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sábado, 11 de enero de 2025

UNA ANÉCDOTA DE ROSAS - César Tamborini Duca- León, España





UNA ANÉCDOTA DE ROSAS

 

 Lucio Mansilla

 

En su libro LOS SIETE PLATOS DE ARROZ CON LECHE Lucio Mansilla, que fuera sobrino del General Juan Manuel de Rosas, nos cuenta su genealogía y una curiosa anécdota. Lucio fue hijo del general Lucio Norberto Mansilla (el héroe de LA VUELTA DE OBLIGADO) y de  Agustina Rozas, la hermana preferida del Restaurador de las Leyes. Era soldado, y también un bon vivant, un dandy, pero no puede desconocerse su valentía al emprender una expedición con un puñado de acompañantes a las tolderías RANKÜLLCHES donde tuvo ocasión de conocer e intercambiar opiniones con los caciques Epumer, Baigorrita,  Ramón (conocido como “Platero”; era hijo de indio y de una cristiana de la Villa de La Carlota), Caniupan, y el cacique principal Pangetruz Gner (MARIANO ROSAS).

CÓMO SE FORMABAN LOS CAUDILLOS es el título del capítulo de ese libro, parte de cuyo contenido copiaré a continuación:

Todos los historiadores argentinos dicen, poco más o menos, cuando hablan de Rozas, lo que el “Catecismo de Historia Argentina”, que sirve de texto en algunas escuelas: que ese célebre personaje descendía de una familia ilustre.

Y, en efecto, así era: mi abuela, doña Agustina López de Osornio, mujer extraordinaria, bajo ciertos aspectos, tenía orgullo de su prosapia.

-Soy Butibamba y Butibarreno- solía decir ponderando su alcurnia. -Desciendo de la casa de Asturias y de los duques de Normandía. Soy parienta de María Santísima. Poco le faltaba decir como los de Asturias, célebres Quirós:

Después de Dios

La casa de Quirós.

Mi abuelo, don León Ortiz de Rozas (y aquí conviene recordar que Rozas se escribe con zeta y no con ese, porque viene de rozar), era menos pomposo que su consorte. Ortiz eran los suyos ab origine, y el de Rozas les vino de Gonzalo de Córdoba, con quien militaron; los ennobleció, haciéndolos condes de poblaciones, precisamente en el momento en que uno de ellos, fundador de la casa, tronco de su árbol genealógico, rozaba el campo para sentar sus reales.

(…) Nobles o no, los padres de Rozas eran estancieros; así es que esto basta y sobra para explicar por qué el hijo mayor tomó el campo, en un ímpetu de independencia personal, disgustado por una punición que le habían aplicado, según él decía, con injusticia… dejando “hasta la ropa”, pues quería buscarse la vida solo y probar que era hombre y no un niño, a quien se le pega o se le encierra en un cuarto oscuro. Adonde fue, qué hizo, cómo se desenvolvió, de qué manera se condujo, no son pinceladas para este cuadro.

Estamos en la célebre estancia “del Pino”; Rozas es ya propietario, socio de los Anchorena y de Terrero, y más de cuatro que después figurarán en nuestra Historia, bajo aspectos odiosos o simpáticos, son peones suyos o sus capataces.

Cuando el prolijo historiador quiera entretenerse en estas minuciosidades, entre los papeles de don Juan Manuel -que era como le llamaban en muchas leguas a la redonda, por los pagos del Pino- hallará las cuentas de los salarios de esos peones y capataces, su filiación, nombre y apellido. Todo ello existe actualmente en poder de Máximo Terrero.

Estamos, repito, en la estancia “del Pino”; mejor dicho, están tomando el fresco, bajo el árbol que da su nombre a la estancia, don Juan Manuel y su amigo don Mariano Miró, el mismo que edificó el gran palacio de la plaza Lavalle, propiedad hoy día de la familia Dorrego.

 

De repente -cuento lo que me contó el señor Miró- don Juan Manuel interrumpe el coloquio, tiende la vista hacia el horizonte, la fija en una nubecilla de polvo, se levanta, corre, va al palenque donde está atado de la rienda su caballo, prontamente lo desata, monta de un salto y parte… diciéndole al señor Miró: “dispense, amigo, ya vuelvo”.

Al trote rumbea en dirección a los polvos, galopa; los polvos parecen moverse al unísono de los movimientos de don Juan Manuel. Miró mira; nada ve. Don Juan Manuel apura su flete, que es de superior calidad; los polvos se apuran también. Don Juan Manuel vuela; los polvos huyen, envolviendo a un jinete que arrastra algo.

Don Juan Manuel, con su ojo experto, ayudado por la malicia gauchesca, tuvo la visión de lo que era la nubecilla de polvo aquella, que le había hecho interrumpir la conversación: “un cuatrero”, se dijo, y no titubeó.

En efecto, un gaucho había pasado cerca de una majada y sin detenerse había enlazado un capón, y lo arrastraba robándolo. El gaucho vio desprenderse un jinete de las casas. Lo reconoció; se apuró. “Don Juan Manuel -se dijo- ¡Caray!”

De ahí la escena. Don Juan Manuel castiga su caballo… El gaucho entonces suelta el capón con lazo y todo, comprendiendo que, a pesar de la delantera que llevaba, no podía escaparse por buen montado que fuera, si no largaba la presa. Aquí están ya casi encima el uno del otro; el gaucho mira para tras y rebenquea su pingo, a medida que don Juan Manuel apura el suyo, y corta el campo en diversas direcciones, con la esperanza de que se le aplaste el caballo a don Juan Manuel.

Entran ambos en un vizcacheral. Primero, el gaucho; después, don Juan Manuel; pero el obstáculo hace que don Juan Manuel pueda acercársele al gaucho. Rueda éste; el caballo lo tapa. Rueda don Juan Manuel; sale parado con la rienda en la mano izquierda y con la derecha lo alcanza al gaucho, lo toma por una oreja, lo levanta y le dice:

-Vea, paisano, para ser buen cuatrero es necesario ser buen gaucho y tener buen pingo. Y montando hace que el gaucho monte en anca de su caballo y se lo lleva, dejándolo a pie, por decirlo así; porque la rodada había sido tan feroz que el caballo del gaucho no se podía mover.

La fuerza respeta a la fuerza; el cuatrero estaba dominado, y no podía ocurrírsele, en ancas del caballo de don Juan Manuel, sino admirarlo, y de la admiración al miedo no hay más que un paso. Don Juan Manuel volvió a la casa, con su gaucho, sin que Miró, por más que mirara, hubiera visto cosa alguna discernible.

-Apéese, amigo- le dijo al gaucho, y en seguida se apeó él, llamando a un negrito que tenía. El negrito vino, le habló al oído y, dirigiéndose al gaucho, le dijo: -Vaya con ese hombre, amigo. Luego volvió al señor Miró, y sin decir una palabra respecto de lo que acababa de suceder, lo invitó a tomar el hilo de la conversación interrumpida, diciéndole:

-Bueno, usted decía…

Salieron al rato a dar una vuelta, por una especie de jardín, y el señor Miró vio un hombre en cuatro estacas. Notado por don Juan Manuel, le dijo, sonriéndose: -Es el paisano ese…

Siguieron andando, conversando… La puesta del sol se acercaba; el señor Miró sintió unos como palos aplicados en cosa blanda, algo parecido al ruido que produce un colchón enjuto sacudido por una varilla, y miró en esa dirección.

-Es al paisano ese…

Un momento después se presentó el negrito y, dirigiéndose a su patrón, le dijo:

-Ya está, mi amo.

-¿Cuántos?

-Cincuenta, señor.

-Bueno, amigo don Mariano, vamos a comer…

 El sol se perdía en el horizonte, iluminado por un resplandor rojizo, y habría sido menester ser casi adivino para sospechar que aquel hombre, que se hacía justicia por su propia mano, sería en un porvenir no muy lejano, señor de vidas, famas y haciendas, y que en esa obra de predominio serían sus principales instrumentos algunos de los mismos azotados por él.

Don Juan Manuel le habló al oído otra vez al negrito, que partió, y tras él, muy lentamente, haciendo rodeos, ambos huéspedes.

Llegan a las casas y entran a la pieza que servía de comedor. Ya era oscuro. En el centro había una mesita con mantel limpio de lienzo, y tres cubiertos, todo bien pulido. El señor Miró pensó: “¿quién será el otro?” No preguntó nada. Se sentaron, y cuando don Juan Manuel empezaba a servir el caldo de una sopera de hoja de lata, le dijo al negrito, que había vuelto ya: -Tráigalo, amigo.

Miró no entendió. A los pocos minutos entraba, todo entumido, el gaucho de la rodada.

-Siéntese paisano- le dijo don Juan Manuel endilgándole la otra silla. Don Juan Manuel lo ayudó a salir del paso repitiéndole: -Siéntese, paisano; siéntese y coma. El gaucho obedeció y, entre bocado y bocado, hablaron así:

-¿Cómo se llama, amigo?

-Fulano de tal.

-Y dígame, ¿es casado o soltero? ¿o tiene hembra?

-No, señor -dijo sonriéndose el guaso-; ¡si soy casado!

-Vea, hombre, y… ¿tiene muchos hijos?

-Cinco, señor.

-¿Y qué tal moza es la mujer?

-A mí me parece muy regular, señor.

-¿Y usted es pobre?

-¡Eh!, señor, los pobres somos pobres siempre…

-¿Y en que trabaja?

-En lo que cae, señor.

-Pero también es cuatrero, ¿no?

-¡Ah!, señor, cuando uno tiene mucha familia suele andar medio apurado.

-Dígame, amigo, ¿no quiere que seamos compadres? ¿No está preñada su mujer?

El gaucho no contestó. Don Juan Manuel prosiguió:

-Vea, paisano; yo quiero ser padrino del primer hijo suyo, pero suyo, que tenga su mujer, y le voy a dar unas vacas y unas ovejas y una manada y una tropilla y un lugar, por ahí, en mi campo, y usted va a hacer un rancho, y vamos a ser socios a medias ¿Qué le parece?

-Como usted diga, señor.

Y don Juan Manuel, dirigiéndose a Miró, le dijo:

-Bueno, amigo don Mariano, usted es testigo del trato, ¿eh?

Y luego, dirigiéndose al gaucho, agregó:

-Pero aquí hay que andar derecho ¿no?

-Sí, señor.

La comida tocaba a su término. Don Juan Manuel, dirigiéndose al negrito y mirándolo al gaucho, prosiguió:

-Vaya amigo, descanse; que se acomode este hombre en la barraca, y si está muy lastimado que le pongan salmuera. Mañana hablaremos; pero tempranito vaya y vea si campea ese matungo, para que no pierda sus pilchas… y degüéllelo… que eso no sirve sino para el cuero, y estaquéelo bien, así como estuvo usted por zonzo y mal gaucho. Y el paisano salió.

Y don Mariano, encontrando aquella escena del terruño propia de los fueros de un señor feudal de horca y cuchillo -muy natural, muy argentino, muy americana-, nada vio.

(…) El cuatrero fue compadre de don Juan Manuel, su socio, su amigo, su servidor devoto, un federal en regla. Llegó a ser rico. Sus hijos y sus hijas se mezclaron bien, se refinaron, se educaron, se ilustraron… échense ustedes por la pista. Por ahí andan… y gozando de no poca consideración social. (…) nacer, vivir, crecer, desenvolverse, entrar, salir, morirse cuando a uno se le antoja, son “derechos” que a nadie se le pasa por la imaginación poner en duda; y espero que no tendremos, en ningún tiempo, que volver a recordar el dicho de Voltaire: un des plus grands malheurs des honnêtes gens c’est qu’ils sont des laches (Una de las más grandes desgracias de la buena gente, es que son cobardes).

¿O creen ustedes que en tiempos de Rozas no había también gente honrada?

 

Debemos ubicarnos en pleno siglo XXI en su 2ª década, y el castigo impuesto por Rosas nos parece despiadado. Insto a los lectores trasladarse aquél tiempo donde eran habituales esos castigos y aún más. Y lo peor, sin beneficio alguno. Rosas castigó, sí, aquél cuatrero que realizaba un robo, pero su benevolencia fue extrema, ya que luego lo sentó a su mesa, lo agasajó, por decirlo llanamente, le dio buenos consejos y lo favoreció económicamente a él y su familia.

¿Cuántos en su lugar lo hubieran castigado, no para dar un escarmiento sino ensañándose? Recuerden las TABLAS DE SANGRE escritas por Rivera Indarte (ese rosista que escribió el HIMNO A LOS RESTAURADORES pero, cuando acudió a Rosas que lo eximiera de la cárcel por los delitos cometidos, latrocinios hasta en una Iglesia, el Gobernador de Buenos Aires no transigió); cuando quedó libre y se fue a Montevideo convertido en furibundo anti rosista, escribió ese listado por el que recibía dinero por cada persona señalada, lista engrosada artificialmente con nombres sacados de los Registros de cementerios o indistintamente algún nombre que llegaba a sus oídos tras su muerte (la cuestión era engrosar su bolsillo).

El Dr. Alberto Ezcurra Medrano replicó escribiendo las OTRAS TABLAS DE SANGRE, éstas sí verídicas, mencionando los crímenes de los unitarios. Y si los lectores se empapan de historia, se enterarán las atrocidades cometidas por la coalición apátrida de los vencedores de Caseros (perdón, Morón). El Ensayo escrito por Medrano concluye con las siguientes palabras:

Naturalmente no pretendemos que los abusos de los unitarios justifiquen los abusos de Rosas; pero sí pretendemos que a todos se los juzgue con la misma medida; que si el terror de que se usó y abusó en nuestras luchas civiles es un baldón, caiga ese baldón sobre todos o no caiga sobre ninguno. Lo injustificable, lo absurdo, lo ridículo, es pretender que caiga pura y exclusivamente sobre Rosas.

Y si en la historia fabricada para uso de nuestros colegios y universidades se cubre sistemáticamente con un piadoso velo toda atrocidad unitaria y en cambio se sumerge a Rosas en el fango de la calumnia, entonces todo paralelo es imposible y Rosas resultará, naturalmente, un monstruo. Pero eso es fábula y no historia. Y es fábula que ya está agonizando. La verdad sobre Rosas se abre camino y ya nada ni nadie lo podrá contener. Los que se aferran al juicio histórico de los vencedores de Caseros, tendrán que oír todavía muchas cosas desagradables.

 

CÉSAR J. TAMBORINI DUCA – León, España

MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA

Académico Correspondiente para León

Academia Porteña del lunfardo

Academia Nacional del Tango


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