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sábado, 5 de febrero de 2022

Un lujo argentino que ya fue, Roberto Alifano, Buenos Aires, Argentina

 




TRIBUNA

Un lujo argentino que ya fue

 

En la Edad Media la imaginación pobló de prodigiosas criaturas los mares que surcaba el hombre. Las sirenas (criaturas mitológicas que se las representaba como seres híbridos con rostro y torso de mujer) y los endriagos (dragones monstruosos mitad hidra y mitad hombre, o serpiente de varias cabezas) eran los más comunes. Bestias, en ambos casos, que se caracterizaban por ser gigantescos y por una perezosa ligereza de movimientos, valga el oxímoron. En el Quijote es uno de los enemigos a los que se tiene que enfrentar Amadís de Gaula; su naturaleza infernal está precisada en la descripción que se hace de su muerte: “Antes que el alma le saliese, salió de su boca el diablo, e fue por el aire con muy gran tronido”.

También Dante, en su Divina Comedia, le atribuye a Ulyses un viaje más allá de las Columnas de Hércules, ubicadas en el estrecho de Gibraltar, donde, según una leyenda, Dios había puesto sus límites, so pena del implacable castigo a quienes transgredieran la prohibición. Esas fantasías no desalentaron a los osados navegantes -que a pesar de las amenazas bíblicas, de los endriagos y otros monstruos aterradores-, se hicieron a la mar océano y lo cruzaron para fundar un nuevo continente. Fue así que después del descubrimiento de nuestra América los cronistas fijaron su atención en este mundo que se les revelaba y donde el codiciado oro impulsaba a las empresas más temerarias.

En estas costas del Plata, con hondas llanuras, que parecían prolongar el mar y donde la vista se extendía sin fijar un horizonte, el conquistador español trajo del viejo mundo los caballos para multiplicar el paso y las vacas para alimentarse. Sin demasiados depredadores y con pastizales fértiles y propicios para su crecimiento, ese ganado se reprodujo como los panes y los peces bíblicos.

Con el paso del tiempo, ese emprendimiento, tan necesario para la supervivencia, se transformó en una cultura, en que vale la pena indagar. ¿Cómo llegó el asado a ser la comida que nos identifica? Y más: ¿cómo llegó incluso a oficiar de sagrado sustantivo toda vez que en una reunión se encienden brasas y se tira sobre la parrilla algún corte de carne? El “vamos a comer un asadito”, fue una propuesta habitual entre nosotros. Junto con el auge que ha tenido la gastronomía en general, señalemos que en los últimos tiempos distintos investigadores de variadas disciplinas han puesto el foco en esta tradición, logrando reconstruir el origen y la consagración de un gran ícono de nuestra tierra. Aunque la famosa frase de la canción El arriero de don Atahualpa Yupanqui “Las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas”, siga funcionando como una denuncia respecto de la concentración de la propiedad de la hacienda, bien sirve también para ilustrar cómo empezó la historia vacuna de la Argentina.

El ganado vacuno, que tanto apreciamos en nuestros días es la resultante de más de 400 años de evolución de aquellas primeras vaquitas (más de quinientas, se dice), que trajo don Juan de Garay a Buenos Aires allá por 1580. Abundancia de pasturas, aguas dulces y escasez de depredadores garantizaron la multiplicación de aquellas primeras cabezas españolas. Hacia fines del siglo XVIII el naturalista Félix de Azara estimaba que había la menos modesta que asombrosa cantidad de 48 millones de vacas por estas tierras.

“Veo que en ninguna estancia se come pan ni otra cosa que carne asada: que la ración ordinaria es una res al día para cuarenta o cincuenta hombres”, describe en Apuntamientos para la Historia Natural de los Quadrúpedos del Paragüay y del Río de la Plata. Según estima un cronista de la Revolución de Mayo, pues ya en la década de 1810 se consumían 225 kilogramos de carne vacuna por persona al año.

Algunos años después, entre 1832 y 1835, el célebre naturalista británico Charles Darwin (que con solo 23 años llegó a la desembocadura del Río Negro para recorrer la Argentina y Chile, como parte de un viaje más extenso que lo llevó por otros rincones del mundo y le sirvió para desarrollar sus teorías), se asombró en nuestra tierra de “la divina, tentadora costumbre de comer carne asada”. Luego de su paso por nuestra capital, escribió: “para dominar la Ciudad de Buenos Aires, basta con tener el control del abastecimiento de carne.”

En sus famosos escritos el científico reconoció a los argentinos como los más carnívoros de todas las especies y en carta a su hermana, fechada en 1833 asegura haberse convertido en todo un gaucho: “tomo mi mate y fumo mi cigarro y después me acuesto y duermo cómodo, con los cielos como toldo, como si estuviera en una cama de pluma. Es una vida tan sana la mía. Ando casi todo el día encima del caballo, comiendo nada más que carne y durmiendo en medio de un viento fresco, que uno lo despierta fresco como una alondra”.

No demasiados años antes, el botánico e ingeniero, también británico, John Miers había logrado desentrañar uno de los secretos de nuestra comida. “Es uno de los procedimientos favoritos de cocinar y se llama asado; de cualquier modo es muy bueno porque la rapidez de la operación evita la pérdida del jugo que queda dentro de la carne”, relata en su Viaje al Plata, fechado entre 1819 y 1824.

Pero fue, paradójicamente, la primera gran oleada inmigratoria, que pisó las costas del Plata hacia 1880, la que contribuyó a configurar la forma de hacer asado con parrillas en la ciudad de Buenos Aires. A los recién llegados al célebre Hotel de los Inmigrantes se les daba 600 gramos de pan y 600 gramos de carne por día. De esa manera, los europeos, para quienes la carne era un bien escaso y casi inalcanzable, abrazaron complacidos el culto al asado. En los conventillos se empezó a grillar la carne de un modo más urbano y con parrillas horizontales.

A pesar del alto costo de la carne, con casi 60 kilos por persona al año, los argentinos seguimos siendo uno de los pueblos más carnívoros; aunque, en estos tiempos de escasez, no toda la carne va a parar al asador. Los registros de consumo dan cuenta de una baja en la ingesta de carne vacuna, en parte por la sustitución por otras proteínas cárnicas y también debido a los vaivenes económicos del país, que desde tiempo hace largo tiempo están en estrepitosa baja.

Si mal no recuerdo, hace dos años, el entonces candidato presidencial Alberto Fernández había asegurado que la exportación de carne era “prioritaria y perfectamente compatible con la lucha contra la inflación”. El hoy presidente Alberto Fernández parece pensar todo lo contrario. La directora general de Comercio Interior, Paula Español, muy conectada con la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner y con su hijo Máximo, lleva semanas advirtiendo de que al Gobierno no le “temblará el pulso a la hora de prohibir definitivamente las exportaciones para forzar los precios a la baja”. Esta postura ha prevalecido y ha sido aplaudida de inmediato por el sector más radical de la coalición en el gobierno. Juan Grabois, el joven líder de Patria Grande y representante de los sectores sociales más excluidos, además de asesor del papa Francisco, se felicitó por la prohibición: “La Patria, primero”, exclamó apoyando la medida.

Otra parte del peronismo coincidió con los ganaderos. No es deseable entrar en otro conflicto con el campo y, sobre todo, interrumpir las exportaciones, justo cuando Argentina está escasa de dólares; es como dispararse un balazo en el pie. Se está por ver ahora si el endeble Gobierno de los Fernández podrá resistir las protestas del sector agrario y sostener la anunciada prohibición. En enero ya se había prohibido por 30 días la exportación de maíz; sin embargo, tras reunirse con los productores, se demoró la medida. Ahora los ganaderos temen que si el Gobierno sigue adelante y prolonga su decisión por más de un mes, como sucedió en 2006, se pierdan sin remedio mercados esenciales. Por ejemplo, nunca se ha recuperado el mercado alemán, que se quedó sin bifes argentinos justo cuando Alemania disputaba como local un Mundial de fútbol.

La carne, todos sabemos, constituye un segmento importante de las exportaciones argentinas. En 2020 supuso ingresos por 3.126 millones de dólares, frente a los 14.000 aportados por la exportación estelar de la soja. La carne vacuna representa aproximadamente un 10 por ciento del comercio exterior de un país cada vez más cerrado en sí mismo, que ha limitado hasta sus viajes aéreos y se enrosca en el remoto, absurdo lema “vivir de lo nuestro”. Imperdonable error. El mundo moderno es un tejido de intercomunicaciones, especialmente establecido en el comercio internacional.

Lo que se vende afuera es, además, distinto a lo que se consume internamente. La denominada Cuota Hilton es un cupo de exportación de carne vacuna sin hueso, de alta calidad y valor que la Unión Europea otorga a países productores y exportadores. Nada se desaprovecha; hay cortes menos especiales que se venden en otros países. La República Popular China, por ejemplo, compra con preferencia lo que se llama “sobrante”, que son partes de calidad menos especial, destinadas al procesamiento industrial. En tanto que en Europa, como ya señalamos, se venden las piezas más refinadas y caras.

Sea como fuere, lo cierto es que “el asado”, o “el asadito criollo”, como se lo llama tiernamente en los hogares, ese corte intermedio bien argentino y dominguero, está pasando al olvido. Es un lujo en estos crueles tiempos en que la pobreza alcanza cifras aterradoras.

 

©ROBERTO ALIFANO, poeta y escritor argentino

MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA


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