Lautaro Murúa y “Alías Gardelito”, un gran filme del cine argentino
Soy un cinéfilo aficionado que vuelvo cada tanto a las películas que
supieron emocionarme, y al repetirlas lo siguen haciendo como una muestra de
que son representativas de los sentimientos de una época sin duda añorada. La
facilidad del internet me permite incursionar con frecuencia en esas
encantadoras odiseas que hasta me arrancan lágrimas. Mi formación al respecto
-y lo digo sin hacerme el modesto- es al lado de algunos especialistas, apenas
elemental. Eso sí, puedo vanagloriarme de ser un gustador de buenas filmaciones
y me considero, además, un curioso espectador, que registra no demasiadas en el
haber de su memoria; tan solo aquellas que -repito- lograron conmoverme y aún
lo siguen haciendo cuando las reveo. Creo que en el sendero de los sentimentales
me puedo jactar de conocer el pasado no solo a través de los buenos libros,
sino también del buen cine.
Empiezo esta reseña con mi recuerdo personal de una de las grandes
películas del cine argentino. Fue don Augusto Roa Bastos, que era uno de los
autores del guion, quien me invitó a que lo acompañara hasta el Puente
La Noria, ubicado sobre el Riachuelo, que une los arrabales porteños con la
provincia de Buenos Aires, donde se estaba rodando el filme “Alias Gardelito”.
Allí me presentó a Lautaro Murúa, quien en este caso como director estaba al
mando de una troupe de primeros actores argentinos encabezada por Alberto
Argibay y Virginia Lago, secundados por Walter Vidarte y Héctor Pellegrini,
entre otros no menos famosos.
Amable, carismático, con una simpatía compradora, el gran Lautaro Murúa
parecía menos el director de la película que un public relection de
la producción. “¡Qué honor para mí es tenerte aquí, mi viejo querido!”, me
sorprendió de entrada con un abrazo. Y acto seguido convocó a sus dirigidos y
al encargado de prensa, Salvador Sammaritano, otro bien recordado amigo, para
que dialogaran conmigo.
Todo el clima daba la sensación de familiaridad o de un encuentro entre
viejos camaradas. La bella y amable Virginia Lagos, me convidó con un mate y Argibay,
con una palmada, me incorporó al grupo; el “Negro” Samaritano, siempre risueño
y divertido, gastó más de una broma dando categoría de reunión de viejos amigos
al ruedo que se improvisó.
Por el escaso presupuesto, me explicó el productor, el filme se rodaba
en blanco y negro. “La creación de cada escena, como te imaginarás -siguió
detallando Lautaro Murúa-, es un trabajo artesanal”. Ahí, sobre el terreno,
comprobé que el meticuloso director, era un empecinado de la perfección,
dispuesto a volver atrás cada escena hasta lograr lo que se había propuesto.
Los encuadres estaban registrados en un cuaderno con particulares y bien
diseñados dibujos del director. De entrada pude ver la labor minuciosa de este
talentoso actor y cineasta, convencido y dispuesto en hacer de Alias
Gardelito una obra maestra.
Concentrado en cada escena, aquel capitán enérgico y minucioso, no
descuidaba detalles y al mando de la nave, a veces rugiente, apuntaba
observaciones precisas. Contagiado por el entusiasmo de Lautaro, sin darse
tregua, todo el equipo trabajaba duro, metido hasta la médula en el rodaje. A
la vista de lince del director no se le escapaba nada; al tiempo que seguía con
atención cada tramo de lo estipulado por el guion y lo iba reviendo y
readaptando. Si había que volver atrás y repetir una escena se hacía hasta que
a su criterio quedara perfecta. Nunca vi -ni creo que vuelva a ver- a un
artífice del séptimo arte tan estricto y preciso como Lautaro. El resultado fue
esa perla del cine argentino, donde Toribio Torres, alias “Gardelito” (Alberto
Argibay), es un ladrón de poca monta en un mundo marginal donde sueña con
emular a su máximo ídolo, el inmortal Carlos Gardel. Tironeado entre ambos
mundos, el de la música comercial y el del delito, el ingenuo “Gardelito” terminará
cayendo en una humillación que lo llevará al desastre final.
Mientras convivían en ese ambiente orillero en el que se filmaban las
escenas centrales. De un modesto y típico restaurante ubicado en un callejón
que desembocaba en las orillas del riachuelo, les traían el almuerzo, que
compartían (eso sí, sin beber vino durante la filmación. “Los buenos cabernet
son para la noche; al mediodía obnubilan y restan lucidez al equipo”,
argumentaba el vital director, y sus dirigidos cumplían al pie de la letra la
consigna. “Aquí solo el mate, que da energías, está permitido”. Todos vibrantes
e introducidos en sus papeles aceptaban las normas impuestas por el exigente
maestro que trabajaban sin descanso hasta que se ocultaba el sol y, a veces de
noche, según las escenas que se debían fijar en el celuloide.
Nació allí mi amistad con Lautaro Murúa, una relación afectiva, que se
prolongó por años y que nos llevó a imaginar proyectos maravillosos que
lamentablemente nunca se concretaron; por supuesto por falta de fondos. ¡Qué le
vamos a hacer, habitamos países melancólicos donde las ideas fluyen, pero rara
vez se cristalizan! No es fácil, de este lado del Océano, concretar un
proyecto. Sobre todo en el cine, una forma del arte muy costosa, pocas veces se
consigue financiación; más aún productores independientes que inviertan en un
filme es tarea ardua y difícil de concretarse.
Para muestra basta un botón, como dice el refrán. Yo cuento una de estas
experiencias. Hacia finales de 1970, llegué a Santiago de Chile como enviado de
un diario argentino para cumplir la tarea de corresponsal y una de las primeras
personas que encontré, fue a Lautaro Murúa; mal de dinero (como siempre), diría
que muy pobre, con dos hijos chicos que lo acompañaban y estaban a su cargo,
viviendo en casa de una hermana, siempre ilusionado, ya que proyectos nunca le
faltaban; su imaginación volaba alto, pero no sólo de brillantes ideas se vive,
hay que realizarlas y eso es, en ocasiones lo imposible “en nuestras humildes
patrias del irrespeto”, como calificaba el poeta Pablo Neruda.
La Unidad Popular, con Salvador Allende a la cabeza y el generoso aporte
de unos amantes del cine, que sentían especial afecto por Lautaro, no podía
solucionar medianamente la alimentación del pueblo y menos aún financiar
proyectos artísticos, en este caso, bastante faraónicos. De manera que las
brillantes ideas de mi amigo, deslumbrantes e impecables desde el punto de
vista estético, caían en saco roto. Así y todo Lautaro filmó escenas de un
documental que no llegó a completar, elogiado por Costa Gavras, Ives Montand y
Jacques Perrin, y que luego la dictadura de Pinochet, como todo gobierno
totalitario, destrozó sin miramientos.
Unos años después nos encontramos con Lautaro en Madrid, donde estaba radicado, actuando para una serie de Televisión Española; siempre con grandes proyectos, que lamentablemente y para mal del cine, en raras ocasiones se han cumplido.
ROBERTO ALIFANO, Buenos Aires, Argentina
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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