EL LINYERA
Llegó al pueblo con su barba descuidada y llena de polvo de los caminos; la ropa raída y los pies descalzos. Muchos lo miraron con desconfianza, otros con temor y algunos pocos, con lástima. Mostraba sus grandes ojos azules dilatados por el asombro enclavado en su mirar de niño asustado. El Dr. César, Delegado del pueblo, le preguntó quién era y a que venía. Mansamente, el sucio barbado respondió: -“Soy el profeta”, y no hubo forma de hacerle articular otra palabra. Después, guardó absoluto silencio, contemplando a los curiosos que, poco a poco, se habían reunido en la esquina de Laprida y Garay. En vano, Figueroa, el dueño de periódico local, intentó hacerlo hablar. “El profeta” se conservaba tan callado como una tumba. Poco a poco, la gente comenzó a dispersarse, aburrida al ver que nada extraño pasaba. Porque somos así de morbosos, siempre deseando que algo pase y, si es malo, mejor. Sólo quedaron el Delegado y el doctor Lopretti con su esposa. Al fin, de puro bueno que era, el médico lo llevó hasta su casa. -Hace mucho frío para dormir por ahí y a la intemperie. -Razonó
Esa noche, “El profeta” usó lo que casi había olvidado: un baño. Al principio se negó pero, finalmente, accedió a bañarse. Lo afeitó el dueño de casa y le ofreció algunas ropas limpias y decentes para que se vistiera. También lo calzaron con un par de zapatillas azules que Lopretti ya no usaba. “El profeta” se sentó a la mesa y comió con avidez utilizando las manos. No había forma de hacerle utilizar los cubiertos, hasta que, la mujer de la casa, con mucho empeño y cariño, lo convenció. Después de mucho tiempo, “El profeta” durmió bajo techo, en un galpón que había en el fondo del terreno. Al día siguiente, muy temprano, decidió seguir su camino, porque, decía, tenía que hallar una cruz que andaba buscando desde hacía diez años. Dijo que hacía unos días había tenido un sueño donde se le indicaba que esta vez, estaba muy cerca de hallarla…
Y se
fue por aquella mañana fría, marcando sus tímidas pisadas en la blanca escarcha
invernal que cubría aún las calles de tierra del pueblo. Su pensamiento fijo en
la esperanzada cruz que hallaría dentro de poco.
Tomó rumbo hacia el monte que se divisaba a lo lejos, del otro lado de la ruta. Estaba tan lleno de agradecimiento por esa familia que lo había cobijado, y, cuando estaba en medio de la calzada, se volvió para saludar A Lopretti y su mujer que lo despedían desde la puerta de la casa. Justo en ese momento lo atropelló una camioneta que pasaba a gran velocidad. “El profeta”, quedó tendido sobre el asfalto, de cara al cielo, con los brazos extendidos en cruz con una agradecida y mansa sonrisa dibujada en su rostro bondadoso.
No
hubo nada que hacer, había muerto.
Lo
sepultaron rápidamente. A nadie le importó demasiado el asunto. Sólo la mujer
de Lopretti se santiguó y enjugó una lágrima al acordarse de lo que el hombre había dicho que
andaba buscando.
Aún
hoy, los que visitan el cementerio, pueden ver una gran cruz y un epitafio que
reza: “Aquí yace El profeta”. Luego, una fecha y después: el silencio
pueblerino… y algún pájaro trinando a la distancia…
NORBERTO PANNONE, poeta y escritor argentino
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