En su Día, al
inolvidable y amadísimo, San Juan Pablo II “El Grande” (Karol J. Wojtyla) con
ternura filial y admirativa. In memoriam...
Y a su Santidad, Papa
Francisco I (Jorge Bergoglio), transido y apocalíptico heredero, quizás, de las
visiones de Fátima…
“Juan Pablo, su
Santidad”, dijo ella postrándose ante el Pontífice Peregrino: ¿Está usted bien?
¿En qué piensa, padrecito?”…
Está colgado. Y duele. Una gota de agua
enrojecida abre su costado y cae sobre la piedra maciza del monte. A sus pies,
de entre las rocas, nace una niña. Golpea su frente inmaculada el último
espesor de sangre brotado de la herida abierta.
Y llora. La niña llora ferozmente, y lo mira.
El pecho abierto duele mucho. No sabe que si baja a socorrerla, morirá. Que…
Deja que llore. Y no sólo el pecho, el cuerpo
todo duele mucho.
No puede bajarse del madero. Y deja que llore. Por su bien, no puede. Cuando
crezca, ancha de pulmones, la niña comprenderá…
Y será pródiga en cruces y en amores.
“… ¿En qué piensa…?”, rogó ella suplicante
y postrándose a sus pies como María de Betania lo hiciera con Jesús… “Ah, mi
querida Sor Lucía…”, prosiguió, y con un hilo de voz acongojada, reveló: “…
Acabo de releer sus manuscritos sobre Fátima, y… Y pienso… Pienso en la
Iglesia, hija mía…”.
Y como un racimo desgajado de pétalos de
rosa, cayeron de su pecho martirizado por una bala asesina, un rústico y
bruñido crucifijo junto a un puñado de hojas manuscritas desprendidas de sus
manos temblorosas, encerrando aquellas irrevocables y visionarias advertencias
celestiales de Fátima que, hace unos días, ella le había revelado…
Después (ahora), Francisco I, ordenando setenta veces siete sus atribulados pensamientos, dejó pasar por la mente -una vez más y como un tren rápido bordeando unas cumbres alpinas procelosas- aquellas imágenes del futuro predicho, y ya presente, cuyos umbrales y sandalias de pescador, mediante, había comenzado a recorrer hasta el monte de la Gran Cruz a la que estaba predestinado. Atrás, y transcurrido aquel desperdiciado y breve tiempo de paz concedido al mundo tras sus crímenes, una ciudad de azorados moribundos quejaba sin dar cuenta que, delante suyo, el Ocaso de la última alborada terrena abría sus puertas -de par en par- hacia el Cielo prometido, y hacia el Infierno, también...
©ADRIÁN NÉSTOR ESCUDERO, poeta y escritor argentino
MIEMBRO HONORÍFICO DE
ASOLAPO ARGENTINA
Muchísimas gracias, querido Norberto por esta publicación; cuya definición tiene que ver con un testimonio mariano, que trataré de darte a conocer por email. Emocionado, te dejo un fuerte abrazo primaveral, lagunero y santafesino. Paz y Bien. Y siempre en contacto.
ResponderEliminarQué prelufio de DOLORRRRR
ResponderEliminarEZdtan abiertas las puertas pats.que salga la.maldad y pueda abvertirse ls LUZque.no tiene fin.