EL
TIMADOR
Lo que voy a contar aquí es la
verdad, la más pura y absoluta verdad. Ni siquiera un punto o una coma están
revestidos de algún vestigio de falsedad. Así que, créanme, por favor...
El
hecho de que me crean o presten alguna atención a este fiel relato, reducirá en
alguna medida esta angustia que llevo en mi espíritu como una pesada carga y,
quizás, contribuya también, a salvar una vida.
El 16 de junio de 1963, casi a punto de cumplir mis veintiún años, me dieron la baja del servicio militar obligatorio, habiendo cumplido con la patria en el Batallón de Comando y Logística 101 que se hallaba emplazado en territorio de la provincia de Buenos Aires.
Era necesario comenzar a trabajar a fin de forjarme un porvenir
próspero y honesto y, tal vez, formar después una familia como era natural que
pudiese suceder. Fue así que me embarqué en un micro rumbo a Buenos Aires.
Cuando bajé en la vieja estación de ómnibus de la calle Cangallo, casi Pueyrredón, del barrio del Once, una aglomeración de personas rodeaban a un personaje similar a esos que se dedican a captar con su cháchara desaprensiva a los incautos pasajeros de turno a fin de venderles alguna cosa que, pasado el momento, siempre son de utilidad incierta.
Me
acerqué con la propia inquisición provinciana que nos delata y pude ver como
aquél comediante despojaba a los curiosos de sus pertenencias en un acto de
prestidigitación, y que, luego de pasados un par de minutos, las devolvía a sus
dueños sin más ni más, recibiendo entonces, muchos aplausos y algunas pocas
monedas por su actuación.
No sé como me detectó, pero a los pocos instantes, me invitó para
realizar el truco conmigo. Ante los silbidos del público, no tuve otra opción
que prestarme al juego, no sin antes proponerme con firmeza no sacarle la vista
de encima a fin de descubrir sus mañas.
Se
hizo un claro entre el gentío y aquel hombre me puso de frente haciéndome
inclinar hacia él, de manera que nuestras cabezas se tocaran. Yo debía tener
los brazos cruzados.
Pasaron
un par de minutos donde no despegué mis ojos de sus manos. El hombre parecía
murmurar entre dientes un canto desconocido y extrañamente melodioso, luego de
un rato, me pidió que dirigiera la vista hasta mis pantalones y... ¡Grandioso!,
en lugar de mis pantalones tenía puesto un par de grandes calzoncillos de
cuadrillé celeste y blanco. El público se deshizo en carcajadas y aplausos.
Para no sentirme tan ridículo y a modo justificación por mi estupidez, comencé
a hacer reverencias hacia la gente que no paraba de reír. Yo les gritaba casi
como en una disculpa: ¡Es un genio..! ¡Una maravilla..! ¡Un mago..! ¡No me
distraje ni un segundo observando sus manos y miren lo que me hizo! ¡No lo
puedo creer..!
El hombre me tomó de la mano y juntos corrimos hasta un baño,
allí, me devolvió el pantalón y mis pertenencias. Yo sabía muy bien el dinero
que llevaba; $190.-, en un billete de $100.-, uno de $50.-, uno de $20.- y dos
de $10.- y algunas monedas. Estaba correcto. Le recordé que también llevaba en
uno de mis bolsillos un encendedor “Carucita” y medio paquete de cigarrillos.
También me los devolvió. Los guardé en mi pantalón y me deshice en palabras de
admiración y agradecimiento al ver que nada me faltaba.
El
hombre, sonrió con gesto paternal, me palmeó la espalda y desapareció entre la
gente que se agolpaba en la plataforma dispuesta a viajar.
En la calle, el fragor del tránsito apagó el recuerdo de aquel momento con rapidez. El ulular de una sirena atemorizó mi espíritu y partí de allí casi con apuro. Una vez en la vereda, creo que me llevé por delante a varios transeúntes que seguramente también huían, quizás de otras cosas, pero huían.
Quince días después de aquel insólito episodio, comencé a sentir fuertes dolores de cintura, eran como tajos de afilados estiletes penetrando por mi costado derecho, debajo de la última costilla, además, orinaba con algunas señales de sangre.
Fui al médico y, después de un prolongado y meticuloso examen, me pidió que me
realizara lo antes posible una radiografía de la zona afectada. Al día
siguiente, bastante preocupado, concurrí al Hospital de Clínicas, donde, la
notable capacidad del médico especialista, permitió concluir con el estudio en
escasos minutos. Me llevaron a una salita donde esperé con ansiedad por el
informe. Al fin, después de soportar la tediosa espera de algo más de cuarenta
minutos, entró el médico con un sobre en la mano. Me lo entregó y me dijo
casi fraternalmente:
-No
es nada preocupante lo suyo, mi amigo. Esos dolores que usted refiere, son
producto de la extirpación del riñón derecho...
-¿Dónde
lo operaron? ¡Nefrectomía perfecta! ¡No se nota la cicatriz!
Quise
explicarle que nunca había sido operado, pero...
La
imagen del timador, su sonrisa y el palmoteo en la espalda, afloraron a mis
sentidos en toda su plenitud.
©NORBERTO PANNONE, Buenos Aires,
Argentina.
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