Bienvenidos

sábado, 11 de enero de 2025

EL CIRICO - Norberto Pannone - Buenos Aires, Argentina

 









EL  CIRICO

El Cirico alineó el orificio derecho de su apéndice lingual y supo que aquel sonido intolerable y acuciante venía del ladrido de los perros. Entonces, tuvo la certeza de que el peligro era inminente. Tenía que huir sin demora. Su temor era colosal. Aquellas malditas bestias monstruosas de cuatro patas y cubiertos de pelos ya lo habían tenido a maltraer. Como siempre, se puso en fuga prontamente. Eran realmente peligrosos.

Buscó en su conexión dendrital alguna información que le recordara desde que tiempo estaba en este mundo y la inquisición se diluyó escapando de sus neuronas debido a la imprecisión temporal.

Había llegado con el hombre? ¿O ya estaba aquí antes de la “Gran Siembra de los bípedos”?

Cómo en una nebulosa le llegó la visión de que algo lo concebía en el borde de una extensión acuosa junto a otros semejantes. Recordó que una sombra de ojos saltones y de largas orejas llenas de pelos los iba devorando con satisfacción a medida que rompía las cápsulas de sus hábitats.

Él sobrevivió porque la protuberancia rodó y se hundió en el agua.

El espécimen que depositaba los óvulos también parecía complacido del festín.

Entendió que aquel ser había copulado con el mismo satán.

Cuando pudo emerger, vio que la bestia diabólica flotaba lentamente hacia el cielo en una roca de fuego.

Al seguir Indagando en la información inserta en su memoria, descubrió que, desde el pasado remoto, la figura de los perros le resultaba familiar.

¿Por qué les temía tanto?

Siempre había sorteado todos los peligros del planeta con impunidad absoluta.

Pero los llamados perros… Eran asquerosos…  Les temía más que nada en este mundo, pero, de alguna manera, le atraían y sabía explicarse el por qué.

Había examinado en la cadena molecular de su ADN todo lo referente a la evocación sobre aquellos engendros, descubriendo entonces, el complejo neuronal que alimentaba sus cerebros. Halló también, en la información consultada, que eran extraordinariamente dañinos para su débil integridad casi física e infra-material. Sus ladridos eran mortales.

¡Tenía que huir de inmediato!

Aprisionó la criatura entre sus tentáculos superiores y, ocultándola entre sus escamas tornasoladas, se mimetizó en el monte con la misma celeridad que determina el tiempo que trascurre entre una inspiración y una exhalación humana. Absolutamente nada, para lo que existía en su concepción temporal.

Desde el rancho cercano la mujer corrió desesperadamente detrás de los perros hasta llegar al pie del viejo sauce, donde la absoluta irrealidad ocultaba su asombro vegetal.

Los pájaros silenciaron sus cantos y la brisa, que apenas agitaba alguna rama, detuvo su hálito estival.

Oculto en la espesura del monte, abrió sus escamas, sacó de allí al niño que yacía inerte y bebió la sangre. Luego, colocó la cabeza en lo que parecían fauces y comenzó la succión. Su tracto digestivo, a medida que lo tragaba iba desintegrando el cuerpecito con extraordinaria facilidad.

Nunca nadie descubriría rastro alguno de sus presas.

Afuera, los perros ladraban furiosamente. La mujer reprendió a los niños que jugaban ruidosamente en el patio recordando aquellas viejas historias que se usaban para asustar a los niños a la hora de la siesta.  Sonrió pensando en la “utilidad” de aquellas supercherías. Se acordó que su madre muchas veces la había asustado con El Cirico.

Disimulando su picardía, ingresó apresurada a la casa cerrando la puerta muy despacio desplazando el cortinado para que la luz solar del pródigo mediodía molestara lo menos posible.

Después de una prolongada ausencia, su hombre ya estaba en la casa y la requería en el lecho.

La jornada prosperaba calurosa y al amparo cómplice del cuarto se estaba mejor. Afuera, seguramente los niños estarían entretenidos un rato más.

-“¡Malditos perros! ¡Justo ahora se les da por ladrar!”- gritó el hombre desde la cama.

Casi de inmediato cesaron los ladridos.

En el monte cercano, los pájaros dejaron de chillar mientras el hálito de la brisa de la nueva tarde fenecía.

Más tarde, casi al anochecer, los hombres comenzaron la búsqueda.

El hijo menor de los Andrade, nunca apareció.


 Del libro "Cuentos Invernales"


NORBERTO PANNONE - Buenos Aires, Argentina

No hay comentarios:

Publicar un comentario