TRIBUNA
Un lujo argentino que ya fue
En la Edad Media la imaginación pobló
de prodigiosas criaturas los mares que surcaba el hombre. Las sirenas
(criaturas mitológicas que se las representaba como seres híbridos con rostro y
torso de mujer) y los endriagos (dragones monstruosos mitad hidra y mitad
hombre, o serpiente de varias cabezas) eran los más comunes. Bestias, en ambos
casos, que se caracterizaban por ser gigantescos y por una perezosa ligereza de
movimientos, valga el oxímoron. En el Quijote es uno de los enemigos a los que
se tiene que enfrentar Amadís de Gaula; su naturaleza infernal está precisada
en la descripción que se hace de su muerte: “Antes que el alma le saliese,
salió de su boca el diablo, e fue por el aire con muy gran tronido”.
También Dante, en su Divina
Comedia, le atribuye a Ulyses un viaje más allá de las Columnas de
Hércules, ubicadas en el estrecho de Gibraltar, donde, según una leyenda, Dios
había puesto sus límites, so pena del implacable castigo a quienes
transgredieran la prohibición. Esas fantasías no desalentaron a los osados
navegantes -que a pesar de las amenazas bíblicas, de los endriagos y otros monstruos
aterradores-, se hicieron a la mar océano y lo cruzaron para fundar un nuevo
continente. Fue así que después del descubrimiento de nuestra América los
cronistas fijaron su atención en este mundo que se les revelaba y donde el
codiciado oro impulsaba a las empresas más temerarias.
En estas costas del Plata, con hondas
llanuras, que parecían prolongar el mar y donde la vista se extendía sin fijar
un horizonte, el conquistador español trajo del viejo mundo los caballos para
multiplicar el paso y las vacas para alimentarse. Sin demasiados depredadores y
con pastizales fértiles y propicios para su crecimiento, ese ganado se
reprodujo como los panes y los peces bíblicos.
Con el paso del tiempo, ese
emprendimiento, tan necesario para la supervivencia, se transformó en una
cultura, en que vale la pena indagar. ¿Cómo llegó el asado a ser la comida que
nos identifica? Y más: ¿cómo llegó incluso a oficiar de sagrado sustantivo toda
vez que en una reunión se encienden brasas y se tira sobre la parrilla algún
corte de carne? El “vamos a comer un asadito”, fue una propuesta habitual entre
nosotros. Junto con el auge que ha tenido la gastronomía en general, señalemos
que en los últimos tiempos distintos investigadores de variadas disciplinas han
puesto el foco en esta tradición, logrando reconstruir el origen y la
consagración de un gran ícono de nuestra tierra. Aunque la famosa frase de la
canción El arriero de don Atahualpa Yupanqui “Las penas son de
nosotros, las vaquitas son ajenas”, siga funcionando como una denuncia respecto
de la concentración de la propiedad de la hacienda, bien sirve también para
ilustrar cómo empezó la historia vacuna de la Argentina.
El ganado vacuno, que tanto
apreciamos en nuestros días es la resultante de más de 400 años de evolución de
aquellas primeras vaquitas (más de quinientas, se dice), que trajo don Juan de
Garay a Buenos Aires allá por 1580. Abundancia de pasturas, aguas dulces y
escasez de depredadores garantizaron la multiplicación de aquellas primeras
cabezas españolas. Hacia fines del siglo XVIII el naturalista Félix de Azara
estimaba que había la menos modesta que asombrosa cantidad de 48 millones de
vacas por estas tierras.
“Veo que en ninguna estancia se come
pan ni otra cosa que carne asada: que la ración ordinaria es una res al día
para cuarenta o cincuenta hombres”, describe en Apuntamientos para la
Historia Natural de los Quadrúpedos del Paragüay y del Río de la Plata.
Según estima un cronista de la Revolución de Mayo, pues ya en la década de 1810
se consumían 225 kilogramos de carne vacuna por persona al año.
Algunos años después, entre 1832 y
1835, el célebre naturalista británico Charles Darwin (que con solo 23 años
llegó a la desembocadura del Río Negro para recorrer la Argentina y Chile, como
parte de un viaje más extenso que lo llevó por otros rincones del mundo y le
sirvió para desarrollar sus teorías), se asombró en nuestra tierra de “la
divina, tentadora costumbre de comer carne asada”. Luego de su paso por
nuestra capital, escribió: “para dominar la Ciudad de Buenos Aires, basta
con tener el control del abastecimiento de carne.”
En sus famosos escritos el científico
reconoció a los argentinos como los más carnívoros de todas las especies y en
carta a su hermana, fechada en 1833 asegura haberse convertido en todo un
gaucho: “tomo mi mate y fumo mi cigarro y después me acuesto y duermo
cómodo, con los cielos como toldo, como si estuviera en una cama de pluma. Es
una vida tan sana la mía. Ando casi todo el día encima del caballo, comiendo
nada más que carne y durmiendo en medio de un viento fresco, que uno lo
despierta fresco como una alondra”.
No demasiados años antes, el botánico
e ingeniero, también británico, John Miers había logrado desentrañar uno de los
secretos de nuestra comida. “Es uno de los procedimientos favoritos de
cocinar y se llama asado; de cualquier modo es muy bueno porque la rapidez de
la operación evita la pérdida del jugo que queda dentro de la carne”,
relata en su Viaje al Plata, fechado entre 1819 y 1824.
Pero fue, paradójicamente, la primera
gran oleada inmigratoria, que pisó las costas del Plata hacia 1880, la que
contribuyó a configurar la forma de hacer asado con parrillas en la ciudad de
Buenos Aires. A los recién llegados al célebre Hotel de los Inmigrantes se les
daba 600 gramos de pan y 600 gramos de carne por día. De esa manera, los
europeos, para quienes la carne era un bien escaso y casi inalcanzable,
abrazaron complacidos el culto al asado. En los conventillos se
empezó a grillar la carne de un modo más urbano y con parrillas horizontales.
A pesar del alto costo de la carne,
con casi 60 kilos por persona al año, los argentinos seguimos siendo uno de los
pueblos más carnívoros; aunque, en estos tiempos de escasez, no toda la carne
va a parar al asador. Los registros de consumo dan cuenta de una baja en la
ingesta de carne vacuna, en parte por la sustitución por otras proteínas
cárnicas y también debido a los vaivenes económicos del país, que desde tiempo
hace largo tiempo están en estrepitosa baja.
Si mal no recuerdo, hace dos años, el
entonces candidato presidencial Alberto Fernández había asegurado que la
exportación de carne era “prioritaria y perfectamente compatible con la lucha
contra la inflación”. El hoy presidente Alberto Fernández parece pensar todo lo
contrario. La directora general de Comercio Interior, Paula Español, muy
conectada con la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner y con su hijo
Máximo, lleva semanas advirtiendo de que al Gobierno no le “temblará el pulso a
la hora de prohibir definitivamente las exportaciones para forzar los precios a
la baja”. Esta postura ha prevalecido y ha sido aplaudida de inmediato por el
sector más radical de la coalición en el gobierno. Juan Grabois, el joven líder
de Patria Grande y representante de los sectores sociales más excluidos, además
de asesor del papa Francisco, se felicitó por la prohibición: “La Patria,
primero”, exclamó apoyando la medida.
Otra parte del peronismo coincidió
con los ganaderos. No es deseable entrar en otro conflicto con el campo y,
sobre todo, interrumpir las exportaciones, justo cuando Argentina está escasa
de dólares; es como dispararse un balazo en el pie. Se está por ver ahora si el
endeble Gobierno de los Fernández podrá resistir las protestas del sector
agrario y sostener la anunciada prohibición. En enero ya se había prohibido por
30 días la exportación de maíz; sin embargo, tras reunirse con los productores,
se demoró la medida. Ahora los ganaderos temen que si el Gobierno sigue
adelante y prolonga su decisión por más de un mes, como sucedió en 2006, se
pierdan sin remedio mercados esenciales. Por ejemplo, nunca se ha recuperado el
mercado alemán, que se quedó sin bifes argentinos justo cuando Alemania
disputaba como local un Mundial de fútbol.
La carne, todos sabemos, constituye
un segmento importante de las exportaciones argentinas. En 2020 supuso ingresos
por 3.126 millones de dólares, frente a los 14.000 aportados por la exportación
estelar de la soja. La carne vacuna representa aproximadamente un 10 por ciento
del comercio exterior de un país cada vez más cerrado en sí mismo, que ha
limitado hasta sus viajes aéreos y se enrosca en el remoto, absurdo lema “vivir
de lo nuestro”. Imperdonable error. El mundo moderno es un tejido de
intercomunicaciones, especialmente establecido en el comercio internacional.
Lo que se vende afuera es, además,
distinto a lo que se consume internamente. La denominada Cuota Hilton es
un cupo de exportación de carne vacuna sin hueso, de alta calidad y valor que
la Unión Europea otorga a países productores y exportadores. Nada se
desaprovecha; hay cortes menos especiales que se venden en otros países. La
República Popular China, por ejemplo, compra con preferencia lo que se llama
“sobrante”, que son partes de calidad menos especial, destinadas al
procesamiento industrial. En tanto que en Europa, como ya señalamos, se venden
las piezas más refinadas y caras.
Sea como fuere, lo cierto es que “el
asado”, o “el asadito criollo”, como se lo llama tiernamente en los hogares,
ese corte intermedio bien argentino y dominguero, está pasando al olvido. Es un
lujo en estos crueles tiempos en que la pobreza alcanza cifras aterradoras.
©ROBERTO ALIFANO, poeta y escritor argentino
MIEMBRO
HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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