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domingo, 22 de marzo de 2020

Sobre violines y violinistas, Roberto Alifano, Buenos Aires, Argentina

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TRIBUNA

Sobre violines y violinistas

Es en el siglo XVI cuando el violín aparece en el norte de Italia. Concretamente en Cremona, una romántica ciudad de la Lombardía, que se halla entre bosques de abetos (madera blanda) y de arce (madera dura), por lo que estos materiales fueron los usados por los artesanos violeros. Se dice que el arco ha sufrido muchas modificaciones hasta llegar al modelo actual, que data del siglo XIX, cuando François Xavier Tourte le dio la curvatura cóncava, modificando la primitiva que era convexa, similar a la de un arco de cacería. Aunque en el siglo XVII el violín o violino se encontraba bastante difundido en Italia, carecía de todo prestigio ya que el laúd, la vihuela, la viola da gamba, la guitarra, la mandolina eran más consideradas.
Claudio Monteverdi, oriundo de Cremona, es el que descubre la calidad sonora del violín y lo usa para complementar las voces corales en su ópera Orfeo (1607). Desde entonces el prestigio del violín empieza a crecer y a sumar intérpretes. Un siglo después se hacen conocidos ciertos fabricantes a quienes se llama luteros o lauderos y luego luthiers, ya que inicialmente se dedicaban a la fabricación de laúdes. De esta manera la ciudad de Cremona se hará célebre por sus luthiers, especializados en la confección de violines. De allí proceden justamente los afamados Andrea Amati, Giuseppe Guarneri y Antonio Stradivari (cuyos apellidos suelen ser más conocidos en su forma latinizada: AmatiusGuarneriusStradivarius). El período barroco también sirve de impulso y convierte al violín en su instrumento predilecto; a partir de entonces se inicia lo que se llamó la Edad de Oro del Violín.
Sinónimo de exquisitez y de dulzura lírica en la melodía de sus cuerdas bajo la contundencia del arco, muy afín a los artilugios del barroco, desde aquellos tiempos a nuestros días el instrumento crece y cobra popularidad a través de brillantes intérpretes y bajo diversas formas musicales. ¿Quién no se delita escuchando las Cuatro estaciones de Antonio Vivaldi, un Capriccio o un Notturno de Niccolò Paganini o, por qué no, escuchando un vals, un tango, una chacarera, o los acordes flamenco del virtuoso andaluz Paco Montavo, que en un recital casi secreto, desde un improvisado escenario montado en su Córdoba natal, me conmovió hasta las lágrimas?
Ahora bien, si de violines y violinistas hablamos, imposible no referirnos al que fue, acaso indiscutidamente, el mayor interprete de este subyugante instrumento. Sabemos que hay artistas cuya obra no se parece a lo que la biografía nos ilustra sobre su destino. Tal es el caso de este arquetipo de violinista que fue el indómito Niccolò Paganini (Génova, 1782 -Niza, 1840), que padeció toda clase de rigores y desencantos y vivió una vida atribulada, eso sí, siempre acompañada por su amado instrumento. A los cinco años empezó a estudiar la mandolina con su padre y a los siete años se familiarizó con el violín, instrumento al que dedicaría su existencia. Se dice que a los nueve años hizo su primera aparición pública realizando una gira por varias ciudades de Lombardía. Con dieciséis años era ya conocido, pero no administró bien su fama y desde muchacho se emborrachaba continuamente. Una dama desconocida lo salvó de esa vida licenciosa para llevarlo a su villa donde aprendió a tocar la guitarra y el piano, instrumentos que le sirvieron de soporte para sus maravillosas composiciones.
En 1801 compuso más de veinte obras en las que combina la guitarra y el violín con otros instrumentos. De 1805 a 1813 fue director musical en la corte de Maria Anna Elisa Bacciocchi, princesa de Lucca y Piombino, hermana de Napoleón. En 1813 abandonó Lucca y comenzó a hacer giras por Italia, donde su forma de interpretar atrajo la atención de quienes le escuchaban. En 1828 fue a Viena, más tarde a París y en 1831 a Londres. En París conoció al pianista y compositor húngaro Franz Liszt, quien fascinado por su técnica, desarrolló un correlato pianístico inspirado en lo que Paganini había hecho con el violín. En 1833 en la ciudad de París le encargó a Héctor Berlioz un concierto para viola y orquesta; el compositor francés realizó “Harold en Italia”, pero Paganini nunca la interpretó; al parecer no estuvo conforme con los primeros avances de la composición. Sin embargo, asistió al estreno, y se arrepintió de no haber participado como solista. Atormentado, imprevisible, su salud se fue deteriorando a causa de una tuberculosis diagnosticada en 1819. En los años 1834 y 1840 padeció dos fuertes episodios de hemoptisis, siendo el segundo el que precipitó su muerte. Sabemos que Paganini llegó a poseer cinco violines, dos Stradivarius, dos Amati y un Guarnerius (su violín favorito) que él llamaba afectuosamente “Il Cannone”.
Se difundió la leyenda de que Paganini creó una relación muy particular y casi mágica, o demoníaca, entre el hombre y el violín. Su madre Teresa Bocciardo para decir a su hijo que estaba destinado a ser el más genial violinista del mundo, se refirió a su “diabólico talento”. De ahí en más, quienes lo escuchaban interpretar su Sonata del diablo con una destreza insuperable no podían dejar de pensar en ese pacto. Para confirmar esa historia, en 2009, se filmó El violinista del diablo, con David Garret (otro virtuoso del instrumento), que debutó en la actuación cinematográfica, componiendo a su legendario colega.
De tal manera, variando en sus formas, desde Monteverdi a nuestros días el violín se ha difundido por todo el mundo, encontrándose incluso como “instrumento, tradicional” en muchos países no europeos, desde América hasta Asia. Es el protagonista de las grandes orquestas, grupos de cámara y afamados solistas, y ha despertado especial atención en la música árabe, donde el ejecutante lo toca apoyado en la rodilla cual si fuera un chelo, o en la música celta irlandesa, donde el instrumento recibe el nombre de “fiddle”, que deriva del italiano fidula. Pero también está presente en el folklore de muchísimos países; la Argentina contó con el violín seductor de don Sixto Palavecino, un músico que con sus chacareras, gatos y zambas lo elevó a una dulcísima y particular expresión popular. Sin olvidarnos, por supuesto, de los violinistas de las orquestas típicas de Buenos Aires, que hicieron del tango una de las exquisiteces más emotivas de la música rioplatense. El tango cuenta con el violín como uno de sus principales instrumentos, comparable al usado en los concierto para la llamada música clásica, en cambio los violines de las otras músicas mencionadas anteriormente suelen ser criollos o autóctonos de formas muy semejantes al violín clásico. Se afirma que los primeros instrumentos usados en el tango eran las guitarras y el piano; pero, no mucho después, los italianos que inmigraron a Buenos Aires incorporaron definitivamente al violín, añadiendo un sentido menos estridente que lírico a la melodía; también los alemanes trajeron su cultura y con ella vino el bandoneón que lo continuo modificando al complementarse de maravillas con el violín. Ambos instrumentos le dan al tango una melodía que expresa un sentimiento mutuo y común en los compases.
En cuanto al secreto técnico de la sonoridad típica de los violines realizados por las familias Stradivarius y Guarneri, existen hoy diversas hipótesis que, más bien que excluirse, parecen complementarse. En primer lugar se considera que la época fue particularmente fría, motivo por el cual los árboles desarrollaron una madera más dura y homogénea; a esto se suma el uso de barnices especiales que reforzaban la estructura de los violines. También se supone que los troncos de los árboles eran trasladados por ríos cuyas aguas tenían un pH que reforzaba la dureza de las maderas; también influye un comprobado tratamiento químico que reforzó la dureza de las tablas. Por último, ciertos violines Stradivarius tienen en sus partes internas un acabado biselado de los contornos en donde contactan las maderas, el cual parece beneficiar la acústica. Tuve el privilegio de tener en mis manos un Stradivarius y sentí una emoción parecida a la que viví ante una primera edición del Quijote.
Como se ve, el violín es mi instrumento musical favorito, y aunque no tengo la virtud de saber tocarlo, me encanta escuchar las interpretaciones tan excelsas que hacen con él sus virtuosos artífices. Admiro también a las mujeres que lo interpretan como las norteamericanas Karen Briggs y Hilary Hahn, a la japonesa Sayaka Katsuki, a la alemana Anne Sophie Mutter y a la húngara Katica Illényi, cuya versión del tango “Por una cabeza”, de Carlos Gardel es original e impecable.
Tampoco puedo dejar de citar en esta reseña a violinistas argentinos que tuve la felicidad de conocer y tratar. Empiezo por don Enrique Mario Franccini, esencial para el movimiento renovador del tango (que encabezaron Astor Piazzolla, Aníbal Troilo y Horacio Salgán) y donde el maestro Franccini alternó lucidamente como ejecutante, director y compositor; también me place evocar con idéntico afecto y admiración a Szymsia Bajour, que interpretó con una misma maestría lo clásico y lo popular, y al entrañable Rafael Gintoli, que sigue recorriendo el mundo con su violín para deleite de los amantes de la música.

©ROBERTO ALIFANO, poeta y escritor argentino
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA


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