LA CAÍDA
Se alzó cuidadosamente, ensayó algunos
pasos, trotó y luego, sin molestia alguna, comenzó aquella maravillosa
carrera. Sus piernas, pesadas al
comienzo, parecían tan livianas como las alas de un colibrí.
Corrió, corrió, corrió… Corrió hasta que
la ardiente tarde de verano le mojó el cuerpo de sudor y la respiración se le
hizo dificultosa y jadeante.
El suelo, a veces llano y suave, le
permitía adelantarse con increíble levedad. La blandura de la hierba
amortiguaba el apoyo de sus pasos sobre el piso, dejándole una fresca y
agradable sensación de renovada alegría. Su corazón latió rebosante al recibir
el líquido vital que llegó limpio y vigoroso hasta la aurícula y el ventrículo izquierdo.
Su cerebro, embebido de endorfinas,
activó sus recuerdos de niño, allá, en los terrenos del barrio donde correteaba
con sus amigos en busca de las mariposas y los duendes propios de la niñez.
Los recónditos caprichos del soñar lo
llevaron a otro plano dimensional y pudo oír claramente los vítores de los
partidarios cuando pateó aquel tiro libre en el minuto final del encuentro. Evocó
detalladamente con que precisión colocó el perfil interno del empeine de su pie
derecho bajo la curva inferior de la pelota a fin de obtener la comba precisa y
la fuerza necesaria en el puntapié genial. Con orgullo de líder, le pareció
escuchar otra vez los rugidos de la hinchada del club.
Con su patada magistral, la pelota, en
una trayectoria prodigiosa, entró sin dificultad en el ángulo superior derecho
del arco contario.
Ahora, en los meandros del sueño, el
terreno se puso escabroso y algunas piedras dificultaban su avance, más,
aquella levedad de sus extremidades le permitió esquivarlas con saltos precisos
y elegantes. De pronto, en un tonto descuido, no pudo advertir el montículo de tierra
y se torció el tobillo derecho. Cayó retorciéndose por el dolor. Miró su pierna
y vio espantado la fractura expuesta de peroné.
Se sintió caer pesadamente sobre el piso
y la crueldad del sufrimiento acabó con su conciencia. La noche del dolor
terminó oscureciendo la tarde de sol.
-¡Basta por favor! ¡No aguanto más el
dolor! ¡Mi pie, mi pie! -Gritó al despertarse después de tantos días de coma-
-¡¿Dónde te duele?!
-¡El pie derecho! ¡Creo que me lo he
fracturado! ¡Llamen al médico por favor!!!
-¡Basta de moverte!, quédate quieto que
ya pasará…
-¡Por favor, no doy más! ¡Hagan algo! ¡Mi
pieeee! ¡Me duele hasta el alma!! ¡No puedo parar de moverlo, si lo dejo quieto
siento que los garfios del demonio me lo destrozan!!! ¡Traigan hielo que me
quema!!!
Una de las asistentes lo miró
compasivamente; en un curso de capacitación, había oído de aquel asunto del “del síndrome del miembro fantasma”.
Mientras las
enfermeras luchaban para inyectarle la morfina, su mujer, que lo estaba
cuidando desde el principio, se levantó de la silla que ocupaba al lado de la
cama y se acercó a la ventana de la habitación desde donde se divisaba el enfermizo
parque del hospital.
Dos silentes y amargos lagrimones se
deslizaron por sus mejillas. Recordó el maldito cigarrillo. la gangrena y el
diagnóstico fatal y definitivo del cirujano cuando, un mes atrás, le comunicó
que la única solución era la amputación de la pierna a la altura de la rodilla.
Estuvo largo rato allí, hasta que los
gritos de dolor que profería su marido fueron decreciendo hasta transformarse
en una exigua queja de un adagio angustiante. Sin volver la cabeza, imaginó que
el pobre se estaría adormeciendo y que su dolor menguaría en unos instantes
más.
Afuera, debajo del viejo roble que crecía
en el parque, dos chicos jugaban con una gastada pelota de fútbol.
Norberto Pannone©
Octubre de 2015
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