EL TILO
Un hombre llamado Mortal
vino a la aldea de Cimares y le dijo al primer niño que encontró: avisa al
viejo más viejo de la aldea, dile que hay un forastero que necesita hablar
urgentemente con él.
Corrió el niño a casa del
Viejo Arcino que, como bien sabía todo el mundo en Cimares, tenía más edad que
nadie.
Hay un forastero que le
quiere hablar con mucha urgencia, dijo el niño al Viejo.
Las prisas del que las
tiene suyas son, la edad que yo tengo me la gané viviendo con calma, si quiere
esperar que espere.
El hombre daba vueltas
alrededor de un tilo muy grande que había en la entrada del pueblo. Cuando
volvió el niño y le dijo lo que le había comentado el Viejo Arcino, estaba muy
nervioso.
Es poco el tiempo que
queda, musitó contrariado, una docena más de vueltas al árbol y termina el
plazo.
El niño le miraba aturdido,
el hombre le acarició la cabeza: lo que menos vale de la edad de un hombre es
la infancia, dijo, porque es lo que primero acaba. Luego viene la juventud,
siguió diciendo mientras volvía a dar vueltas, y nada hay más vano que las
ilusiones que en ella se fraguan. El hombre maduro empieza a sospechar que al
hacerse más sabio, más se acerca a la muerte, entendiendo que la muerte sabe
más que nadie y siempre sale ganando. De la vejez nada puedo decir que no se
sepa.
El Viejo Arcino llegó
cuando el hombre estaba a punto de dar la docena de vueltas.
¿Se puede saber lo que
usted desea, y cuál es la razón de tanta prisa?…, le requirió.
Soy Mortal, dijo el hombre,
apoyándose exhausto en el tronco del tilo.
Todos los somos, dijo el
Viejo Arcino. Mortal no es un nombre, Mortal es una condición.
¿Y aun así, aunque de una
condición se trate, sería usted capaz de abrazarme?…, inquirió el hombre.
Prefiero besar a ese niño
que darle un abrazo a un forastero, pero si de esa manera queda tranquilo, no
me negaré. No es raro que llamándose de ese modo ande por el mundo como alma en
pena.
Se abrazaron bajo el tilo.
Mortal de muerte y
mortandad, musitó el hombre al oído del Viejo Arcino. El que no lo entiende de
esta manera lleva las de perder. La encomienda que traigo no es otra que la que
mi nombre indica. No hay más plazo, la edad está reñida con la eternidad.
¿Tanta prisa tenías…?
inquirió el Viejo, sintiendo que la vida se le iba por los brazos y las manos,
de modo que el hombre apenas podía sujetarlo.
No te quejes que son pocos
los que viven tanto.
No me quejo de que hayas
venido a por mí, me conduelo del engaño con que lo hiciste, y de ver asustado a
ese pobre niño…
El Árbol de los cuentos, Madrid, 2006, Alfaguara,
LUIS MATEO DÍEZ (España, 1942)
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