EL HOMBRE CONTRA EL HOMBRE, ¿alguien quiere apostar?
Empiezo por
aclarar que el título de esta reseña es un inquietante micro cuento del
escritor mexicano Juan José Arreola. Pero voy más allá. Otro maestro de la
literatura, el norteamericano Mark Twain, pudo sintetizar en esta frase su
parecer sobre nosotros: “Yo no pregunto
de qué raza es un hombre, ni a qué religión, ideología o partido político
pertenece; basta que sea un ser humano ya es suficiente, nadie puede ser nada
peor”.
Otra vez la
guerra, otra guerra que se suma a las que padecemos abiertas o solapadamente. Otra vez otra guerra donde nadie gana y
todos perdemos. Los dislates del hombre son inconcebibles. Se invade un
territorio para anexar más tierra y el mundo, el planeta que todos habitamos,
parcelado y con límites territoriales, se vuelve un campo de batalla donde todo
vale, hasta lo más sucio, cobarde y ambicioso. El hombre contra el hombre…
Triste, muy
triste, que en tantos siglos de existencia no hayamos aprendido nada. Todo
sigue como en los remotos tiempos del homo de los tiempos primitivo, acaso con
el mismo concepto del hombre de las cavernas “matar al vecino para quedarnos
con lo que tiene”. Siglos sobre siglos para no aprender nada. Basta que sea un
ser humano ya es suficiente, nadie puede ser peor. La educación, la cultura muy
poco valen o valieron las cosas siguen igual; igual es la envidia, la codicia
de tierras, la desmesurada ambición, el afán de dominar al otro, de ser más
rico que el vecino; la acumulación de bienes materiales, sin tener en cuenta
que no se pueden comer más de tres o cuatro comidas por día ni dormir solamente
en más una cama… En fin, incongruencias sumadas o consumadas en barbaridades.
El que escribe
vivió sufrió como en carne propia, o en carne de hermanos, que es más o menos
lo mismo, en menos de un años dos espantosos atentados terroristas donde murió
gente amiga e inocente. En 1992, el de la Embajada de Israel en Buenos Aires, y
en 1993 el de la AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina); antes, nuestras
Fuerzas Armadas, en plena dictadura militar, invadieron las Islas Malvinas,
rompiendo toda forma de negociación pacífica. A este respecto, quiero agregar
que el autor de este texto, estuvo en esas islas y que se alojó en casa de una
familia malvinense donde la convivencia era armoniosa y en ningún momento se
habló del enojoso asunto ni imaginábamos en ese feliz encuentro que nosotros,
los codiciosos de islas, en abril de 1982, consumaríamos una absurda invasión.
Sucedió en dicha
oportunidad que el único hotel de las islas estaba completo y me alojé en el
hogar de la familia Smith, un matrimonio con tres hijos, que me trataron con
una cordialidad entrañable y con la que se estableció una relación que rompió
la invasión. Cabe agregar que en mi regreso, en el avión que viajé, dos de los
hijos de la familia Smith, se sumaron con otros veinte chicos, a un intercambio
educativo entre la Colonia Inglesa y la Argentina.
¿Qué más puedo
agregar? Bueno, que después les declaramos la guerra, así de simple y, como era
de esperar, perdimos esa guerra ya que el conflicto sumaba a la OTAN, el
organismo internacional al que pertenecía Inglaterra. A partir de allí se
rompió todo vínculo con los pueblerinos habitantes de Las Malvinas; por
consiguiente, en mi caso, con la familia Smith.
“Pisando como paquidermos, ladrando como
zorros locos” (como dice Neruda en un famoso poema), han pasado lentos los
años y aquí estamos, sin aprender poco o nada, de lo que es esta vida que nos
ha sido impuesta en este mundo. Seguimos, seguimos y seguimos sin aprender, dos
o tres pasos para atrás, con tropiezos y todo, y alguno que otro para delante (y
como estamos entre citas de versos por qué no recordar la célebre “Milonga del
muerto”, que me dictara Borges conmovido por el disparate brutal de los
uniformados argentinos al sembrar muerte en un sitio pacífico perdido en los arrabales
del mundo y habitado por gente por demás pacífica):
Lo
he soñado en esta casa
Entre paredes y puertas.
Dios les permite a los hombres
Soñar cosas que son ciertas.
Lo
he soñado mar afuera
En unas islas glaciales.
Que nos digan lo demás
La tumba y los hospitales.
Una
de tantas provincias
Del interior fue su tierra.
(no conviene que se sepa
Que muere gente en la guerra).
Lo
sacaron del cuartel,
Le pusieron en las manos
Las armas y lo mandaron
A morir con sus hermanos.
Se
obró con suma prudencia,
Se habló de un modo prolijo.
Les entregaron a un tiempo
El rifle y el crucifijo.
Oyó
las vanas arengas
De los vanos generales.
Vio lo que nunca había visto,
La sangre en los arenales.
Oyó
vivas y oyó mueras,
Oyó el clamor de la gente.
Él sólo quería saber
Si era o si no era valiente.
Lo
supo en aquel momento
En que le entraba la herida.
Se dijo no tuve miedo
Cuando lo dejó la vida.
Su
muerte fue una secreta
Victoria. Nadie se asombre
De que me dé envidia y pena
El destino de aquel hombre.
¿Por qué he
traído a colación este recuerdo? Pues para repudiar el crimen de la guerra, o
de las guerras, cualquiera que sea, como lo calificara el autor de nuestra
Constitución, el prócer Juan Bautista Alberdi. Las son espantosas,
injustificadas, terribles desde todo punto de vista; donde a nadie se respeta y
mueren niños, todos inocentes. Pero bueno, los seres humanos no somos tan
humanos y los hombres vivimos codiciando espacios que no nos corresponden y
sembrando violencia siempre.
A riesgo de ser
repetitivo, deslizo las palabras de estos dos humanistas que dan título y
significado a mi reseña: “El hombre
contra el hombre, ¿alguien quiere apostar?”, complementadas por estas otras: “Yo no pregunto de qué raza es un
hombre, ni a qué religión, ideología o partido político pertenece; basta que
sea un ser humano ya es suficiente, nadie puede ser nada peor”.
ROBERTO ALIFANO, Buenos Aires,
Argentina
MIEMBRO
HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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