MIRARSE EL OMBLIGO
(Este fragmento de “La vida es sueño” de P. Calderón de la
Barca nos introduce en el relato, cuyos versos concluyen así: “Quejoso de mi
fortuna/Yo en este mundo vivía/Y cuando entre mí decía: / ¿Habrá otra persona
alguna/ De suerte más inoportuna?) …
El señor “X” se encontraba
deprimido. Mileurista, había roto con su pareja y le fallaba la próstata. Psicosomatizado y deprimido, consideraba a
Job un émulo suyo. Un día encontró en el periódico un anuncio que llamó su
atención y decía así: “Viaje a ninguna parte, pero con vuelta. Si está usted
deprimido, insatisfecho, aburrido o cansado de la vida o es un Buda que se mira
el ombligo le devolveremos el equilibrio perdido”, decidiendo comprobar de qué
se trataba.
El empleado que le atendió vestía
como una ficha de dominó, mitad blanco y mitad negro, y cuando fue requerido del
porqué de aquella extraña vestimenta le respondió con una enigmática respuesta:
ellos le mostrarían la negrura de la vida para que él pudiera encontrar la luz.
Y también- algo importante- que el viaje correría por cuenta de la Agencia.
Escéptico a la vez que intrigado pudo más lo segundo que lo primero y aceptó.
El vuelo duró varias horas. Aún
no había amanecido, percatándose que el cielo estaba iluminado por
deflagraciones. El país estaba en guerra y una vez desembarcaron fue trasladado
al escenario de las operaciones e introducido en un búnker. Los obuses caían
sobre el refugio. Después, se produjo el asalto del enemigo y los dos ejércitos
mantuvieron una lucha cuerpo a cuerpo. La carga de bayonetas fue terrible,
quedando tendidos sobre el campo de batalla
un reguero de caídos: muertos, heridos y mutilados que se retorcían entre
alaridos. En un improvisado hospital de campaña los cirujanos se aprestaban a
amputar aquellos miembros que yacían colgados de los soldados macerados. El
espectáculo era sobrecogedor y entre todos llamó su atención la figura yacente
de un muchacho barbilampiño con el cuerpo deshecho y pegado a cuatro muñones.
Envuelto por un coro de quejas y quebrantos de los que aguardaban su turno, la
respuesta le dejó frío.
―Yo no cuento. He entregado la
vida por mi país y estoy orgulloso de ello. No debo quejarme, a pesar del
inmenso dolor que padezco, sabiendo que si sobrevivo seré un perfecto inútil
que dependerá de la caridad de los demás. Interiorizado, con el eco de sus
palabras golpeándole la cabeza fue sacado de aquel lugar y conducido hacia su
nuevo destino.
El lugar elegido era el Estado de
Virginia, en los Estados Unidos, llevándole su cicerone a la prisión estatal. A
través de una amplia ventana podía ver el interior de la sala, fijándose en el
robusto sillón de madera maciza, de cuyos brazos y patas brotaban como raíces
unos correajes gastados por el uso. El grupo de visitantes permanecía en
silencio sepulcral, penetrando en ella un sacerdote y dos fornidos guardias que
custodiaban al condenado, al cual obligaron a sentarse en el armatoste
inventado por Harold P. Brown, el que fuera polifacético empleado de Thomas
Edison. En tanto le ataban el clérigo recitaba unas frases de la Biblia. Luego,
le adhirieron unos electrodos a la cabeza y las piernas, comenzando a gritar
como un poseso en un baldío esfuerzo por librarse de las ataduras. El verdugo
conmutó una palanca y le fueron aplicados dos choques eléctricos durante varios
minutos que vinieron a romper la resistencia de la piel, y, una vez conseguido,
redujo el voltaje, aumentando la intensidad para que no acabase quemado como un
bonzo, alcanzando la temperatura corporal los 59 grados, con el consiguiente
daño mortal para sus órganos internos. Pero el hombre era fuerte y pudo
soportar el trance, por lo que continuó aplicándole la elevada carga, hasta el
punto de que su cabeza comenzó a arder como una tea. Finalmente, una vez
certificada su muerte le desataron, teniéndose que separar de los cinturones
los trozos de la piel quemada.
Con los ojos desorbitados por el
infernal espectáculo, el señor “X” sintió cómo se mojaban sus entrepiernas
hasta quedar empapado.
― ¡Relájese! Le aguardan más
emociones- le anticipó el guía.
El tercer destino estaba en
España, dirigiéndose hacia el valle del Laguar en el cual se encuentra el
sanatorio San Francisco de Borja. A la entrada había un monolito a la memoria
del doctor Hansen, descubridor del bacilo en 1873. Los jesuitas cuidaban a los
internos. Se diferenciaban de los de la antigüedad porque no vestían harapos ni
debían advertir de su presencia haciendo sonar una campanilla, pero los signos
de la terrible enfermedad eran los mismos. Las úlceras laceraban sus cuerpos
produciéndoles hinchazones, además de la pérdida de sensibilidad en sus
extremidades. Algunos, desahuciados por una sociedad cuya estética se basa en
la belleza y repudia la repugnancia tenían una tronera en la cara, un boquetón
carcomido por el mal al que habían de alimentar poniendo en su rostro un trozo
de carne para que fuese fagocitada. En tanto se lo explicaba se cruzó en el
camino una pequeña leprosa, que en lugar de mano tenía muñones, sorprendiéndose
al verla sonreír.
El periplo finalizaba en Viena,
donde se halla el mayor manicomio del mundo y cuyos pabellones se encuentran
enlazados por un ferrocarril, albergando
hasta tres mil internos. Un grupo de ellos reían estridentemente, sin
ton ni son. Más allá, un hombrecillo desaliñado se esforzaba por dar caza a una
mosca invisible; a algunos le resbalaba la baba y asomaban los mocos por sus
narigones invadidos de vasos capilares que denotaban el alcohol que
presumiblemente llevaban en la sangre desde quién sabe cuándo. Todos
desheredados de la tierra. Gente segregada de la sociedad, algunos, tal vez por
el delito de ser diferentes. Quizá una muestra de cordura ante la locura
colectiva de los que están fuera de los muros.
Antes de marcharse se les acercó
una mujer con el pelo alborotado, ojos inteligentes y llorosos, espetándole a
modo de despedida.
―No todos estamos chiflados.
También los hay cuerdos. Muchos de los que están al otro lado podrían acabar
sus días aquí. La sociedad está enferma y desequilibrada. ¿Sabe por qué?:
Porque al mundo le falta la esperanza.
Al punto, dos robustos celadores
la asieron por las axilas y se la llevaron en volandas hacia la enfermería para
aplicarle una sesión de electro shock.
El viaje había concluido y
regresaron a la Agencia. El señor “X” fue llevado al despacho del director,
encontrándose con un hombre que debía frisar los sesenta y pico. Era adiposo y
se mantenía erguido en el sillón sujeto por una abrazadera a la altura de la
cintura. En seguida se percató que no podía ver, pues las cuencas de sus ojos
estaban vacías. Tampoco oír, al carecer de orejas. Era, además, mudo, pues su
boca no tenía labios, faltándole media lengua y tampoco tenía brazos ni
piernas.
― El despojo de persona que tiene
ante usted- le dijo el guía- es mi padre. Hasta no hace mucho, habiendo amasado
una fortuna vivió como un crápula pensando sólo en él, hasta que sufrió un
grave accidente que le dejó en la situación que puede ver. De nada le sirvió
todo el dinero que tenía y los médicos no pudieron hacer otra cosa que operarle
varias veces para salvar su vida, quedando en el estado actual. Lo último que
perdió fueron los brazos y antes de que le fuesen amputados dejó escrito un
testamento que habría de ser su postrera voluntad. ¡Venga, se lo mostraré!
Entonces, abrió una caja fuerte y
extrajo un papel, ofreciéndoselo para que lo leyese.
― “Mientras vivimos plácidamente
nos despreocupamos de lo que nos rodea. Viví como un animal y quiero morir como
un hombre. Por eso, lego toda mi fortuna a la institución para que pueda hacer
entender que la vida es hermosa a pesar de todo. Y que, si echamos la mirada
atrás, nos daremos cuenta que hay otros más desgraciados que nosotros. Somos hombres y no cosas. Nunca debemos
perder la paz interior. El alma.”
Finalizada la lectura el señor
“X” le prodigó una mirada de ternura. En ella podía advertirse que había
asimilado las experiencias vividas. A pesar de la problemática realidad, debía
apreciar lo que tenía, desde la sonrisa de un niño, la ternura de quienes nos
aman, el aire que respiramos, el calor del sol o el equilibrio emocional, que
sólo cuando las perdemos aprendemos a valorarlas, entendiendo que siempre habrá
quienes soportan mayores sufrimientos. Y conmovido, superando la repugnancia
abrazó aquella mole de carne que le había congratulado con la vida.
©ÁNGEL MEDINA, poeta y escritor español
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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