Por siempre Humphrey
En
el arte, como en el vivir cotidiano, abundan los malos entendidos; hasta
podemos afirmar que los seres humanos somos una suma de ellos. Al cabo de un
día nos sentimos inmersos en las tinieblas o iluminados por el fervor de la
luz. Dudando, para no caer, damos un paso atrás o hacia el costado, aunque
existimos haciendo equilibrio al borde del abismo. La incertidumbre es la
verdadera protagonista de nuestra historia personal. “Las tarde a las tardes
son iguales”, escribe Borges en su famoso soneto dedicado a Baruch Spinoza;
sin embargo, la variedad es un don que nos asiste y, sin ánimo de desmentir al
poeta, que casi no se equivocaba, agreguemos que hay tardes y tardes, o días y
días ya que la vida no es algo fijo ni estático, sino dialéctico y cambia
aunque nos cueste percibirlo. Esto hace que sea más llevadera nuestra compleja
-y, en ocasiones-, aburrida existencia. Digo esto pensando en los sorpresivos
días de prolongada pandemia, que a veces nos obnubilan y no sabemos hacia dónde
arrancar. Pero entre tantos beneficios que nos brinda el confort del mundo
moderno, se nos ha dado ahora vivir la fabulosa época de internet. De manera
virtual, aferrados a nuestras computadoras y celulares, que se extienden por el
universo en pantallas abiertas con precisas y versátiles aplicaciones, gozamos
o sufrimos en simultáneo bajo la magia de estar interconectados todo el tiempo
con cada rincón del planeta. Leer, releer, ojear un gentil texto que aparece de
súbito en nuestra Notebook o en WhatsApp; la vista
de añejas películas que vemos en televisión; borronear cada tanto algunas
palabras propias, pueden ser la excusa para “matar el tiempo” (“esa forma de
asesinato cósmico”, que sin duda pensando en San Agustín de Hipona, arrancó
la broma de Chesterton). Pero los confinamientos, por más amablemente que se
nos ofrezcan, irritan y hasta se tornan insoportables. Es así como
impensadamente, por pura obra del azar, topé anoche, recorriendo YouTube,
con la inmortal película “Casablanca”, y una vez más volví a conmoverme
con las deliciosas escenas que contiene.
Dicho
drama, en forma de romance tradicional, quizá bien lo hubieran podido imaginar
Shakespeare o Lope de Vega; aunque en este caso lo filmó Michael Curtiz, en
1942, un año antes de que yo llegara a este mundo, y narra una historia que
sucede en la ciudad marroquí de Casablanca bajo el control del gobierno de
Vichy. Allí está, como siempre y renovada, la adorable Ingrid Bergman, capaz de
seguirnos enamorando y el insolente, procaz e irremediablemente sentimental,
Humphrey Bogart, dotado de su físico poco menos que enfermizo y antipático, de
voz nasal y mirada despreciativa; con una cara destinada -me parece y lo digo
sinceramente- a encabezar el listado de personajes malvados y violentos. Bogart
fue el singular actor que impuso un estilo tan alejado del glamour y
los cánones estéticos de Hollywood como arquetipo prefijado para ser un galán.
Su personaje del detective Sam Spade en El halcón maltés, ya había revelado, en 1941, el
muy explotado género del “cine negro” a través de una personalidad áspera y
perdurable, al tiempo que codificaba un modo irreversible al género
cinematográfico.
No
mucho después, en Casablanca, Bogart impone ya definitivamente su
perfil de hombre duro y perdedor; un antihéroe que se viste de romántico
eternamente enamorado, en este caso, de Ingrid Bergman, su partenaire, y luego
capaz de renunciar a ese gran amor, matando sus penas en una sala de fiestas de
aquel remoto para nosotros norte de África.
No
mucho después, gracias al director Howard Hawks que se pone el ojo en una
estilizada y joven modelo de la portada del Harper’s Bazaar, su
carrera artística y vida personal queda unida a la insinuante actriz Lauren
Bacall. A partir de allí, la nueva pareja deja pruebas de sobra en cuanto a su
física y química para la pantalla en películas como Tener o no tener y El
sueño eterno, donde el rudo Bogart formará también uniones memorables con
otras actrices no menos célebres, que se llamaron Katherine Hepburn (La
reina de África), Gloria Grahame (En un lugar solitario), Ava
Gardner (La condesa descalza) o menos afortunadas, junto a la
desconcertante Audrey Hepburn en Sabrina, puesta al día del añejo mito de
“Cenicienta”, en un papel pensado (se dice que en un primer momento), para el
carilindo Cary Grant. A pesar de una Audrey Hepburn en estado de gracia, la
convergencia Bogart-Hepburn no dejará de chirriar -como su sombrero hongo- a lo
largo de los 114 minutos de duración de aquella inmortal película.
Este
mítico personaje que fue Humphrey Bogart, era el mayor de los tres hijos de un
matrimonio formado por el cirujano Belmont DeForest Bogart y la artista gráfica
Maud Humphrey, y su vida cambió cuando en la Academia Philips de Massachusetts
conoció a su amigo William Brady Juniors, hijo del productor de teatro William
Alexander Brady, quien lo animó a hacerse actor de teatro. Al parecer el quería
estudiar medicina en la Universidad de Yale, pero fue expulsado por escándalo y
rebeldía “luego de hacerle tragar los dientes a un impertinente”, como
lo contaría sin eufemismos, cuando un impertinente se atrevió con su chica.
Al
estallar la Primera Gran Guerra nuestro héroe se alistó en la Marina para
combatir y fue destinado como navegante en el buque USS Leviathan. Aquello
ocurrió en 1918 y en esa ocasión, frente a las costas de África, el barco fue
atacado por un submarino y un torpedo lo alcanzó, sin lograr hundirlo, aunque
dejándolo maltrecho y al borde del naufragio. Mató a un par de tripulantes y un
fragmento astillado de madera que saltó, fue a dar justamente en Humphrey
rasgándole la boca a Humphrey, y dejándolo poco menos que gangoso, con una
visible cicatriz y afectando para siempre su forma de hablar.
A
su regreso fue contratado como administrador en la compañía cinematográfica y
de teatro World Film Corporation, propiedad del padre de su amigo
William. Esa manera de hablar y su aspecto físico, más bien esmirriado y casi
enclenque, no se correspondía con el de cualquier galán clásico de la época, e
hicieron dificultosos sus inicios en una carrera que exigía arquetipos que se
aproximaran para competir con Clark Gable, Kirk Douglas o Cary Grant. El novel
actor se debió conformar con pequeños papeles que, como ejecutivo de la
empresa, se asignaba a sí mismo; siempre con la anuencia del generoso padre de
su amigo. Desde 1922, cuando hizo su primera aparición en el escenario en la
obra teatral The Ruined Lady, hasta 1935 sólo fue actor de reparto.
Entre estos papeles secundarios que Humphrey realizó cabe destacar su aparición
en Tres vidas de mujer (1932), película que tuvo una gran
repercusión en su carrera ya que contribuyó a sacarle del anonimato.
Pero
fue el actor Leslie Howard, protagonista de El bosque petrificado,
que fue como un hermano para él, quien exigió a Warner Brothers la
participación de Bogart en el papel de Duke Mantee, que encajaba justo como su
maléfico opositor. Así fue como 1936, nació a la fama el rudo galán anti héroe.
El enorme éxito que tuvo como malo de El bosque petrificado, lo
catapultó hacia una carrera que ya sería sólida para un actor que ante su
propio asombro empezaba a ser requerido por diversos directores. Con el dolor y
desagrado de abandonar, por un lado, su cargo de ejecutivo; aunque también con
el beneplácito de su patrón, más que contento por su éxito. Su definitiva
consagración llegó en 1941 con El último refugio, dirigida por
Raoul Walsh.
A
partir de entonces, nuestro Humphrey Bogart encadenó títulos hoy considerados
verdaderos clásicos del cine. Bajo la dirección de John Huston rodó El
halcón maltés, donde interpretó al detective Sam Spade, en otra de sus
inolvidables actuaciones. En 1942 filmó “Casablanca”, en la cual
protagoniza, junto a la maravillosa actriz sueca Ingrid Bergman, una de las más
memorables historias de amor de la cinematografía mundial. Este filme está
catalogado como una de las cinco mayores películas jamás filmadas, y le valió
al gran Humphrey su primera nominación al Premio Oscar, que aunque
no lo ganó estuvo muy cerca.
En
apenas cuatro años (1944-48) Bogart enlazó cuatro obras maestras del cine
negro, Tener y no tener, The Big Sleep, La
senda tenebrosa y Key Largo; todas ellas coprotagonizadas por la bellísima
Lauren Bacall. Su valor actoral fue también reconocido por la Academia
de Cine Americana en 1951 cuando fue nominado por segunda vez y ganó
el Oscar al mejor actor por su interpretación en La
reina de África, coprotagonizada por Katharine Hepburn. En esos años era
tan famoso que hasta se le hacía engorroso entrar en un restaurante o
simplemente salir a la calle. “Yo mismo no lo podía creer -dice en
una entrevista-. Menos mi amigo William Brady y mi padre, que jubilado
de su profesión de médico, empezó a acompañarme y a ser un poco mi secretario”.
A
través una menos dulcificada que provocativa biografía vemos que la figura del
héroe vulnerable y perdedor, era, además, un hombre lúcido, pensante y comprometido
con su tiempo, que no ocultaba el pellejo cuando había que ponerlo. Decidido y
valiente Humphrey Bogart añade su faceta de líder político al encabezar una
marcha frente al Capitolio, en 1947, contra los juicios promovidos por “el
repugnante macartismo”, como no duda en calificarlo, poniendo una nota de
valor y solidaridad con sus compatriotas en aquellos duros tiempos marcados por
la persecución y el miedo y, sobre todo, por las delaciones en la industria
cinematográfica de Hollywood. Su imagen junto a Lauren Bacall y
otros actores, estará también en el origen de uno de las bandas más celebradas
de Hollywood, el Rat Pack, del que será uno de sus
“socios fundadores” junto a Frank Sinatra y Judy Garland. Un calificativo que,
según la leyenda, salió de los labios de la mujer de Bogart, la estrella Lauren
Bacall, después de ver el estado en que se encontraban sus amigos, luego de
celebrar una noche de juerga en Las Vegas. El alcohol fue también durante años
su otro enemigo. Una internación y un severo tratamiento lo libraron de ese
vicio. Se jactaba en los últimos años de su vida de beber la “abominable
Coca Cola”. A pesar de su osca apariencia, según Dean Martín, otro de sus
grandes amigos, “nunca dejó de ser una persona buena, solidaria y entrañable”.
Como la vida es una suma de malos entendidos, tal vez haya todavía, por la mala
apariencia que personificó en sus películas, quienes lo vean como un hombre de
difícil trato. Fue todo lo contrario, según sus cercanos y las mujeres que lo
acompañaron. “Su cortesía y amabilidad eran proverbiales”. Así se lo
recuerda a este símbolo del cine.
Bogart
estuvo casado cuatro veces. Su primera esposa fue la veterana actriz Helen
Menken, con quien se casó en 1926, y de la que se divorció tan sólo un año y
medio después. En 1928 se casó de nuevo con la también actriz Mary Philips, de
quien se divorció en 1938. Apenas cinco días más tarde volvió a casarse, esta
vez con Mayo Methot, también actriz, con la que estuvo casado durante siete
años. Sin embargo, todavía contraería matrimonio una cuarta vez, el 21 de mayo
de 1945, con su compañera de reparto en Tener y no tener, joven
estrella de 21 años, 25 años más joven que él, la actriz Lauren Bacall. Con
ella protagonizó varias destacadas películas de su filmografía, como El
sueño eterno, La senda tenebrosa o Cayo Largo. También con
ella tuvo dos hijos: Stephen, nacido en 1949 y Leslie, en 1952. Fueron años
felices. Vivían enamorados. Durante doce años, hasta la muerte de Bogart, la
pareja permaneció muy unida y constituyó uno de los matrimonios más
carismáticos y solidarios del mundo del cine. Cualquiera que necesitara una
mano podía acudir a ellos, que harían lo que estuviera al alcance para
ayudarlo. La generosidad de ambos era proverbial.
Se
lo recuerda como una gran persona, un genuino hombre de bien y un caballero en
todo sentido. Alfred Joseph Hitchcock lamentó no haber podido dirigirlo;
también otros famosos como Woody Allen y Francis Ford Coppola y Martin
Scorsese. No pudo ser. Asistido por su familia se sumó a los más en 1957,
víctima de un fulminante cáncer de esófago. Era uno de los actores más
respetado y apreciado de Hollywood. Tenía 57 años recién cumplidos. Hoy,
Humphrey Bogart está considerado “la primera estrella masculina más
importante de los primeros cien años del cine estadounidense”.
¡Qué
deleite me dio volver a ver esa consagrada película muchísimos años después de
su filmación! He hablado del genial Humphrey Bogart. Le debo otra reseña a la
también genial Ingrid Bergman, a quien tuve la felicidad de conocer en San
Sebastián y de participar en su conferencia de prensa.
Han pasado las horas y aún el afinado piano de Dooley Wilson sigue resonando como en aquellos remotos tiempos cuando cantaba de “You must remember this,/ a kiss is just a kiss”. También me enteré -no hace mucho de esto- cuando pasé por Marruecos, que el glorioso instrumento fue subastado; como también el barco La reina de África, transformado ahora en un crucero de recreo para turistas de un complejo y exitoso resort. Sin embargo, el mito de nuestro admirado Humphrey Bogart sigue centelleando en aquel antro africano con su gabardina, sombrero Fedora y el eterno cigarrillo en la boca. Cuando fumar- todavía- era un placer en Hollywood. Y también en todo el mundo.
©ROBERTO ALIFANO, poeta y escritor
argentino
MIEMBRO
HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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