MENDIGO
A los herederos del cielo (“Ahondar más,
ahondar más: sólo cuando seas lo suficientemente humilde, serás santo”). En
especial, a los que saben ver con los ojos del alma...
Con gran afecto
cuaresmal, crístico, mariano y josefino, y en los albores del otoño santafesino
(2019)…
“Somos Mendigos de Dios” – P. L. Castellani (1899-1981).
Hoy he visto un pedazo de
Dios arrojado a la vereda.
Sobre Obispo Gelabert,
casi Urquiza; no tan lejos de Baterías “Parpal”. Bajo la sombra egregia de la
cúpula agustino recoleta, proyectada como un ángel ciego desde calle Santiago
del Estero hasta el lugar del hecho.
He visto también, en la
penumbra de los muros contiguos a los míos, a dos figuras moviéndose con temor
en derredor de aquel despojo oscuro.
Veintiuna horas de un
domingo de otoño. Y ni siquiera las (vencidas) hojas del pequeño árbol que
emerge solaz como un paraguas nocturno frente a la casa, pudieron contener el
golpe.
Al lado del cuerpo
yacente, un carrito de miserias detenido en el tiempo.
He visto a la enfermera
vecina desesperarse ante la posibilidad de que el linyera hubiera muerto: la
sangre le surcaba el rostro. El alcohol lo había estrellado abruptamente contra
la pared y le había dejado allí, inmóvil, como muerto, abandonado...
Aún respira, le sentí
decir. Ajá, asintió su esposo, curvado hacia el bulto inconsciente. Yo (que
había avanzado unos tímidos pasos hacia el extraño desconocido) dije, sí: está
vivo.
Puede ser peligroso,
alertó ella. Sí, asintió su esposo. Está muy borracho, completé (por decir
algo). Tengamos cuidado. Puede despertar y no sabemos cómo reaccionará, previno
la enfermera. Qué macana, dijo su marido. ¿Qué hacemos entonces?, pregunté.
He visto a algunos coches
y colectivos pasar de largo cortando en fracciones el silencio de esa noche
alunada. Pero no he visto a otros vecinos por el lugar. Hora de la cena, claro.
El oratorio de enfrente y sus laicas consagradas, duermen también su virginidad
católica, apostólica y romana. La quietud del barrio es asombrosa.
He pedido a la enfermera y
a su marido que, por favor, me dejaran solo con ese Cristo roto. Que se fueran
tranquilos. Que yo me las arreglaría cuando... Sí, dijeron. Y desaparecieron
rápido cruzando la calle y doblando la esquina noreste del Kiosko “El Bunker”
en dirección al Restaurante “Tuyú”.
He vuelto ahora a entrar a
la casa. Le he hecho el comentario a mi señora. Ella, repasador en mano, me ha
aconsejado llamar al comando policial. He marcado el 101 y me han dicho que
vienen para acá.
… Treinta minutos. El
mendigo sigue como en estado de coma y la policía no ha venido. He insistido
con ellos. Pero ellos no vendrán. Nunca vienen. Por eso he salido nuevamente a
la puerta de calle y me he parado al lado del pobre hombre caído, casi
despenado.
De pronto, se ha movido...
¡Hip!
Le he perdido un poco el
miedo al verle la cara de muchacho.
La barba le ha inventado
años, pero es muy joven. Veinticinco, he calculado. Y se mueve. Mueve la
cabeza. El golpe contra el muro vecino le ha abierto un cauce sangriento que
tiende a cesar. ¡Hip!
Le he visto girar los
ojos, perdidos, enturbiados quizás por un doble efecto: el del dolor y de la
obnubilación. El alcohol le ha asestado un duro traspié. Le ha trenzado unas
huellas patinosas tras el derrumbe contra la pared. ¡Hip!
¿Qué hacer?
Le he extendido mi mano y
la ha rechazado en tanto balbucea…
Balbucea: puedo solo,
verá, puedo solo. ¡Hip! Y lo he dejado levantarse como puede. Ha logrado, al
fin, ponerse de pie trastabillando una y otra vez, hasta alcanzar un precario
equilibrio. En sus espaldas, cuelga una verde mochila, donde –con seguridad-
guarda cosas de íntima necesidad.
He notado su mirada
comprensiva, pero no habla. Ha extraído un pañuelo del mugroso pantalón negro
con el que seca la sangre de su rostro atormentado. Se golpeó feo, usted, digo.
Sí, responde. ¡Hip! Ahora, ya está. Me voy. ¿Pero cómo va a hacer para irse?;
puedo llamar al COBEM. No, no, al COBEM, no, ruega. No los moleste, puedo solo,
verá, puedo solo. ¡Hip! Y tambalea torpemente. Apoyo su brazo trémulo sobre el
carro de miserias y me dice otra vez: ahora me voy. Me voy para casa. ¿Pero adónde?
¿Dónde queda?, pregunto. Barrio Santa Rosa de Lima, contesta. Me voy, che...
¡Hip!
Le he suplicado que espere
un poco más, hasta aclarar la nebulosa galaxia que gira en su cabeza. Le
explico que es peligroso en su estado andar por ahí, que mejor llamo al COBEM.
Al COBEM no, se enoja. Puedo solo; verá, puedo solo, che. ¡Hip! Ha vuelto a
tomar su pañuelo y se restriega con cuidado las sienes heridas. Es una
piltrafa, el pibe. La camisa –alguna vez blanca- se ennegrece por la noche y la
mugre que la tiñe…
He visto a mi señora
entonces asomar a la puerta. Como a dos pasos de la escena. La observo
preocupada y luego, entrar de súbito a la casa. ¿Qué pasó?, me escucho
preguntar. Me caí, parece, dice el muchacho. ¡Hip! Y aclara: Yo venía bien con
el carrito y me caí, parece. ¡Hip! Hoy tomé alcohol; y me hace mal, aunque me
gusta mucho. Antes no me gustaba. No me gustaba nada. ¡Hip! Ahora me ayuda. Me
olvido de todo. No sufro. Estoy cansado de sufrir, ¿sabe? Me olvido de todo.
Pero hoy no pude olvidarme de todo. ¡Hip!: hoy recordé lo del viejo monasterio
y la huida hacia el monte. Tenía como 23 y me gustaba la oración; orar por las
almas en pena. Porque el Maestro era mi amigo; mi verdadero amigo. Como mi
sombra, ¿vió? Yo les hablaba de Él y ellos me buscaban. A toda hora, me
buscaban. Pero me aturdían, che. De todos lados, venían. ¡Hip! Y me lastimaban
mucho con sus sufrimientos, más que el alcohol; pero sin querer, ¿sabe?, y yo
sentía que no podía ayudarlos tanto como querían… Un día le dije que no aguantaba
más, que lo dejaba en sus manos. ¡Hip! Que yo me iba arriba, sobre una columna
de rocas que me había construido para estar en penitencia, por ellos y por mí;
porque era un flojo para sufrir y verlos sufrir así. Y en la columna estaba
bien, de pie o de rodillas, de noche o de día, con frío o calor; y Él aceptó:
me dijo que me quedara tranquilo. Que Él se haría cargo. Y me quedé arriba.
¿vió?. ¡Hip! Arriba podía orar y predicar tranquilo. Él me acostumbró a dormir
poco y a comer una vez por semana, y muchas personas se amigaron con Él, a
causa de su Palabra en mí: y yo estaba feliz. En aquel momento, yo era feliz.
¡Hip!... Cerca de los 70 vino a buscarme: yo estaba dormido, como hace un rato,
como muerto, arriba, en la columna donde dormía también el silencio (mi
verdadera sombra): sí, porque en aquellos tiempos -¡Hip!- no había tanto ruido
ni de autos ni de ómnibus como ahora...
… Y he sentido reavivar el
estupor de un grito ahogado ante aquel alegato irrefrenable: ¡Dios!, exclamo:
¿San Simeón estilita? Pero... ¿Cómo es posible...? ¡Año 450 d.c.! Eso fue en...
Sisan, Cilicia, cerca de Tarso, donde nació Saulo, san Pablo. Y he gritado al
barrio, también yo ahora turbado y confundido: ¿qué pasa acá? Y le exijo
revelarse: ¿Quién sos, pibe?, digo, realmente; y le sacudo como a un joven
pastor de ovejas, a quien la Palabra del Evangelio de san Mateo en su capítulo
5, introdujo de joven -con 15 años apenas- a la vida monacal en busca de
santidad. Pero no se altera y vuelve a insistir: ahora, tengo que volver a casa.
Mi casa. Volver a casa ¡Hip! Sí, me voy, insiste. No puede retenerme. Nadie
puede hacerlo. Anonadado, sólo atino tontamente a preguntarle: ¿Y…, juntaste
algo…? Sí, responde manso y humilde de corazón: cartón, botellas, un pedazo de
carne, pan, galletas, un velador roto (yo lo arreglo, yo sé arreglar cosas):
son para mi mami. ¡Hip!, y se estremece quien supo de memoria los 150 salmos de
la Biblia y de rezarlos a 21 por día; aquel que inventara el “cilicio” o cuerda
espinosa para ceñir la cintura y hacer penitencia, y que, en su extrema
capacidad de mortificación, se alejó del monasterio que lo había acogido y se
fue a vivir primero dentro de una seca cisterna, abandonada, dando comienzo a
una experiencia que sostendría durante su larga vida: pasar, como su Maestro,
40 días y noches en el desierto imperial de cuaresma sin comer ni beber…
… Porque yo no soy como mi
hermano, el Caín, sentencia. El roba. Yo no robo. Junto cosas para mi mami.
¡Hip! Toco timbre, tic, y espero. Toco timbre, tic, y espero. Pero no robo:
digo, señora, ¿tendría un poco de carne para comer, o lo que quiera darme...; y
espero. Yo no entro a ninguna casa. ¡Hip! Toco timbre, tic, y espero. Pero mi
hermano roba. Yo no. Esto es para mi mami. Porque yo al “otro” lo odio, es
vivo… Y el Maestro me reta: dice que así no sirve, Simeón, el Abel. Que si
tengo odio no sirve. Pero qué quiere. Si llego -y llora como un niño- y el
“otro” se agarra todo. Y yo lo junto para mi mami. ¡Hip! Pero él se aprovecha,
le pega y se agarra todo. A mí no me pega. A la mami, le pega. Un día lo mato.
Lo mato, ¡le juro!... ¡Hip! Pero el Maestro se enoja conmigo. Y me asusta
también cuando se enoja, ¿sabe? Pero es que me duele lo que el “otro” hace con
mi mami... ¡Hip!
Y vuelve a limpiarse
lágrimas y sangre con el pañuelo, quien, refugiado luego de la cisterna en una
absurda cueva, hubo de encadenarse a una roca solitaria para evitar la
tentación de volver a la ciudad; aquel, en fin, que consultado desde todos los
países vecinos, para no distraer su vida de continua oración y penitencia,
construyó una columna, de 3, 7, y 17 metros de altura, sucesivamente, donde pasó
como el Emmanuel sus últimos 36 o 37 años de vida, al sol, al agua y al viento,
predicando, corrigiendo, suplicando, mediando y convirtiendo a las gentes que
acudían en su ayuda...
Entretanto, mi señora, que
ha regresado a colaborar conmigo, le ha dado un poco de naranja fresca y
algunos alimentos. Gracias, le dice. Yo no robo. Toco timbre, tic, y espero. Me
voy, remarca. ¡Hip! E intenta, con tozudez, maniobrar el penoso carrito,
entorpecido por la verde mochila aferrada a sus espaldas. Hermano, le digo, con
cuidado, si te vas, andá por el borde de la calle, no subás a la vereda,
siempre por la derecha y para allá; allá está la cancha del Club Unión,
¿entendés? ¿Sí? ¿Seguro? ¿Por qué no me dejas llamar al COBEM?; son muy
gauchos. Te arriman hasta el barrio. Yo no te veo muy bien que digamos todavía.
No, no, yo me voy con la mami... Y hoy el “otro” no le quita nada... No le
quita nada... Ya va a ver... No le quita -¡Hip!- nada... ¡Hip! Y se va. Se va y
no puedo creer haber sido su testigo…
Entonces, dejo mis dudas
de lado. Sabedor de que un párrafo equívoco bien podría alimentar de mitos la
historia de su heroica vida escrita por Teodoreto, Obispo de Ciro, dejo mi
orgullo de lado y me juro permitir a Dios seguir escribiendo derecho con líneas
torcidas... Por eso, antes de que su maltrecha figura me muestre su encorvada
espalda, recuerdo que, desde la fecha de su muerte, 5 de enero de 459, un gran
monasterio para monjes recoletos emerge aún hoy donde fuera su columna de
virtud y santidad... Y las descubro.
Entonces, las descubro.
Advierto asombrado las tres pesadas bolsas que cuelgan de la parte anterior de
su mochila mendicante y cóncavas vértebras; de seguro ocultas bajo su cuerpo
cuando yacía volcado en el suelo como su carro de miserias. No eran muy grandes
las bolsas; pero estaban henchidas. He debido estar alucinado para leer en
ellas las inscripciones tristeza, soberbia y avaricia. También he debido haber
exagerado al reconocer en este hombre a un santo redivivo de la antigüedad,
que, a la par de cosechar galletas y pedazos de pan o frutas, recogía del alma
de cada hombre que extendía su mano desprendida hacia él, un pedazo de aquellas
tres oscuridades que apagaban en el corazón humano las luces de la alegría, la
humildad y la generosidad...
Sí, creo que esta noche he
sufrido una visión extraña: la de comprender, en ese Cristo roto, cuan mendigos
de Dios somos todos en todos. Por eso rezaré un Padrenuestro y le ofreceré esta
lágrima que me lastima el orgullo de tenerlo… casi todo.-
©ADRIÁN NÉSTOR ESCUDERO, poeta y escritor
argentino
MIEMBRO HONORÍFICO DE
ASOLAPO ARGENTINA
No hay comentarios:
Publicar un comentario