TRIBUNA
Las manos de Perón
Que una realidad se oculte detrás de las
apariencias es, a fin de cuentas, previsible; que el lenguaje pueda
reproducirla con todas las variantes y hasta con eufemismos, sería quizá
ridículo, aunque no imposible. ¿Por qué entonces dejar que los hechos sucedan o
retroceder ante ciertos sucesos que comprometen la busca de una verdad o
siquiera una aproximación a la realidad? Un mínimo de responsabilidad nos
obligaría a sostener algunas tesis, o probablemente a recurrir al eclecticismo
de la indiferencia –lo más cómodo-, sosteniendo que aquí no ha pasado nada y de
un modo gatopardista aceptar que todo siga igual; obviamente que esto último,
es un forma repudiable de aberrante complicidad. Arthur Schopenhauer, paradigma
del escepticismo filosófico, sostenía en sus reflexiones que el mundo no es más
que una representación de la realidad empujada, a veces, por la voluntad. Como
suele ocurrir en muchos casos -y en este particular que ahora nos ocupa-, el
periodismo informó detalladamente en el comienzo, cuando sucedió, y luego se
llamó un inexplicable silencio, que aún dura.
Vayamos a los hechos. Tras la muerte del presidente
Juan Domingo Perón, ocurrida el 1 de julio de 1974, su cuerpo fue embalsamado y
después de un dilatado velatorio en el Congreso Nacional, que duró casi una
semana, y por la que desfilaron ante su féretro casi 200 mil personas; quedando
afuera más de un millón de argentinos sin poder darle el último adiós a su
líder. A esto también se sumaron más de 2 mil periodistas extranjeros, para
informar sobre los detalles de las exequias. Luego, a continuación de una
marcha multitudinaria, que reunió a casi 1 millón y medio de almas, se lo
depositó en una cripta ubicada en la Residencia Presidencial de Olivos. Pocos
meses después, los restos de Evita, que habían quedado en España, fueron
trasladados por el gobierno de María Estela Martínez de Perón y depositados en
el mismo sitio con el loable propósito de que en la eternidad descansaran
junto. Mientras tanto el gobierno argentino ahora a cargo de su mujer, con el
oscuramente dinámico José López Rega a la cabeza, empezó a proyectar el “Altar
de la Patria”, un mausoleo faraónico que albergaría los restos de Perón, Eva
Duarte de Perón, y todos los próceres de la Argentina
La correspondiente naturalidad con que sucede el
tiempo, que según don Francisco de Quevedo “es un enemigo que mata huyendo”,
hizo que el proyecto del “Altar de la Patria”, se diluyera como una gota de
vinagre en el mar (López Rega fue literalmente echado del país y la caída del
gobierno de Isabel Perón, dio paso a la peor y más cruenta dictadura que
padeció la Argentina. Los restos de Perón y su segunda esposa fueron
enterrados, en la quinta de San Vicente, que perteneció en vida al matrimonio.
Durante el traslado se produjeron disturbios entre sectores del sindicalismo
que, felizmente, no pasaron a mayores. Pero, de manera inexplicable, no mucho
después, Perón y Evita fueron separados y ambos ubicados en sus respectivas
tumbas familiares (él en el cementerio de La Chacarita, y ella en el cementerio
de La Recoleta).
El asunto cayó en olvido hasta que en julio de
1987, el Partido Peronista recibió una carta anónima, que afirmaba que las
manos de Perón habían sido cercenadas y robadas de su tumba, junto con su gorra
militar y su espada. La misiva exigía también que la corporación política
pagara 8 millones de dólares en rescate por su restitución. Casi en seguida,
cuando las autoridades se hicieron cargo del hecho, constataron que
efectivamente el cadáver del ex presidente había sido profanado, y se habían
amputado las manos. Los expertos forenses que examinaron el cuerpo dijeron que
la mutilación había ocurrido pocos días antes de que el hecho horripilante
fuera descubierto. A todo esto, una fuente afirmó que la tumba había sido
asaltada el 29 de junio de 1987.
En ese momento, algunas noticias informaron que las
manos se habían cortado con “un instrumento quirúrgico de alta precisión”; más
tarde, sin embargo, los informes del Gobierno y de la Justicia reportaron que
el desmembramiento se había hecho con una sierra eléctrica común y con la
correspondiente torpeza del caso. En principio era sólo una carta escrita a
máquina y una recompensa para saldar una deuda que Juan Domingo Perón había
contraído con “esta gente en 1973, y que ni él ni sus herederos jamás habían
saldado”. La firmaba un ignoto personaje llamado, “Dr. Hermes Iai”. Era un
texto delirante como para tirarlo a la basura, pero a la carta se adjuntaba una
prueba que agregaba cierto indescifrable misterio. Un texto, pretendidamente a
modo de poema, que Isabel Martínez de Perón había escrito a su esposo con la
firma “María Estela” y había depositado en el ataúd, con el desconocimiento de
todos, antes que este se cerrara. Seguidamente los trascendidos fueron macabros
y la necrofilia tejió toda clase de trascendidos.
El féretro de Perón estaba depositado en el
subsuelo de la bóveda familiar, junto a su madre y su hermano, y se encontraba
protegido por un vidrio blindado de siete centímetros de espesor. Tenía cuatro
cerraduras para las que se necesitaban doce llaves para abrirlo. La tapa de
madera del féretro estaba a su vez cubierta por una plancha de metal. No
obstante, cuando se constataron los hechos, todo era cierto, y hasta se
difundieron fotografías del cadáver sin las manos.
Una semana después un juez fue designado para
intervenir en la causa; se trataba del doctor Jaime Far Suau, que inspeccionó
la bóveda junto a los investigadores del caso, el jefe de la comisaría
regional, Carlos Zunino y el jefe de la Policía Federal, Juan Ángel Pirker.
Pocos meses después, el doctor Far Suau moría en un extraño accidente en una
ruta cercana a Buenos Aires. Su automóvil volcó en una curva y se incendió,
aunque el tanque de nafta apareció intacto. Pasados casi tres meses, en
noviembre de 1988, el comisario general Pirker falleció de un supuesto ataque
de asma en su despacho y el comisario Zunino sobreviviría, con un estado
irrecuperable, luego de recibir un balazo en la cabeza después del asalto
sufrido en su casa.
La pista italiana
Si bien es cierto que nuestras experiencias se
guardan de una manera sutil en nuestro inconsciente, también es cierto que esas
mismas experiencias quedan archivadas, de forma física y a través de símbolos,
en nuestras manos. Es por esto por lo que nuestras manos son como unos archivos
donde se van a registrar todas nuestras vivencias, todo lo que de importante
nos ha acontecido en nuestra vida. Las manos son una suerte de emblema de
nuestra existencia, en donde están selladas nuestras características
psicológicas, nuestra personal concepción de las cosas y del ambiente en el que
nos movemos. Es decir, que son los instrumentos de los que se vale nuestra
mente para poder tomar contacto con las cosas y para poder crear, y de los que
se vale también nuestra alma para expresarse y expresarnos. En pocas palabras,
las manos son nuestras más fieles servidoras y cumplen todas aquellas órdenes
que les damos, nuestras delatoras cuando nos expresamos y el elemento
indispensable en nuestro quehacer cotidiano.
Una de las primeras pistas de la justicia para
investigar el corte de manos del general Perón fue el mensaje mafioso de Licio
Gelli, jefe de la logia Propaganda Due (P2) en la que, según
esta hipótesis, la profanación, más que al interés de un rescate económico,
respondía a un supuesto pacto no cumplido entre Perón y la logia. Lo cual se
torna muy raro ya que la relación personal entre ambos era excelente. Apenas
asumido como presidente, el líder argentino condecoró a Gelli (que además había
estado a su lado en el avión que lo trasladó en la “operación retorno”, cuando
viajo desde Madrid para asumir su tercera presidencia el 12 de octubre de
1974). Gelli, era el principal contacto entre Perón y el Vaticano. El fundador
del Banco Ambrosiano, secretario organizativo de la Grande
Logia asentada en Piazza Spagna, en Roma, y antes, había colaborado
con Héctor J. Cámpora y Perón para el retorno del peronismo al poder,
persuadiendo a los Estados Unidos y el Vaticano para que entendieran de que
este regreso del General proscrito durante casi dieciocho años implicaría el
mejor freno “a la propagación del comunismo en América Latina”.
Desde fines de los años ‘60, en Italia, Gelli se
había dedicado a impulsar la designación de integrantes de su secta en
distintos puestos gobiernos de la Argentina, en las Fuerzas Armadas, los
servicios de inteligencia, las organizaciones industriales y medios de
comunicación que juraban fidelidad a la P2. La logia obraba como una férrea
cadena de favores, mediada por negocios, complots y protecciones mutuas, que
permitiría a sus miembros mantener privilegios o acceder a ellos. El accionar
no sólo involucraba a la Argentina y a Perón, sino que también se extendía
hacia Chile, Brasil y otros países del continente. Debido al interés económico,
dichos vínculos se expandieron con velocidad en la Argentina a partir de la
posibilidad del regreso de Perón, que, por mediación de Gelli, fuera, además,
incorporado a la masonería hispanoamericana con un alto grado.
A partir de los encuentros de Perón en el
hotel The Westin Excelsior de Roma en marzo de 1973, Gelli
comenzaría a infiltrar a sus miembros de la logia en el gabinete y en las
secretarías de Estado del gobierno de Cámpora, con mucha más eficacia y sigilo
incluso que las organizaciones sindicales y el grupo Montoneros. “Don Licio”,
como lo llamaban familiarmente sus adictos, era una suerte de “padrino”,
también con residencia en la Argentina, dueño de un lujoso piso en el barrio de
La Recoleta.
Una semana después del encuentro en Roma, don Licio
le escribe al Gran Maestro argentino César de la Vega, que Cámpora y Perón “no
solamente confirmaban lo que habían prometido sino que también pedían una
colaboración para el futuro y toda la duración del gobierno”; es decir, que
las cosas se desarrollaban como habían sido pactadas, pero, eso sí “debemos
operar con diplomacia y astucia política, no solamente para que se cumpla con
lo prometido, sino también para consolidar lo que se nos concederá. Sería
conveniente que tú prepararas listas de nombres de ministros, secretarios y
magistrados, además de militares y médicos, sobre todo los inscriptos en
nuestra Familia. Vislumbro en esta oportunidad la ventaja de ubicarnos aún más
en el seno del gobiernos y con un número mayor de puestos”. De tal manera,
la lista de funcionarios miembros de la P2 en el tercer gobierno peronista era
larga, y el vínculo como está demostrado no era nuevo, pues se había iniciado
varios años antes, no sólo para favorecer el retorno del General, sino para la
devolución de otro mito de la Argentina, el cuerpo embalsamado de Eva Perón,
enterrado en el cementerio de Milán que, sin duda, merece un capítulo aparte ya
que su realidad forma parte de la más asombrosa necrofilia de la literatura de
ficción.
Me ha contado Luis María Ansón, que en una visita
que le hizo al general Perón en la residencia de Puerta de Hierro, en Madrid,
fue invitado para ver el cadáver de Evita, que reposaba en el altillo. En ese
sitio, según la versión de algunos periodistas, el enigmático y polémico José
López Rega, entonces secretario privado del caudillo, practicaba ritos
esotéricos. Según el libro Yo, Perón, elaborado a partir de los
testimonios recogidos por el biógrafo Enrique Pavón Pereyra, se indica (en
palabras del propio Perón), que en 1971 Licio Gelli y ex presidente italiano
Giulio Andreotti, que lo visitaban en Madrid, le ofrecieron sus gestiones para
entregarle el cadáver de Evita, previo paso por un contacto con el general
Lanusse, que en esos días gobernaba la Argentina. Según relata Perón, Gelli y
Andreotti le preguntaron en cuánto tiempo lo quería, y dada su incredulidad,
que llevaba 16 años de espera, se comprometieron en hacerlo en tres días. Y,
efectivamente, a los tres días el cadáver, que durante años estuvo enterrado de
manera secreta en el cementerio de Milán, previa intervención de la Embajada
Argentina, llegó y debieron ubicarlo en la residencia.
En otro encuentro con Pavón Pereyra, Perón le
confió que cuando ya estaba en ejercicio del poder, Gelli le pidió la
representación comercial de la Argentina en Europa, en contraprestación por los
favores realizados. Y él le respondió que “nunca pagaría con los intereses de
la Nación una ayuda personal, y que se cortaría las manos antes de
hacerlo”. Pero, el dato curioso es que luego, ya en plena época de la
dictadura militar, Licio Gelli ocuparía el cargo de Consejero de la Embajada
Argentina en Italia, y luego le cortarían las manos al ex presidente.
Según esta hipótesis, el corte de manos unió a la
necesidad de un ritual masónico en respuesta al supuesto pacto no cumplido,
unido al interés de ex agentes de inteligencia de la dictadura para crear un
clima de conmoción en el país, y como señal de repudio a los juicios a
militares represores. Dos meses antes se había producido el alzamiento “carapintada”
de Semana Santa. También durante esa época, los grupos de ultraderecha
realizaban atentados terroristas, participaban en bandas de secuestradores y
colocaban bombas para provocar la inestabilidad del sistema democrático. En
resumen, la venganza esotérica sumada al complot político de una facción de la
inteligencia militar, fue la hipótesis que se sostuvo a lo largo de los años,
pero no fue la única. Se barajó también la posibilidad de que Perón tuviera un
número de cuenta grabado en su anillo, aunque el propio gobierno suizo lo
descartó en la respuesta a un exhorto judicial.
Hoy, a demasiados años de ese suceso, como tantas
causas investigadas en la Argentina, esta tampoco fue resuelta y muy pocos la
consideran. Atentados y muertes se han ido sucediendo. Las decenas de pistas
que persiguió el juez Far Suau y las circunstancias de su propia muerte, sumada
a la de los comisarios Pirker y Zunnino, también relacionadas con el caso,
siguen produciendo otra sombra de misterio sobre los autores y las motivaciones
de la profanación, y también por la absoluta impunidad con la que accedieron a
la tumba de Perón.
Buena parte de la crónica periodística,
pretendidamente literaria, se sigue alimentando de estos hechos. El reciente y
no menos enigmático caso del fiscal Nisman ha servido a Netflix para
consumar un documental lleno de hipótesis sin vistas de resolverse. Aunque la
realidad supere a la ficción es raro que aún el robo de las manos de Perón, un
hecho aberrante desde todo punto de vista, no se lo haya explotado
cinematográficamente. Al parecer la verdad -o una aproximación a ella- se sigue
ocultando detrás de las apariencias y la representación supere, como
conjeturaba Schopenhauer, a la voluntad de justicia. La tarea de la ética no es
prescribir acciones morales que deberían hacerse, sino también investigar y
esclarecer acciones morales.
ROBERTO ALIFANO, poeta y escritor argentino
MIEMBRO HONORIFICO
DE ASOLAPO ARGENTINA
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