LA NOCHE
Amo la noche con pasión. La amo, como uno
ama a su país o a su amante, con un amor instintivo, profundo, invencible. La
amo con todos mis sentidos, con mis ojos que la ven, con mi olfato que la
respira, con mis oídos, que escuchan su silencio, con toda mi carne que las
tinieblas acarician. Las alondras cantan al sol, en el aire azul, en el aire
caliente, en el aire ligero de la mañana clara. El búho huye en la noche,
sombra negra que atraviesa el espacio negro, y alegre, embriagado por la negra
inmensidad, lanza su grito vibrante y siniestro.
El día me cansa y me aburre. Es brutal y
ruidoso. Me levanto con esfuerzo, me visto con desidia y salgo con pesar, y
cada paso, cada movimiento, cada gesto, cada palabra, cada pensamiento me
fatiga como si levantara una enorme carga.
Pero cuando el sol desciende, una confusa
alegría invade todo mi cuerpo. Me despierto, me animo. A medida que crece la
sombra me siento distinto, más joven, más fuerte, más activo, más feliz. La veo
espesarse, dulce sombra caída del cielo: ahoga la ciudad como una ola
inaprensible e impenetrable, oculta, borra, destruye los colores, las formas;
oprime las casas, los seres, los monumentos, con su tacto imperceptible.
Entonces tengo ganas de gritar de placer
como las lechuzas, de correr por los tejados como los gatos, y un impetuoso
deseo de amar se enciende en mis venas.
Salgo, unas veces camino por los barrios
ensombrecidos, y otras por los bosques cercanos a París donde oigo rondar a mis
hermanas las fieras y a mis hermanos, los cazadores furtivos. Aquello que se
ama con violencia acaba siempre por matarlo a uno.
Pero ¿cómo explicar lo que me ocurre? ¿Cómo
hacer comprender el hecho de que pueda contarlo? No sé, ya no lo sé. Sólo sé
que es. Helo aquí.
El caso es que ayer -¿fue ayer?-. Sí, sin
duda, a no ser que haya sido antes, otro día, otro mes, otro año -no lo sé-.
Debió ser ayer, pues el día no ha vuelto a amanecer, pues el sol no ha vuelto a
salir. Pero, ¿desde cuándo dura la noche? ¿Desde cuándo…? ¿Quién lo dirá?
¿Quién lo sabrá nunca? El caso es que ayer salí como todas las noches después
de la cena. Hacía, bueno, una temperatura agradable, hacía calor. Mientras
bajaba hacia los bulevares, miraba sobre mi cabeza el río negro y lleno de estrellas
recortado en el cielo por los tejados de la calle, que se curvaba y ondeaba
como un auténtico torrente, un caudal rodante de astros. Todo se veía claro en
el aire ligero, desde los planetas hasta las farolas de gas. Brillaban tantas
luces allá arriba y en la ciudad que las tinieblas parecían iluminarse. Las
noches claras son más alegres que los días de sol espléndido.
En el bulevar resplandecían los cafés; la
gente reía, pasaba o bebía. Entré un momento al teatro; ¿a qué teatro? ya no lo
sé. Había tanta claridad que me entristecí y salí con el corazón algo
ensombrecido por aquel choque brutal de luz en el oro de los balcones, por el
destello ficticio de la enorme araña de cristal, por la barrera de fuego de las
candilejas, por la melancolía de esta claridad falsa y cruda.
Me dirigí hacia los Campos Elíseos, donde
los cafés concierto parecían hogueras entre el follaje. Los castaños radiantes
de luz amarilla parecían pintados, parecían árboles fosforescentes. Y las
bombillas eléctricas, semejantes a lunas destellantes y pálidas, a huevos de
luna caídos del cielo, a perlas monstruosas, vivas, hacían palidecer bajo su
claridad nacarada, misteriosa y real, los hilos del gas, del feo y sucio gas, y
las guirnaldas de cristales coloreados.
Me detuve bajo el Arco del Triunfo para
mirar la avenida, la larga y admirable avenida estrellada, que iba hacia París
entre dos líneas de fuego, y los astros, los astros allá arriba, los astros
desconocidos, arrojados al azar en la inmensidad donde dibujan esas extrañas
figuras que tanto hacen soñar e imaginar.
Entré en el Bois de Boulogne y permanecí
largo tiempo. Un extraño escalofrío se había apoderado de mí, una emoción
imprevista y poderosa, un pensamiento exaltado que rozaba la locura.
Anduve durante mucho, mucho tiempo. Luego
volví.
¿Qué hora sería cuando volví a pasar bajo
el Arco del Triunfo? No lo sé. La ciudad dormía y nubes, grandes nubes negras,
se esparcían lentamente en el cielo.
Por primera vez sentí que iba a suceder
algo extraordinario, algo nuevo. Me pareció que hacía frío, que el aire se
espesaba, que la noche, que mi amada noche, se volvía pesada en mi corazón.
Ahora la avenida estaba desierta. Solos, dos agentes de policía paseaban cerca
de la parada de coches de caballos y, por la calzada iluminada apenas por las
farolas de gas que parecían moribundas, una hilera de vehículos cargados con
legumbres se dirigía hacia el mercado de Les Halles. Iban lentamente, llenos de
zanahorias, nabos y coles. Los conductores dormían, invisibles, y los caballos
mantenían un paso uniforme, siguiendo al vehículo que los precedía, sin ruido
sobre el pavimento de madera. Frente a cada una de las luces de la acera, las
zanahorias se iluminaban de rojo, los nabos se iluminaban de blanco, las coles
se iluminaban de verde, y pasaban, uno tras otro, estos coches rojos; de un
rojo de fuego, blancos, de un blanco de plata, verdes, de un verde esmeralda.
Los seguí, y luego volví por la calle
Royale y aparecí de nuevo en los bulevares. Ya no había nadie, ya no había
cafés luminosos, sólo algunos rezagados que se apresuraban. Jamás había visto
un París tan muerto, tan desierto. Saqué mi reloj. Eran las dos.
Una fuerza me empujaba, una necesidad de
caminar. Me dirigí, pues, hacia la Bastilla. Allí me di cuenta de que nunca
había visto una noche tan sombría, porque ni siquiera distinguía la columna de julio,
cuyo genio de oro se había perdido en la impenetrable oscuridad. Una bóveda de
nubes, densa como la inmensidad, había ahogado las estrellas y parecía
descender sobre la tierra para aniquilarla.
Volví sobre mis pasos. No había nadie a mi
alrededor. En la Place du Château-d’Eau, sin embargo, un borracho estuvo a
punto de tropezar conmigo, y luego desapareció. Durante algún tiempo seguí
oyendo su paso desigual y sonoro. Seguí caminando. A la altura del barrio de
Montmartre pasó un coche de caballos que descendía hacia el Sena. Lo llamé. El
cochero no respondió. Una mujer rondaba cerca de la calle Drouot: «Escúcheme,
señor.» Aceleré el paso para evitar su mano tendida hacia mí. Luego nada. Ante el
Vaudeville, un trapero rebuscaba en la cuneta. Su farolillo vacilaba a ras del
suelo. Le pregunté:
-¿Amigo, qué hora es?
-¡Y yo que sé! -gruñó-. No tengo reloj.
Entonces me di cuenta de repente de que las
farolas de gas estaban apagadas. Sabía que en esta época del año las apagaban
pronto, antes del amanecer, por economía; pero aún tardaría tanto en amanecer…
«Iré al mercado de Les Halles», pensé,
«allí al menos encontré vida».
Me puse en marcha, pero ni siquiera sabía
ir. Caminaba lentamente, como se hace en un bosque, reconociendo las calles,
contándolas.
Ante el Crédit Lyonnais ladró un perro.
Volví por la calle Grammont, perdido; anduve a la deriva, luego reconocí la
Bolsa, por la verja que la rodea. Todo París dormía un sueño profundo,
espantoso. Sin embargo, a lo lejos rodaba un coche de caballos, uno solo, quizá
el mismo que había pasado junto a mí hacía un instante. Intenté alcanzarlo,
siguiendo el ruido de sus ruedas a través de las calles solitarias y negras,
negras como la muerte.
Una vez más me perdí. ¿Dónde estaba? ¡Qué
locura apagar tan pronto el gas! Ningún transeúnte, ningún rezagado, ningún
vagabundo, ni siquiera el maullido de un gato en celo. Nada.
«¿Dónde estaban los agentes de policía?»,
me dije. «Voy a gritar, y vendrán.» Grité, no respondió nadie.
Llamé más fuerte. Mi voz voló, sin eco,
débil, ahogada, aplastada por la noche, por esta noche impenetrable.
Grité más fuerte: «¡Socorro! ¡Socorro!
¡Socorro!»
Mi desesperada llamada quedó sin respuesta.
¿Qué hora era? Saqué mi reloj, pero no tenía cerillas. Oí el leve tic-tac de la
pequeña pieza mecánica con una desconocida y extraña alegría. Parecía estar
viva. Me encontraba menos solo. ¡Qué misterio! Caminé de nuevo como un ciego,
tocando las paredes con mi bastón, levantando los ojos al cielo, esperando que
por fin llegara el día; pero el espacio estaba negro, completamente negro, más
profundamente negro que la ciudad.
¿Qué hora podía ser? Me parecía caminar
desde hacía un tiempo infinito pues mis piernas desfallecían, mi pecho jadeaba
y sentía un hambre horrible.
Me decidí a llamar en la primera casa.
Toqué el timbre de cobre, que sonó de una forma extraña, como si este ruido
vibrante fuera el único del edificio. Esperé. No contestó nadie. No abrieron la
puerta. Llamé de nuevo; esperé… Nada.
Tuve miedo. Corrí a la casa siguiente, e
hice sonar veinte veces el timbre en el oscuro pasillo donde debía dormir el
portero. Pero no se despertó, y fui más lejos, tirando con todas mis fuerzas de
las anillas o apretando los timbres, golpeando con mis pies, con mi bastón o
mis manos todas las puertas obstinadamente cerradas.
Y de pronto, vi que había llegado al
mercado de Les Halles. Estaba desierto, no se oía un ruido, ni un movimiento,
ni un vehículo, ni un hombre, ni un manojo de verduras o flores. Estaba vacío,
inmóvil, abandonado, muerto.
Un espantoso terror se apoderó de mí. ¿Qué
sucedía? ¡Oh Dios mío! ¿Qué sucedía?
Me marché. Pero, ¿y la hora? ¿Y la hora? ¿Quién
me diría la hora?
Ningún reloj sonaba en los campanarios o en
los monumentos. Pensé: «Voy a abrir el cristal de mi reloj y tocaré la aguja
con mis dedos.» Saqué el reloj… ya no sonaba… se había parado. Ya no quedaba
nada, nada, ni siquiera un estremecimiento en la ciudad, ni un resplandor, ni
la vibración de un sonido en el aire. Nada. Nada más. Ni tan siquiera el rodar
lejano de un coche, nada.
Me encontraba en los muelles, y un frío
glacial subía del río.
¿Corría aún el Sena?
Quise saberlo, encontré la escalera, bajé…
No oía la corriente bajo los arcos del puente… Unos escalones más… luego la
arena… el fango… y el agua… hundí mi brazo, el agua corría, corría, fría, fría,
fría… casi helada… casi detenida… casi muerta.
Y sentí que ya nunca tendría fuerzas para volver a subir… y que iba a morir allí abajo… yo también, de hambre, de cansancio, y de frío.
“La Nuit”, 1887
GUY DE MAUPASSANT - (Francia, 1850-1893)
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