EL ÁRBOL DE LA PAZ
A la Paz.
En especial, a
su Poesía, y al Árbol de la Vida que la
suscita y edifica...
Y en estas horas
difíciles para la verdadera Paz Mundial, en este lluvioso otoño
santafesino, con gran afecto a los incontables y entrañables amigos en
las letras y hermanos en Humanidad, ángeles de Luz y Consuelo, servidores
de la Vida verdadera y aromas del Príncipe de la auténtica Paz: abrazados al
Misterio del Verbo, en su cálido y tierno Hogar del Maná de la Palabra; allí,
donde las musas suspiran y los vates cantan, y, la ominosa Guerra jamás podrá
alcanzar la dimensión de su cúspide armónica y benévola…
"...
(Y) Sin embargo, en el desierto de nuestras calles ella (la Paz, agrego) pasa,
rompiendo el delgado límite y llenando nuestros ojos de infinito
deseo". Pier Paolo Pasolini Director de
cine y escritor italiano (1922-1975)
I
El
árbol. O, El Árbol. Aquel Árbol.
Todos los días, al
pasar por el lugar, lo miraba y admiraba.
Trabajaba
cerca de aquella plaza centenaria que lo albergaba y veneraba. Y no hubo día en
que dejara de extasiarme su enorme reservorio de vida verde, capaz de perdurar
enhiesto aún en los otoños e inviernos más duros… Y vencer la humedad ambiente
tan consagrada en aquella ciudad circuida por esteros, ríos y lagunas
indomables, y crujida en sus calles asfaltadas por sobre secretos canales
subterráneos de agua…
Frondoso
y orondo, refugio de un concierto de palomas y ubicado, precisamente, en el
centro de aquella antigua Plaza citadina que presentaba, en su borde
occidental, a un orondo palomar… Una rueda de infantes corriendo tras las
plumas hambrientas del ansiado pororó, agitaba la vida de aquel motivante
solar, y, como litúrgicamente, desde la salida del sol hasta el ocaso… Y las
risas de grandes y pequeños se prendían en cada una de las ramas y hojas de
aquel como fantástico Árbol de la Vida o…, Árbol de la Paz…
Más
que mirarlo, la observaba. Y, más que observarlo, lo inquiría en cada detalle
de su cuerpo troncal pétreo y oblongo. ¿Su especie? No la sé aún. Solo sé que
Él estaba siempre ahí, quieto y desvelado, acogedor en cada fragmento de su
raíz troncal; y, sobre, orgulloso de la tupida hojarasca inmortal que atraía a
toda clase de pájaros. En particular, claro está y por su cercanía, a esa
dotación de palomas que, a una hora señalada por su Cuidador Municipal, abría
sus alas de libertad para abrazar a cuanto niño y adulto deseara conquistar la
colorida belleza de su caleidoscópico plumaje. Todo en Él era una fiesta. Y
parecía imposible cualquier cambio. Sin
embargo, una nube de nostalgia tejió de sombras aquellos sentimientos animosos,
esos que veían al Árbol como a un ser maravilloso, casi divino, presidiendo, en
el brillo inmutable de sus ramas y hojas, el nacimiento y renacimiento, al cabo
de un sol presente o ausente, de los días, de las flores, de los demás árboles
y de la gente que por allí pasaba.
Hubiera
deseado humanizarlo para entender mejor su gesto de tímida y paciente
credulidad; pero Él también lo auscultaba aunque, desde cierta e ignota lejanía
espiritual, que no habría podido superar jamás el abismo de soles abierto por
la dirección de tan extrañas como mutuas miradas… Miradas entre el Hombre y el
Árbol; entre un Hombre y un Árbol; entre un Árbol y un Hombre...
Era
hermoso. Y el tiempo no transcurría para esa noble hojarasca de espejos tibios
y v verduzcos en los que, alucinado, se sentía –como poseído- reflejar. Tampoco
para su rollizo, corpulento rostro maderero y los paños leves y tersos que
envolvían su cuerpo despojado. Dio
gracias por las manos o los vientres misteriosos que fueran capaces de modelar
o engendrar, si se quiere, semejante arquitectura de belleza. Y un semblante
igual a los que solía reconocer en los dibujos antiguos sobre el bíblico Árbol
de la Vida… Hubiera
deseado abrazarlo, acariciarlo, tocar con sus dedos cárneos el alma clara
infundada en su noble estirpe vegetal… Nunca
pudo arrebatarse en tal arrojo. Él
siempre ahí. Amigo
de todos y de ninguno. O tan solo y quizás, como al pasar, compañero… Porque en
la rutina y anhelos de muchos seres, Él estaba ahí…, y qué más… Excepto cuando
la canícula o la lluvia arreciaban, y era atento refugio de penitentes e
impenitentes de la existencia… Por
lo que, consciente o inconscientemente admirado. Tan admirado como
incomprendido en su eterna soledad.
II
Los
demás árboles se inclinaban o aquietaban según soplara o no el viento único de
las cuatro temporadas. Y sus hojas se vertían verdes o amarillas, en
fervoroso clamor o límpida caída, según la estación. En tanto, mientras el sol
trazaba su periplo circundante y las nubes solían llorar, la noche -estampada
por candiles y guedejas de luz-, muchas veces lo había visto como seguro
refugio de pájaros y homínidos desguarnecidos… Aunque el gentío
turbara en ciertas horas el mágico sitio donde habitaba, rompiendo su encanto
con un rugir de autos, exacerbadas canciones estereofónicas o un griterío de
escolares que despabilaba con saltos y muecas el somnoliento y enmohecido aire
de la pequeña ciudad...
Los
juegos y sus maderas y barras metálicas de mil colores, cimbraban, se mecían o
dormían, en alegre sueño, bajo el dominio nervioso de aquellos brazos y piernas
audaces, quizá felices. Él
siempre ahí. Padre
de todos y de ninguno. Admirado.
Tan admirado como incomprendido en su eterna soledad. También
estaban los otros en aquella peculiar estancia y lugar común a
diversas expectativas e intereses.
Los
Viejos. Con
sus canas, sus bastones, sus sombreros y ropas de antaño. Sus pipas, sus
tabacos, sus paraguas y sus diarios. Con
sus quejas, sus reproches, sus recuerdos y sus muertos. Sus barbas, sus narices
rojas, sus temblores y sus nietos. Y sus lánguidas y pulidas canchas de bochas. Silbando. Algunas
veces, alegres. Otras, melancólicos. Muchas, tristes y resignados. Como si
pensaran que de nada sirve la experiencia -de los que ya han vivido- para los
demás... Cansados
(o agobiados, quizá). Satisfechos unos; los más, no tanto. Pero todos, irónicos
y suficientes, chispeantes e informados. Muriendo por vivir. Él
siempre ahí. Padre
de todos y de ninguno. Admirado.
Tan admirado como incomprendido en su eterna soledad. Y
fue en aquel día, en aquel inútil y aciago día, espeso de humedad y crepitante
de humo y de cenizas, de vecinas hojas postreras y resecas, en otoño, a las
tres de la tarde dicen que… sucedió. Ahora
no había coches en las calles. La situación, muy comprometida en la democracia
misma y en virtud de una asfixiante realidad socioeconómica, había guardado a
la gente vagar por la jornada gris. Toque
de queda en el país. Y los Ellos, protocolos irrestrictos de seguridad de por
medio, envainados de cascos, armas y escudos contra multitudes hartas de una
ignominia concupiscente mundialmente generalizada… En
casa, el Pueblo ora esperanzado ora desalentado, esperando... La ansiedad como
límite de la primera lágrima... Entonces,
ocurrió. Y lloró. Porque
la acústica de la Guerra vibró, y lo dejó ahí...
...
En su plaza. En el mismo lugar. Pero destrozado. Hecho polvo. O añicos.
Descuartizado. Y
alguien lloró…
(Sí,
lanzado en patrulla contra una horda de habitantes justicieros, bajando la
cabeza y ocultando por un instante su arma de estrenado soldado, mordió el pan
duro de los mendigos, enfundó las manos en el calor de unas hojas verdolagas
abonadas en sangre, y, salivando a la desgracia supo que, sin Él, había muerto
en aquel preciso lugar, el Árbol de la Paz…).
ADRIÁN NÉSTOR
ESCUDERO, Santa Fe, Argentina
MIEMBRO HONORÍFICO DE
ASOLAPO ARGENTINA