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sábado, 14 de marzo de 2020

EL SEÑOR ARMANDO, Norberto Pannone, Buenos Aires, Argentina

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EL SEÑOR ARMANDO 

         Esa mañana me habían llamado por teléfono para la entrevista con el señor Armando. Y allí estaba, a la espera de ser atendido por él.
Su secretaria me había hecho sentar en un comodísimo sillón, señalándome algunas revistas a fin de que atemperara la espera.
Transcurridos escasos diez minutos, la empleada abrió la puerta de un despacho y dijo ceremoniosamente:
         -El señor Armando lo aguarda.
         Me levanté de un salto y entré. La mujer salió cerrando la puerta con exagerada delicadeza.
Un hombre, de alrededor de cuarenta años me tendió la mano y luego me indicó un sillón para que me sentase. Hojeó unos papeles que estaban sobre el escritorio y me dijo:
         -Tengo aquí toda la información sobre su vida. ¿Está seguro que quiere el puesto vacante?
         -¡Nunca he deseado algo con tanta impaciencia! Respondí.
         -Bien, dijo. Sígame…
         Lo seguí por un pasillo muy largo y estrecho, al final del mismo, entramos a un cuarto pequeño, ¡y allí estaba! Se trataba de un habitáculo, al parecer, de acero inoxidable, similar a una cápsula espacial. En su interior, había una butaca. Me invitó a entrar al compartimento y me instó a sentarme. Me senté y el señor Armando, me ayudó con el cinturón de seguridad.
         -¡Buena suerte! Me dijo el señor Armando cerrando herméticamente la puerta de aquel insólito artefacto.
La máquina comenzó a girar alcanzando una velocidad ciertamente asombrosa. No sé cuánto tiempo pasó, finalmente, el artilugio detuvo sus giros. Después de algunos momentos pude abrir la puerta desde el interior y salí.
Me hallaba en medio de una plaza desierta. Caminé una cuadra y me encontré en pleno centro de la ciudad, creo que estaba justo en la esquina de Sáenz Peña y San Martín. Detuve a un hombre que transitaba por la acera y le pregunté:
         -¿Sabría usted decirme dónde están las oficinas del señor Armando?
         -Ahí enfrente. Me dijo con cierta molestia.
Crucé la calle y entré al lugar.
Me atendió la secretaria del señor Armando y me dijo que debería esperar unos cinco minutos. Aproveché para terminar de leer el artículo de una revista especializada en psiquiatría que había tenido que interrumpir en la visita anterior.
Cumplido dicho plazo, la secretaria me hizo saber que el señor Armando me esperaba.
Entré al despacho que me indicó la señorita y allí estaba el señor Armando.
Me dio la mano de forma muy cordial y se puso a examinar un informe que tenía en su escritorio que, seguramente, era una fábula de mi propia vida, o lo que muchos llaman: “Currículum vitae”.
Me preguntó de manera contundente y sin preámbulo alguno: -¿¡si de verdad, deseaba el puesto que había quedado vacante!?- Le dije que sí. Sonrió y me condujo por un pasillo largo y estrecho hasta la cápsula. El Sr. Armando aseguró el cinturón de la butaca, cerró la puerta y el cacharro comenzó a girar despiadadamente hasta que se detuvo. Abrí la portezuela y salí al mundo exterior.
Me hallaba en una calle asfaltada que parecía desierta. Esperé a que alguien pasara por allí y cuando acertó a pasar un joven, le pregunté por las oficinas del señor Armando:
         -Aquí, a la vuelta. Me respondió.
Di vuelta a la esquina y, en efecto, allí estaban las oficinas del señor Armando.
Entré y la secretaria me saludó con una sonrisa:
         -¡Buenos días señor Armando! El elegido para el puesto lo está esperando. ¿Lo hago pasar a su despacho?
         -Sí, por favor. Le contesté.
Un hombre de unos veinticinco años, se asomó detrás de ella y ésta, lo hizo pasar.
Le extendí la mano sonriente y le indiqué un asiento. Recorrí atentamente las hojas del informe que estaba sobre el escritorio y le pregunté imprevistamente si de verdad deseaba el puesto. Precipitadamente, como en si fuese decreto, me dijo que sí.
Entonces, le dije que me siguiera.
Recorrimos el largo y estrecho pasillo hasta llegar a la cápsula. Una vez allí, hice que entrara y se sentara en la butaca de la misma, ayudándole a colocarse el cinturón de seguridad.
Cerré la puerta y el ingenio comenzó a girar.


©Norberto Pannone, Buenos Aires, Argentina
De su libro “Cuentos invernales” ed. 2010





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