VER O NO VER, ESA ES LA CUESTIÓN
Hace diez años que soy
invisible.
Me fui desvaneciendo como la
sombra en un atardecer nublado. Sin brillo, sin ruido. Disimuladamente.
Primero noté que caminaba
casi como sobre el aire. Yo misma no sentía mis pies en contacto con la acera.
Enseguida me di cuenta de que los demás peatones tampoco se percataban de mi
presencia: recibía codazos, empujones, choques de paraguas los días de lluvia…
Dejé de combinar los colores
de la ropa; cambié los zapatos por calzado cómodo, a juego con nada; me envolví
en el confort de la ropa holgada, siempre negra (a tono con la apatía que me
iba embargando cada día un poco más).
Dejé de maquillarme las pestañas
y la línea inferior de mis ojos. Aunque a veces usaba el lápiz labial… antes de
hacerme un selfie –mejor dicho, unos diez selfies- para seguir creyendo en mi
existencia, falseando una sonrisa convincente.
Así logré que me vieran
digitalmente. Y mi invisibilidad cotidiana no fue obstáculo para que tuviera
una vida social variada en la red: la de “yo te animo y tú me apoyas, que tal
tú yo tirando y aquí andamos”, monólogos en audio a veces muy largos - tanto
enviados como recibidos- psicología de aficionados a distancia, y decepciones
varias. Como la vida misma, aunque impalpable.
Pero no me importaba si tomaba un café sola en una cafetería o, muy ocasionalmente, me regalaba a mí misma una comida sencilla en un restaurante para celebrar mi cumpleaños. Me resultaba indiferente si viajaba sola en avión, tren, bus. Si gastaba aceras de otras ciudades, si visitaba museos, bibliotecas, conciertos. Porque nadie me veía.
Y una acaba acostumbrándose.
Y yo ya me había habituado a
todo ello. Me había resignado a la invisibilidad y hasta disfrutaba de ella,
escudriñando rostros sin ser atisbada.
Desarrollé la capacidad de
prever ciertas circunstancias sociales, basándome en esa observación
contemplativa y reflexiva.
A veces, mi inmaterialidad
sufría alguna alteración, y en ambientes laborales o de estudio me tornaba
titilante. (Ahora existo, ahora no existo). Y cuando era percibida, no era
exactamente para nada bueno.
Cuando nada bueno comenzó a
repetirse en bucle, de manera incesante, todo en mi vida se volvió imperceptible,
diría que hasta incorpóreo.
Eso facilitaba unas meditaciones levitantes. Y la paz interior se volvió incandescente e iluminó la soledad y el aislamiento.
Fue entonces cuando llegó la
estafa global. La que instauró el miedo y la represión.
La gente comenzó a volverse
casi invisible al aire libre, escondida tras los bozales obligatorios, so pena
de multa o cárcel.
Gestioné bien mis debilidades
físicas, aprendí sobre los derechos que los visibles ignoraban, y los cité y
recité hasta conseguir librarme del bozal por la vía legal.
Y dejé de ser etérea. Me
convertí en una supuesta apestada a la que todo el mundo mira (tal vez con
envidia, tal vez con desconfianza, tal vez con incredulidad, tal vez con
reprobación).
Si no los oteo, sigo siendo
recóndita. Pero detrás de las gafas de sol, escondo mi curiosidad, y cuando me
atrevo a echar un vistazo, me doy cuenta de que sólo yo existo. Que camino
entre fantasmas, casi diría que me desplazo entre una especie de zombis, que
una vez fueron seres humanos.
Me acomete el temor y a veces
el espanto.
Ya no quiero salir. Tantos
ojos me causan pavor. Son ojos alienados, ojos sin nariz ni boca. Ojos que no
ven nada. Sólo me ven a mí, sin la mordaza, respirando a unos cuantos metros de
distancia social. Ojos tristes, temerosos, condenados.
Ahora mi aislamiento sigue
siendo una línea recta de puntos alineados sin fin. Puntos que marcan los
segundos y componen cada uno de mis días, indefinidamente, o tal vez sólo un
momento más.
Mientras tanto, sigo a la
espera de una recta secante, que corte esa recta de dirección única y me
encuentre en un punto en común.
Un punto: la unidad más
simple, irreductiblemente mínima, sin dimensión.
Año 2020, Era de la Incertidumbre Global.
©Marián Muiños, España
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO
ARGENTINA
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