EL GATO VERDE
“Tenía diez años y un gato /
Peludo, funámbulo y necio /
que me esperaba en los alambres del patio
/
a la vuelta del Colegio.”
“ Mi niñez ” Joan Manuel Serrat
Siempre amé a los animales. Los amo a todos, pero más
a los perros y a los gatos. Los amo tan irracionalmente que suelo pensar que
una persona es buena gente con solo enterarme de que trata bien a los animales.
Más aun, soy de los pocos que, inútilmente, hacemos fuerza a favor de los toros
en las corridas, o de las ballenas contra los japoneses o de los pingüinos
contra el petróleo. Pero los demás a veces piensan distinto, y algunos hasta se
ríen de mi amor. Eso me importa tan poco como le importa a mi hermana, o a mi
hija; y si algo me tranquiliza es saber que lo mío es un mal de familia.
Mi madre siempre
vivió rodeada de bichos. Convivió con perros, gatos, peces, tortugas, y a
veces, in extremis con un
borrego o algún charito. Supe de las anécdotas de dos perros que le regaló mi
padre, (hombre resignado, si los hubo) el Bonzo y el Osito, y aunque no los
conocí personalmente, vi sus fotos enmarcadas muchas veces. Aunque murieron
hace años toda la familia los recuerda.
Supongo que mamá tendría en su
genoma algún gen zoológico. Es la única razón que me lleva a explicar la
relación que tenía con los animalitos. La he visto, y oído, hablarle a un gato
desconocido que merodeaba por los techos; y después lo he visto al félido bajar
a sus pies. Con solo pasar a su lado los perros le movían la cola y si les
hablaba, directamente la seguían.
Y no solo eso, también la he
acompañado cuando se ha quedado una noche entera haciendo masajes a la panza de
una gata tricolor que no podía parir. No pudo salvarla y tampoco a su única
cría, a pesar de abrigarla al lado de una bolsa de agua caliente y darle de beber
leche de vaca con un gotero. Ése fue un día de congoja en mi casa.
Durante mi niñez, quien vivió con
nosotros mucho tiempo fue Batuque, un perro blanco, petiso y lanudo, que se
llamaba así por el personaje de la historieta de la revista Billiken. Pero
cuando Batuque se tiraba al piso panza arriba y ponía cara de poeta soñador
para que mi madre lo espulgara, ella le hablaba en un murmullo y le decía
amorosamente - ¡mi chulo!
Además fue un perro de servicio, ya que le
ataban al cuello mensajes escritos en un papelito, los llevaba a la casa de mi
tía y volvía con la respuesta, como si fuera una paloma mensajera gigante de
cuatro patas.
También vivía en
casa el Chiquito, gato gris, regordete y de ojos azules. Fue traído desde San
Juan, terruño nativo de mi padre siendo muy pequeño y semejante a un pompón.
Pero ya crecido, de grande, fue muy vago y mujeriego. Desaparecía por días
enteros y volvía en muy malas condiciones, después de librar encarnizadas
batallas amorosas. Tal vez fue como Urquiza y engendró cien hijos, pero no
quedaron sus huellas en la Historia. Y mamá tenía que arreglarlo y componerle
todo el cuero desgarrado cuando regresaba como veterano derrotado de una guerra
de maullidos, cuyo premio inalcanzable era Helena Morronga de Troya.
En la misma época se aquerenció el
Negro, un gato común, ordinario, de pelo corto y patas flacas que se desvivía
por mi hermana y la amaba apasionadamente. Se subía a su falda, luego a su
estómago y más y más arriba hasta que el vivaracho se acomodaba justo allí,
como si fuera sobre dos mullidos almohadones, (mi hermanita tiene capacidad
para dos o tres gatos cómodamente instalados) y luego le acariciaba el rostro
escondiendo las uñitas. ¿Lo habrían destetado siendo demasiado pequeño? Nunca
se nos ocurrió enviarlo a hacer análisis
por lo tanto nunca pudimos enterarnos.
De todo lo narrado se desprende que
crecí rodeado de pelos, maullidos y ladridos. Pero hubo un amigo que siempre
recuerdo con mucha nostalgia. Mi gato Miguel. O “Maicol”.
Cuando yo tenía solo siete años mi
padre logró construir una casa nueva. Cuando nos íbamos a mudar, mi madre le
compró varios muebles usados a un matrimonio inglés que retornaba a su patria.
Cuando concretaban el negocio apareció un gatazo en escena. Cabezón, peludo,
colores a rayas, parecía un tigre anglosajón. La mujer le dijo a mi madre que
lo iba a matar, ya que lo querían muchísimo, pero no lo podían llevar de
regreso y creían que nadie lo iba a cuidar tan bien como lo hicieron ellos.
Mamá debe haber tardado tres minutos en compadecerse, convencer a la inglesa,
convencer a mi padre y convencer al felino.
Luego empezó la ardua tarea de
acostumbramiento. Lo llevaban a su nuevo hogar un ratito todas las tardes y
luego todas las mañanas. Pero no había caso, el sistema no funcionaba. El
matrimonio partió, y Miguel todavía estaba en la cocina como enjaulado,
chillando furioso y descontento. Lo he visto saltar hacia la ventana y
estrellarse contra el vidrio varias veces tratando de escapar. Dos hechos
fortuitos solucionaron la situación. El primero fue un súbito ataque de duda en
mi mente sagaz: sus dueños... ¿no le hablarían en inglés?... Y como yo estaba
dando mis primeros pininos en ese idioma, - todavía los estoy dando - comencé:
-¡Maicol, com jier! ¡Teik it isi! ¡Comón, comón!
Miguel, haciendo un
notable esfuerzo mental, se tranquilizó y pudo traducir balbuceos
ininteligibles a lenguaje gatuno. Pero la solución definitiva se encontró
cuando el perro Batuque se acomodó para siempre en la nueva casa. Más que
inquilinos amigos, perro y gato se hicieron amigotes. Solían dormir y comer uno
al lado del otro y no molestarse en absoluto; pudieron vivir juntos y apacibles
durante algunos años.
Batuque era un poco callejero y
partía temprano en la mañana. Pero cada vez que yo salía al patio, allí estaba
Miguel, estirado al sol con los ojos semi cerrados o lavándose la cara, después
de dormir. Al instante que escuchaba mi voz comenzaba a ronronear y lo seguía
haciendo largo rato. Formó parte de mi vida, como mis soldaditos de plomo, el
Tesoro de la Juventud, o mis anteojos de miope. Todas las veces que salía a
jugar estaba a mi lado, tranquilo y sensual, haciéndome compañía y solamente
sobresaltado cuando aterrizaba algún gorrión o incursionaba una mariposa
lechera, muy común en esos años. Era un bravo león si yo era Tarzán, era un
tigre feroz si yo Sandokán, era mi muñeco de “piel de mono” si yo estaba triste. Escuchó impasible mis
secretos de púber, mis pequeños pecados de pre - adolescente; lamió la sal de
mis lágrimas y el azúcar de mi sangre ante las heridas abiertas de mis
fantasías. Fiel oyente de la indiferencia cotidiana de mi compañera de inglés
fue mi amigo de Café, aún sin mozo ni tango ni café.
El 25 de noviembre de 1957 fue el
día de mi cumpleaños de diez. Por la mañana me fui a la escuela, contento y
goloso, sabiendo que a mi regreso iba a tener sobre la mesa una torta de mil
hojas y el arco infalible de Robin Hood con las flechas guardadas en un rojo
carcaj orlado de flecos.
Cuando volví, a mediodía, salí
inmediatamente a buscarlo al patio. ¡Maicol! ¡Maicol!... no me contestó... Abrí
la puerta del lavadero. Después revisé el galpón. No estaba en ningún lado...
¡Qué raro!... Me dio un poco de miedo infantil y comencé a sentir un dolor en
la boca del estómago. Corrí a la primera terraza. - ¡Maicol! ¡Maicol!
¡Miguel!... seguía sin aparecer... ¿Dónde está ese gato? ¡Justo hoy! ¿Se olvidó
que yo soplaba las velitas? El miedo se transformó en pánico. El dolor en el
estómago se hizo más fuerte. Una intuición me impulsó a saltar escaleras arriba
de a dos en dos. Tenía un nudo en la garganta. Subí corriendo a la última
terraza como un loco... A pesar de todo la angustia pude gritar:
- ¡Miguel!
¡Miguelito! ¡Vení! ¡¡Maicol!!
Mi madre asustada
corría detrás de mí: ¡Mish! ¡¡Mish!! ¡Gato, gato!
Llegué agotado, pero
miré al vecino terreno baldío, lleno de cicutas y de ramas y frutos de un viejo
paraíso derrumbado. Entonces, descompuesto y boquiabierto, horrorizado, lo vi.
Estaba estirado, mi gatazo querido,
como si hubiera intentado saltar a no sé dónde, al cielo, al oro del sol, al
vuelo de un colibrí, a una nube con silueta de gata mimosa. Pero no llegó a
destino y estaba inmóvil y frío en el suelo, definitivamente muerto. Sus
patitas duras y sus manitos también. Completamente muerto y hermoso, el único
gato que conocí de color verde. Nunca logré saber cómo sería su pelambre
original, pero para mi mente infantil era verde y siempre lo añoro y lo sueño
del más hermoso color verde.
¡Cuánta pena!
¡Cuánto dolor, mi tigrecito valiente!... me dejaste solito... ¿Y los combates
con los soldados de La Legión Extranjera? ¿Y nuestro Fuerte de altas almenas y
puente levadizo? ¿Y tu almohadón colorado de lujoso Maharajá?
Mis padres no lograron hacerme comer
la torta mil hojas y yo no pude parar de llorar de a ratos, durante todo el
día.
Ahora, al revivir con nostalgia
historias de mi niñez, no recuerdo ningún detalle de mis cumpleaños de ocho o
de nueve o de once años.
Pero el día que nunca he podido
olvidar fue el de mi cumpleaños de diez, el 25 de noviembre de 1957, cuando la
Muerte me visitó por primera vez en mi vida. Me desgajó, robó una tajada grande
y dulce de mi infancia y me demostró, ante mi desgarro e impotencia que me iba
a visitar cada vez que le viniera en ganas; a causarme tan intenso dolor como a
ella se le ocurriera.
Ni siquiera un tigre
de jade me podría defender.
©HÉCTOR GRILLO, poeta y escritor argentino.
MIEMBRO
HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
No hay comentarios:
Publicar un comentario