EL LABERINTO DE LA JUSTICIA
-Dominique, ¡suerte que te
encontré! ¿Querés venir conmigo?... Unos días de pesca nos podrían venir muy
bien, lejos de la city y del mundanal ruido… Te ayudarán a relajarte, después
de tanto trajín.
Las palabras de mi amigo
Ruiz, pronunciadas un viernes cualquiera, en un lugar cualquiera, señalaron el
comienzo de un fin de semana distinto de todos los anteriores, porque nos
marcaría para siempre. (Es cierto: hay momentos decisivos que pueden hacer
variar definitivamente el rumbo de la historia…)
Una tormenta de lluvia y
viento se desencadenó repentinamente, vaciando el cielo con fuerza sobre las
tiendas de campaña y arruinando nuestros víveres, inundándonos de pavor e incertidumbre
en mitad del trayecto entre las tres fronteras que triangulan el alto Amazonas.
Habíamos perdido el rumbo, en medio de la selva que tapiza el suelo irregular,
a sólo doce kilómetros de distancia del refugio… (“La fe te salvará”… ¿acaso no
puede mover montañas?)
El entorno cálido y
pegajoso, sombreado de helechos arborescentes, y sazonado con el embriagador
olor de los cocos, nos seducía tentándonos a arrojarnos sobre ese suave
cobertor de musgos, engarzado de mica, cuarzos y feldespatos. En medio de la
pluviisilva tropical, donde las plantas luchan desesperadamente por acercarse a
la luz, parecíamos dos buscadores de quimeras tras las huellas del caucho… Un
monito burlón, con cara de calavera, se balaceaba sostenido de las ramas con su
cola prensil, cuando repentinamente el paso se estrechó, por sobre el abismo de
la cascada, en un rústico y medio derruido puente levadizo (¿…Sería aquél el
paso del indio, que los aborígenes llaman “puente de los suspiros”, porque
-según la leyenda- conducía a los condenados hacia su morada final?).
Del otro lado, la cara
pétrea del templo sobresalía sobre un promontorio de caliza blanca,
reverberando al sol y desafiando al tiempo, desde las fauces eternamente
abiertas de los dos estáticos jaguares que custodian su entrada, como
guardianes de un pasado ignoto… ¿Una construcción tan imponente, perdida en el
medio de la nada?... (Hay quienes sólo
creen en lo que ven sus ojos. Pero… ¿dónde se encuentran los límites de lo
real? O bien, ¿cuál será su autenticidad?).
Sabemos que el llamado
“oro de los tontos” –junto con otros minerales como el cobre- puede atraer, en
condiciones de estática, la energía cósmica, produciendo chispas en el aire
pesado e incluso llegando a conformar fenómenos tridimensionales… Bueno, pero
por otra parte, podría ser que quinientos años atrás allí bullera la vida,
invadiendo los rincones –libres de malezas, cuidadosamente aseados- de risas y
cantos laboriosos… Pero ahora, esta imagen surgente, tan sorpresiva como una
intrusión surrealista en una pintura del Renacimiento, constituía un signo más
bien apocalíptico que mesiánico.
-¡Shhh!… Alguien se
acerca, chapoteando por el vertedero… me susurró Ruiz.
-“El Señor es mi pastor.
Nada nos faltará”, evoqué casi inconscientemente el texto bíblico, mientras sin
dudarlo más, nos metíamos –o mejor dicho, nos zambullimos- dentro de la boca
excavada en la roca. (No siempre el miedo es paralizante…A veces puede ayudarte
a sobrevivir).
El laberinto de oscuros
pasadizos parecía atraparnos en un mundo de pesadilla, arrastrándonos hacia el
recinto subterráneo, donde se hallan ocultas las celdas. En esos fosos
aterradores no había ni luz ni aire: sólo humedad y un hálito enfermo de
podredumbre. Huesos humanos, esparcidos por todas partes, hablaban a las claras
de la despiadada intromisión de los profanadores, quienes despiertan con sus
golpes del picos y palas irreverentes, el sueño eterno de los muertos, en busca
de mitos y tesoros. (… ¡Es que irremediablemente se apoderarán de nuestro
pasado, pieza por pieza, hasta hacer que
desaparezca la historia?)
La puerta de la cámara de
torturas estaba disimulada en una pared de piedra, cubierta con bajorrelieves.
Una leve presión hizo que los goznes –también de piedra- giraran sobre sí
mismos con un chirrido agudo. (Quizás de ahí provendrían los gritos de agonía de
los prisioneros interrogados por los inquisidores, hasta hacerles arrancar una
confesión después de despellejarlos lentamente, o de punzarles los ojos…).
Tal vez, era allí donde el
Consejo de los elegidos por las familias más antiguas de la comarca, se reunía
para tomar las decisiones, sin dar cuenta a nadie de sus juicios. Las bocas de
las serpientes de piedra, ubicadas a cada lado del altar de los sacrificios,
testimoniaban estas suposiciones, como a la espera de ser usadas nuevamente, a
modo de buzones, para recibir las acusaciones destinadas a los herejes.
-Hay una pequeña abertura
en la pared, detrás de los escombros… A ver…
El osario apareció
sorpresivamente: una caja de piedra en cuyos laterales se hallaban tallados
misteriosos jeroglíficos. (… ¿serán caracteres en lengua aymará?). En la
semioscuridad no alcanzábamos a descifrarlos… Por fin, después de cientos de
años, esos huesos –probablemente pertenecientes a alguna real investidura-
verían la luz… Pero justamente, la débil luz de la lámpara de querosén osciló
agitada por una repentina ráfaga, mientras a nuestras espaldas una asombra se
agigantaba amenazante.
Hay momentos decisivos que
pueden cambiar el rumbo de la historia: dar un paso hacia delante o un salto
hacia atrás (… como también hay instantes para repetir errores irreparables o
para crear un mundo mejor.) Y este era uno de esos momentos: una oscura figura,
de larga melena y barba blanca, como la de un santo, se aproximaba casi
flotando sobre una nube de sueño, el sueño de los siglos.
-¿Es esto posible? ¿Sería la maldición de la
tumba real, materializada al liberarse la energía del osario?- traté de
reflexionar, a pesar del estupor; en cambio, me dije, como para calmarme: -Mmmm…
No creas en todo lo que veas… Podrías terminar atrapado por los lazos engañosos
de la ilusión.
-Salgamos de aquí de inmediato, entonces me
gritó Ruiz, dirigiéndose hacia una especie de claraboya abierta en lo alto de
la bóveda -por donde se colaban hiedras y raíces intrincadas- y trepándose, con
rapidez felina, desde el altar del centro. Yo, por el contrario, no podía
moverme: esos ojos extraños, fulgurando desde un rostro de expresión hierática,
parecían atravesarme con su hipnótica mirada, clavándome inerme en el piso del
recinto.
-Considera esto como tu
entierro, oh, invasor. No dejaré que el demonio infecte el mundo con su
ejército de asesinos. Cinco siglos han pasado, pero aún el juego debe
continuar: esta es una cacería a muerte, sus palabras sin labios parecían así
penetrar mis pensamientos, como una daga.
No sé cómo, pero
finalmente logré amarrarme a la cuerda que mi amigo arrojó desde la abertura
verde, por donde me colé, enredándome entre las lianas que destrozaban mis
ropas hasta arañarme la piel. (… ¡Podremos salir de ésta, sanos y salvos?)
Ya en la superficie
rocosa, una bandada de papagayos se desbandó huyendo hacia las últimas ramas,
que pugnaban por llegar a la luz (…como nosotros, por llegar a la libertad).
A veces, la muerte parece
obedecer a un plan caprichoso… Aún hay cosas que no comprendemos, asignaturas
pendientes que no podemos resolver: es que transitamos una síntesis entre el
destino y el libre albedrío… (¿Acaso todo no es fruto del azar o de un
planificador macabro, que gobierna los delicados hilos de los que penden
nuestras vidas?).
Lo más extraño del caso es
que nos encontrábamos nada menos que a 270 kilómetros de distancia del poblado
más cercano. …¿Cómo habíamos llegado tan lejos en el espacio… y en el tiempo?
Quizás nunca lo sabremos con certeza. Tampoco supimos responder coherentemente
las preguntas que los socorristas nos hicieran cuando nos rescataron, casi al
llegar a la confluencia del río IÇÁ.
“Dios no juega a los dados con el universo.”, dijo Albert Einstein.
(¿O tal vez sí?... Definitivamente,
éste no es un mundo perfecto.)
©LIANA FRIEDRICH, poeta y escritora argentina
MIEMBRO HONORÍFICO DE
ASOLAPO ARGENTINA
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