EL CUENTO QUE LA ABUELA NO CONTÓ
Mi abuela se llamaba Felicia. Quienes la conocían le decían “Doña
Felicia”. Ella hacía honor a su nombre: era una mujer feliz.
Viuda, vivía en la misma casa de inquilinato que
nosotros habitábamos. Era una típica vivienda de aquel entonces, con puerta de
entrada y cancel, que contaba con una pieza y una sala con balcón-ventana a la
calle, dependencias éstas muy bonitas, pero de alquiler más alto, al que no
podíamos acceder. Seguía un patio, y a él daban varias habitaciones. Cada dos o
tres piezas había una cocina. Una de esas piezas la ocupábamos mis padres y yo.
La otra mi abuela, con la que compartíamos la cocina lindera a nuestro dormitorio.
Amaba
a mi abuela, y sentía que ese sentimiento era recíproco. Yo gozaba de su sola
presencia, que era la representación humana del cariño, de la atención, de la
protección, de la alegría, con la dosis exacta de liberadora despreocupación.
Desde mis primeros años de vida, ella acariciaba mis ensortijados cabellos
rubios, en tanto nutría mi imaginación con sus propios recuerdos de infancia y
mocedad.
Desfilaban
por sus relatos remembranzas de la isla del Uruguay a la que llamaba “La Isla
de las Ratas”, y donde había llegado al mundo. Su padre, mi bisabuelo, era el
responsable administrativo de ese lugar utilizado a modo de aduana. Frente a
sus costas los navíos cumplían la cuarentena, cuando ésta les era ordenada,
previo al amarre en puertos orientales. Eran otros tiempos, me decía, otro
clima, distintos entornos y circunstancias muy diferentes. Nació alrededor de
1880 en ese pedazo de tierra insular. El lugar, la familia y la sociedad de la
época modelaron firmemente el espíritu de la niña y le proveyeron un inagotable
anecdotario que, al transmitírmelo, me maravillaba.
Cuando
por las tardes jugábamos en la mesa de la cocina, yo esperaba su
voz y los
mil veces repetidos
sucesos que recordaba.
Y allí, acodado, oía embelesado sus palabras. Me hablaba de la pesca de
las corvinas, del tamaño de los ejemplares, y de la necesidad de los hombres de
atarse a una roca para evitar ser arrastrados al clavarse los anzuelos en la
boca de los peces. Otro episodio que me regaló era
el del hallazgo del
cadáver del marino inglés,
encontrado en la
playa con gran
cantidad de libras
esterlinas en sus bolsillos. Fue la primera vez que oí
hablar de la moneda inglesa. Me contaba de los juegos con sus hermanas, y de
las piedras y caracoles de la orilla. En esos momentos el agua golpeaba mis
oídos, se incorporaba a mi alma, y yo estaba allí, con ella, corriendo descalzo
a su lado. Sus relatos iban acompañados de gestos, de tiempos dilatados en
algunos pasajes, y de acentos graves o agudos conforme el tema lo demandara.
Luego
vendrían las maravillas de los balnearios (así los nombraba) de la orilla de enfrente
del Río de la Plata. Me invadía con los
soles de Pocitos, de Carrasco, de Piriápolis. Pintaba las calles y avenidas de
Montevideo y entonces surgía inevitable su carnaval: decía que duraba todo un
mes y me hacía envidiar ese lugar donde la alegría organizada se prolongaba
mucho más que en mi país. Contaba que había estrados levantados para exhibición
de los disfrazados (de las “mascaritas”, como ella los nombraba) y que, ante la
aparición de cada nuevo personaje, se disparaba una bomba de estruendo. De
inmediato traía a mi mente el color de las comparsas, y los repiques de los
tambores de los morenos. Digo esto e
instantáneamente surge el compás, y / baten cual parches / en mi cabeza/ los
negros sones del Uruguay. Mi pensamiento es aún ritmo, el mismo que
salía de la boca de la abuelita. Su cuerpo no necesitaba más que una
insinuación de movimiento para darme a conocer el alma del Momo oriental.
Más
tarde se alzaban las estrofas candomberas. Entonaba: “¿Neglito, quelés café? /
No, polque me hache mal. / ¿Entonches lo qué quelés?/ ¡Caleta pa’l carnaval!” Era
un canto que carecía de atisbo alguno de mofa, porque sólo aspiraba a
constituirse en la representación exacta de lo que había vivido y del clima
que, en su juventud, contribuyó a crear a su alrededor. Más tarde me daba la
cuota exacta del terror que estremece y nutre a los niños con esa dosis de masoquismo
que parecen demandar periódicamente. Brotaban así, naturalmente atemperadas,
las andanzas y detención de un múltiple homicida de la época, un tal Santos
Godino, más conocido como “El Petiso Orejudo”.
Yo
tenía varios juguetes, no obstante lo que más me deleitaba eran las historias que
venían de labios de mi abuela. Entre mis posesiones había un librito con curiosas
dimensiones: se trataba de una suerte de cubo de unos ocho centímetros de lado
por cinco de alto, que contenía una aventura del Ratón Mickey y una
particularidad muy usada en la época: en el borde superior de cada hoja se veía
un pequeño cuadrado de un centímetro y medio de extremo a extremo. En esos
espacios había dibujos del personaje del libro que, al deslizarse rápidamente,
daban la sensación de movimiento como un verdadero dibujo animado de aquel
entonces. Pero el tema central eran las aventuras y desventuras del Ratón -que
en esa ocasión era un buscador de oro- y de su enemigo Pete Pata de Palo, un
gordo malo que siempre agredía a mi héroe.
Muchas veces mi madre me lo había leído, pero ese atardecer, casi
poniéndose el sol y en la cocina, deseaba que mi abuela repitiera -pero en esta
ocasión con su voz- lo que yo, con mis cuatro años, conocía casi de memoria.
Le alcancé el
libro y le dije: “Abuela, ¿me lo contás?“
Lo tomó, lo dejó en la mesa y me ofreció una taza de leche. La rechacé e
insistí con mi pedido. Varió sus ofrecimientos y persistí en mi capricho. Al
rato alce el libro y se lo entregué por segunda vez reclamándole su lectura.
Ella se dio vuelta y llevó algunos trastos hasta la pileta de la cocina.
Implacable, mi insistencia infantil no cejaba.
Me preguntó si quería jugar a las escondidas, pero a mí no me
conformaba. Entonces me miró unos segundos, tomó el libro, lo acarició y en su
boca florecieron palabras que aún me siguen:
-
No te puedo contar historias: yo no sé leer.
La
miré, vi mucho brillo en unos ojos tristes, y me reproché la ignorancia de niño
que desconocía que no todos los mayores saben leer. Me dije que no era posible
que aquella que con sus relatos le daba alas a mis sueños, se reconociera
incapaz de regalarme historias sólo porque algunas estaban presas en un libro
para ambos inaccesible.
Despacito
me acerqué a la abuela, alcé los brazos y me levantó. Nuestras lágrimas se
confundieron, y su mejilla supo del beso más amoroso que un nieto podía dar.-
(©) EDUARDO JOSÉ BORAWSKI CHANES, poeta y
escritor argentino
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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