El
cuatro de abril a las
No podía distinguir
a aquellos que se movían a su alrededor.
Veía todo a través de una niebla, se movían cerca de él extraños seres, voces
diferentes, miradas mezquinas, ansiosas, extravagantes, interrogadoras. Lo
sumergieron en el agua para sacarle su mugre. No le gustó y comenzó a gritar.
Nadie pareció hacerle caso. La lengua en que hablaban, de alguna manera, le
resultaba familiar.
Él, todavía no podía hablarla ni entenderla.
¿Cuántos años trascurrieron? No podía
precisarlos pero, suponía que habían sido muchos. Justamente porque había
llegado el momento en que ese lenguaje que allí se hablaba ya no tenía secretos
para él. ¡Ahora podía ver aquella prisión! Era muy grande y de extraordinaria complejidad.
Un solo pensamiento perturbaba su mente: ¿Cuándo saldría de allí?
Los
que parecían ser los amos del lugar, le ayudaban a aprender cosas nuevas. Así, progresó
su conocimiento. Conocía cada piedra, cada pared, cada puerta y, sobre todo, a
la mayoría de los que lo cuidaban.
Los años pasaban con lentitud y parecía haberse acostumbrado al encierro pero percibía que aquel lugar era maligno, misterioso, tenebroso…
Una
tarde, algo raro comenzó a ocurrirle. Sintió como una extraña fatiga y comenzó
a tener muchas ganas de dormir. Mucho
sueño. Demasiado sueño. Víctima de aquel estado, se acostó.
Alcanzó a ver su
cuerpo tendido sobre el lecho. Afuera, la tarde iba cambiando de color. Comprendió
que la prisión ya no existía. Que los amos de aquel lugar ya no podrían guerrear
con los regentes de la libertad universal.
Continuó su largo viaje hacia las profundidades librado de paredes y sin el ropaje correccional al que le habían enseñado que se llamaba cuerpo.
NORBERTO
PANNONE – Buenos Aires, Argentina
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