Imagen de: Medjugorje
ELLA
A la Paz en la vida y para la Vida… En especial, a su Poesía vital y al Buen Todo que la suscita y edifica...
Y en estas horas
benignas del estío santafesino, y, con gran afecto admirativo, a los
incontables y entrañables amigos en las
letras y hermanos en la Fe y Humanidad, ángeles de Luz y Consuelo,
servidores de la Paz verdadera y aromas de Cristo Jesús, Príncipe de la
verdadera Paz: abrazados al Misterio del Verbo, en su cálido y tierno Hogar del
Maná de la Palabra; allí, donde las musas suspiran y los vates cantan, y, la
Guerra, nunca alcanzará la dimensión de su cúspide armónica y benévola…
Adrián N. Escudero (Santa Fe, Argentina) – MARZO 2019
Todos los días, al pasar por el lugar, la
miraba.
Más que mirarla, la observaba. O, más que
observarla, la inquiría en cada detalle de su cuerpo quieto y frío.
Simplemente, Ella estaba ahí, quieta
y fría. Y parecía imposible cualquier cambio.
Sin embargo, la pensaba (o imaginaba) un ser
maravilloso –casi divino- presidiendo, en el opaco brillo de sus ojos, el
nacimiento (o muerte) de los días, de las flores, de los árboles y de la gente
que por allí pasaba.
Hubiera deseado humanizarla para entender
mejor su gesto de tímida credulidad; pero Ella también lo auscultaba aunque,
desde tan lejos, que no habría podido superar jamás el abismo de soles, abierto
por la dirección de su extraña mirada.
Era hermosa. La piel, blanca y suave. El
tiempo no transcurría para esos espejos tibios y claros en los que, alucinado,
se sentía –como poseído- reflejar. Tampoco para su rostro de marfil y los paños
leves y tersos que envolvían su cuerpo despojado.
Dio gracias por las manos o los vientres
misteriosos que fueran capaces de modelar o engendrar, si se quiere, semejante
arquitectura de belleza.
Hubiera deseado besarla, acariciarla, tocar
su alma clara de mujer tímida pero anhelante...
Nunca pudo arrebatarse en tal arrojo.
Ella siempre ahí.
Novia de todos y de ninguno.
Admirada. Tan admirada como incomprendida en
su eterna soledad.
Los árboles se inclinaban o aquietaban según
soplara o no el viento único de las cuatro temporadas.
Las hojas se vertían verdes o amarillas, en
fervoroso clamor o límpida caída, según la estación.
El sol alumbraba, las nubes solían llorar, y
la noche (estampada por candiles y guedejas de luz), muchas veces la habían
visto en aquel lugar.
La gente turbaba en ciertas horas el mágico
sitio donde habitaba, rompiendo su encanto con un rugir de autos, exacerbadas
canciones estereofónicas o un griterío de niños que despabilaba con saltos y
muecas el somnoliento y enmohecido aire de la gran ciudad...
Los juegos y sus maderas y barras metálicas
de mil colores, cimbraban, se mecían o dormían en alegre sueño, bajo el dominio
nervioso de aquellos brazos y piernas audaces, quizá felices.
Ella siempre ahí.
Madre de todos y de ninguno.
Admirada. Tan admirada como incomprendida en
su eterna soledad.
También estaban los otros en aquella
peculiar estancia común a diversas expectativas e intereses.
Los viejos.
Con sus canas, sus bastones, sus sombreros y
ropas de antaño. Sus pipas, sus tabacos, sus paraguas y sus diarios.
Con sus quejas, sus reproches, sus recuerdos
y sus muertos. Sus barbas, sus narices rojas, sus temblores y sus nietos. Y sus
lánguidas y pulidas canchas de bochas.
Silbando.
Algunas veces, alegres. Otras, melancólicos.
Muchas, tristes y resignados. Como si pensaran que de nada sirve la experiencia
de los que ya han vivido, para los demás...
Cansados (o agobiados, quizá). Satisfechos
unos; los más, no tanto. Pero todos, irónicos y suficientes, chispeantes e
informados. Muriendo por vivir.
Ella siempre ahí.
Abuela de todos y de ninguno.
Admirada. Tan admirada como incomprendida en
su eterna soledad.
Y fue en aquel día, en aquel inútil y aciago
día, espeso de humedad y crepitante de humo y de cenizas, de hojas postreras y
resecas, en otoño, a las tres de la tarde –dicen que-, sucedió...
Ahora no había coches en las calles. La
situación, muy comprometida en la democracia misma, había guardado a la gente
vagar por la jornada gris.
Toque de queda en el país.
En casa, el pueblo esperando. La ansiedad
como límite de la primera lágrima...
Entonces ocurrió. Y lloró.
Porque la acústica de la segunda guerra
vibró, y la dejó ahí...
... En su plaza. En el mismo lugar. Pero
destrozada. Hecho polvo. O añicos. Descuartizada.
Y lloró.
Bajando la cabeza, ocultando su arma de
estrenado soldado, mordió el pan duro de los mendigos, enfundó las manos en el
calor de unos harapos abonados en sangre, y, salivando a la desgracia supo que,
sin Ella, había muerto para él aquel lugar.-
©ADRIÁN NÉSTOR ESCUDERO, poeta y escritor argentino
MIEMBRO HONORÍFICO DE
ASOLAPO ARGENTINA
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