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sábado, 25 de enero de 2025

AL OTRO LADO DEL CREPÚSCULO - Norberto Pannone, Buenos Aires, Argentina

 



AL OTRO LADO DEL CREPÚSCULO

     La franja naranja, donde se iba acostando el óvalo dorado hacedor de la luz, estaba decreciendo. Parecía alejarse con celeridad a medida que se opacaba.

El resplandor amarillento se encogía a cada instante. Detrás de nosotros, las sombras avanzaban proporcionalmente a la fuga de la luz.

     Sobre la laguna, una leve brisa rizaba la superficie y los juncos, que emergían cautelosos, columpiaban impávidos a la espera de la calma que reinaría en poco rato.

     Desde nuestra perspectiva se veía el viejo molino junto al alambrado, girando con el ala rota, al tiempo que un débil y sediento lamento parecía burlarse de nosotros, asustándonos. Me distraje un momento y tuve que hacer volteretas para no llevarme por delante a uno de mis camaradas. Otros dos, que venían detrás, me imitaron, mirándome con sus ojos muy abiertos por la sorpresa; pasaron a mi lado meneando sus cabezas con gestos de reproches.

     Al mismo tiempo que buscábamos el lugar donde iríamos a dormir, la hermosa e indescriptible tonalidad del ocaso entintaba de rojo las pocas nubes colgadas no sé de donde, estáticas y frágiles sobre un horizonte, que esta vez, me pareció distinto al de otras veces.

     Nunca me sentí tan feliz. Tomé fuerzas y en un impulso de júbilo rebasé a tres o cuatro compañeros que me precedían. Creo que en ese momento mis colores brillaron como nunca y mi cuello se estiró un poco más a causa de mi vanidad. Me extasiaba con aquellos agujeritos de luces sobre el agua, similares a los que había más arriba, sobre nuestras cabezas. De improviso, partió desde los juncos un graznido sin alma que pareció llamar la atención de nuestro guía y, junto a él, enfilamos hacia el lugar desde donde provenía. A mi me pareció ver entre el totoral un par de sombras agazapadas y algunos de esos bichos gritones de cuatro patas. Esos, de hocicos largos con grandes y estúpidas orejas; más grotescos aún con esa larga cola que, realmente, no sé para que les sirve. Cerca de ellos, sobre el agua ahora un poco más calma por la huída de la brisa, los hoyitos de luces, algo más quietos, se iban agrupando cada vez más. El cielo no era ni azul ni negro. Supuse que podía compararlo con el color del humo de la madera nueva de los bosques, cuando arden.

      De pronto, se mezclaron con mis pensamientos: el sonido de truenos y el par de pequeñas nubes blancas que vi partir desde las siluetas agazapadas.

     Sentí un pequeño dolor en mi costado derecho y de inmediato, otra punzada en mi pecho. No pude mantener el ritmo, me faltó el aire y comencé a caer. Tomé conciencia de que me acercaba velozmente hacia los pequeños socavones de luces. Golpeé sobre la superficie y me quedé quieto... Me pareció que aún podía mover mis alas. El frío del agua se mezcló con la sangre caliente y sentí miedo...

     Mis amigos habían huido. No pude verlos en el marco del pequeño fragmento de cielo que aún se mostraba. Me sentí muy solo. Solo con el miedo y la sospecha.

Me humilló que uno de esos asquerosos bichos de cuatro patas me tomara sin contemplación entre sus babeantes fauces y me depositara como un trapo en la mano fría y áspera del hombre que había utilizado el destello y el retumbo a su antojo.

Como en un sueño, entendí que decía: “¡Qué hermoso pato! ¡Mira José, los colores que tiene! ¡Fíjate que pechuga! ¡Qué hermoso ejemplar, parece un macho...!”

     Pobrecitos... sentí lástima...

     Luego, mis ojos perdieron el brillo al mismo tiempo que se fueron apagando los ecos del canto de las ranas. Me hundí en una de aquellas oquedades lumínicas reflejadas en la superficie del agua hasta hallar la sublime inconsciencia del no ser.

Acaso, en busca de algunos de mis camaradas para retomar la liviandad del vuelo interrumpido; acaso, para oír en otros humedales... la copla inmemorial de las cigarras...

 

©NORBERTO PANNONE 2004 – Buenos Aires, Argentina


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