TRIBUNA
Sobre violines y violinistas
Es en el siglo XVI cuando el violín
aparece en el norte de Italia. Concretamente en Cremona, una romántica ciudad
de la Lombardía, que se halla entre bosques de abetos (madera blanda) y de arce
(madera dura), por lo que estos materiales fueron los usados por los artesanos
violeros. Se dice que el arco ha sufrido muchas modificaciones hasta llegar al
modelo actual, que data del siglo XIX, cuando François Xavier Tourte le dio la
curvatura cóncava, modificando la primitiva que era convexa, similar a la de un
arco de cacería. Aunque en el siglo XVII el violín o violino se encontraba
bastante difundido en Italia, carecía de todo prestigio ya que el laúd, la
vihuela, la viola da gamba, la guitarra, la mandolina eran más consideradas.
Claudio Monteverdi, oriundo de
Cremona, es el que descubre la calidad sonora del violín y lo usa para
complementar las voces corales en su ópera Orfeo (1607). Desde
entonces el prestigio del violín empieza a crecer y a sumar intérpretes. Un
siglo después se hacen conocidos ciertos fabricantes a quienes se llama luteros
o lauderos y luego luthiers, ya que inicialmente se dedicaban a la fabricación
de laúdes. De esta manera la ciudad de Cremona se hará célebre por sus
luthiers, especializados en la confección de violines. De allí proceden
justamente los afamados Andrea Amati, Giuseppe Guarneri y Antonio Stradivari
(cuyos apellidos suelen ser más conocidos en su forma latinizada: Amatius, Guarnerius, Stradivarius).
El período barroco también sirve de impulso y convierte al violín en su
instrumento predilecto; a partir de entonces se inicia lo que se llamó la Edad
de Oro del Violín.
Sinónimo de exquisitez y de dulzura
lírica en la melodía de sus cuerdas bajo la contundencia del arco, muy afín a
los artilugios del barroco, desde aquellos tiempos a nuestros días el
instrumento crece y cobra popularidad a través de brillantes intérpretes y bajo
diversas formas musicales. ¿Quién no se delita escuchando las Cuatro
estaciones de Antonio Vivaldi, un Capriccio o un Notturno de
Niccolò Paganini o, por qué no, escuchando un vals, un tango, una chacarera, o
los acordes flamenco del virtuoso andaluz Paco Montavo, que en un recital casi
secreto, desde un improvisado escenario montado en su Córdoba natal, me conmovió
hasta las lágrimas?
Ahora bien, si de violines y
violinistas hablamos, imposible no referirnos al que fue, acaso
indiscutidamente, el mayor interprete de este subyugante instrumento. Sabemos
que hay artistas cuya obra no se parece a lo que la biografía nos ilustra sobre
su destino. Tal es el caso de este arquetipo de violinista que fue el indómito
Niccolò Paganini (Génova, 1782 -Niza, 1840), que padeció toda clase de rigores
y desencantos y vivió una vida atribulada, eso sí, siempre acompañada por su
amado instrumento. A los cinco años empezó a estudiar la mandolina con su padre
y a los siete años se familiarizó con el violín, instrumento al que dedicaría
su existencia. Se dice que a los nueve años hizo su primera aparición pública
realizando una gira por varias ciudades de Lombardía. Con dieciséis años era ya
conocido, pero no administró bien su fama y desde muchacho se emborrachaba
continuamente. Una dama desconocida lo salvó de esa vida licenciosa para
llevarlo a su villa donde aprendió a tocar la guitarra y el piano, instrumentos
que le sirvieron de soporte para sus maravillosas composiciones.
En 1801 compuso más de veinte obras
en las que combina la guitarra y el violín con otros instrumentos. De 1805 a
1813 fue director musical en la corte de Maria Anna Elisa Bacciocchi, princesa
de Lucca y Piombino, hermana de Napoleón. En 1813 abandonó Lucca y comenzó a
hacer giras por Italia, donde su forma de interpretar atrajo la atención de
quienes le escuchaban. En 1828 fue a Viena, más tarde a París y en 1831 a
Londres. En París conoció al pianista y compositor húngaro Franz Liszt, quien
fascinado por su técnica, desarrolló un correlato pianístico inspirado en lo
que Paganini había hecho con el violín. En 1833 en la ciudad de París le
encargó a Héctor Berlioz un concierto para viola y orquesta; el compositor
francés realizó “Harold en Italia”, pero Paganini nunca la interpretó; al
parecer no estuvo conforme con los primeros avances de la composición. Sin
embargo, asistió al estreno, y se arrepintió de no haber participado como
solista. Atormentado, imprevisible, su salud se fue deteriorando a causa de una
tuberculosis diagnosticada en 1819. En los años 1834 y 1840 padeció dos fuertes
episodios de hemoptisis, siendo el segundo el que precipitó su muerte. Sabemos
que Paganini llegó a poseer cinco violines, dos Stradivarius, dos Amati y un
Guarnerius (su violín favorito) que él llamaba afectuosamente “Il Cannone”.
Se difundió la leyenda de que
Paganini creó una relación muy particular y casi mágica, o demoníaca, entre el
hombre y el violín. Su madre Teresa Bocciardo para decir a su hijo que estaba
destinado a ser el más genial violinista del mundo, se refirió a su “diabólico
talento”. De ahí en más, quienes lo escuchaban interpretar su Sonata
del diablo con una destreza insuperable no podían dejar de pensar en
ese pacto. Para confirmar esa historia, en 2009, se filmó El violinista
del diablo, con David Garret (otro virtuoso del instrumento), que debutó en
la actuación cinematográfica, componiendo a su legendario colega.
De tal manera, variando en sus
formas, desde Monteverdi a nuestros días el violín se ha difundido por todo el
mundo, encontrándose incluso como “instrumento, tradicional” en muchos países
no europeos, desde América hasta Asia. Es el protagonista de las grandes
orquestas, grupos de cámara y afamados solistas, y ha despertado especial
atención en la música árabe, donde el ejecutante lo toca apoyado en la rodilla
cual si fuera un chelo, o en la música celta irlandesa, donde el instrumento
recibe el nombre de “fiddle”, que deriva del italiano fidula. Pero también está
presente en el folklore de muchísimos países; la Argentina contó con el violín
seductor de don Sixto Palavecino, un músico que con sus chacareras, gatos y
zambas lo elevó a una dulcísima y particular expresión popular. Sin olvidarnos,
por supuesto, de los violinistas de las orquestas típicas de Buenos Aires, que
hicieron del tango una de las exquisiteces más emotivas de la música
rioplatense. El tango cuenta con el violín como uno de sus principales
instrumentos, comparable al usado en los concierto para la llamada música
clásica, en cambio los violines de las otras músicas mencionadas anteriormente
suelen ser criollos o autóctonos de formas muy semejantes al violín clásico. Se
afirma que los primeros instrumentos usados en el tango eran las guitarras y el
piano; pero, no mucho después, los italianos que inmigraron a Buenos Aires
incorporaron definitivamente al violín, añadiendo un sentido menos estridente
que lírico a la melodía; también los alemanes trajeron su cultura y con ella
vino el bandoneón que lo continuo modificando al complementarse de maravillas
con el violín. Ambos instrumentos le dan al tango una melodía que expresa un
sentimiento mutuo y común en los compases.
En cuanto al secreto técnico de la
sonoridad típica de los violines realizados por las familias Stradivarius y
Guarneri, existen hoy diversas hipótesis que, más bien que excluirse, parecen
complementarse. En primer lugar se considera que la época fue particularmente
fría, motivo por el cual los árboles desarrollaron una madera más dura y
homogénea; a esto se suma el uso de barnices especiales que reforzaban la
estructura de los violines. También se supone que los troncos de los árboles
eran trasladados por ríos cuyas aguas tenían un pH que reforzaba la dureza de
las maderas; también influye un comprobado tratamiento químico que reforzó la
dureza de las tablas. Por último, ciertos violines Stradivarius tienen en sus
partes internas un acabado biselado de los contornos en donde contactan las
maderas, el cual parece beneficiar la acústica. Tuve el privilegio de tener en
mis manos un Stradivarius y sentí una emoción parecida a la que viví ante una
primera edición del Quijote.
Como se ve, el violín es mi
instrumento musical favorito, y aunque no tengo la virtud de saber tocarlo, me
encanta escuchar las interpretaciones tan excelsas que hacen con él sus
virtuosos artífices. Admiro también a las mujeres que lo interpretan como las
norteamericanas Karen Briggs y Hilary Hahn, a la japonesa Sayaka Katsuki, a la
alemana Anne Sophie Mutter y a la húngara Katica Illényi, cuya versión del
tango “Por una cabeza”, de Carlos Gardel es original e impecable.
Tampoco puedo dejar de citar en esta
reseña a violinistas argentinos que tuve la felicidad de conocer y tratar.
Empiezo por don Enrique Mario Franccini, esencial para el movimiento renovador
del tango (que encabezaron Astor Piazzolla, Aníbal Troilo y Horacio Salgán) y
donde el maestro Franccini alternó lucidamente como ejecutante, director y compositor;
también me place evocar con idéntico afecto y admiración a Szymsia Bajour, que
interpretó con una misma maestría lo clásico y lo popular, y al entrañable
Rafael Gintoli, que sigue recorriendo el mundo con su violín para deleite de
los amantes de la música.
©ROBERTO ALIFANO, poeta y escritor argentino
MIEMBRO
HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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