchas veces mi madre me lo había leído, pero ese atardecer, casi poniéndose el sol y en la cocina, deseaba que mi abuela repitiera -pero en esta ocasión con su voz- lo que yo, con mis cuatro años, conocía casi de memoria.
 Le alcancé el libro y le dije: “Abuela, ¿me lo contás?“  Lo tomó, lo dejó en la mesa y me ofreció una taza de leche. La rechacé e insistí con mi pedido. Varió sus ofrecimientos y persistí en mi capricho. Al rato alce el libro y se lo entregué por segunda vez reclamándole su lectura. Ella se dio vuelta y llevó algunos trastos hasta la pileta de la cocina. Implacable, mi insistencia infantil no cejaba.  Me preguntó si quería jugar a las escondidas, pero a mí no me conformaba. Entonces me miró unos segundos, tomó el libro, lo acarició y en su boca florecieron palabras que aún me siguen:
- No te puedo contar historias: yo no sé leer.
La miré, vi mucho brillo en unos ojos tristes, y me reproché la ignorancia de niño que desconocía que no todos los mayores saben leer. Me dije que no era posible que aquella que con sus relatos le daba alas a mis sueños, se reconociera incapaz de regalarme historias sólo porque algunas estaban presas en un libro para ambos inaccesible.
Despacito me acerqué a la abuela, alcé los brazos y me levantó. Nuestras lágrimas se confundieron, y su mejilla supo del beso más amoroso que un nieto podía dar.-

(©) EDUARDO JOSÉ BORAWSKI CHANES, poeta y escritor argentino
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA







No hay comentarios:

Publicar un comentario