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sábado, 15 de agosto de 2020

Por siempre Humphrey, Roberto Alifano, Buenos Aires, Argentina

 CASABLANCA Dibujo por db art studio \ Daniele Bianchi | Artmajeur

Por siempre Humphrey

En el arte, como en el vivir cotidiano, abundan los malos entendidos; hasta podemos afirmar que los seres humanos somos una suma de ellos. Al cabo de un día nos sentimos inmersos en las tinieblas o iluminados por el fervor de la luz. Dudando, para no caer, damos un paso atrás o hacia el costado, aunque existimos haciendo equilibrio al borde del abismo. La incertidumbre es la verdadera protagonista de nuestra historia personal. “Las tarde a las tardes son iguales”, escribe Borges en su famoso soneto dedicado a Baruch Spinoza; sin embargo, la variedad es un don que nos asiste y, sin ánimo de desmentir al poeta, que casi no se equivocaba, agreguemos que hay tardes y tardes, o días y días ya que la vida no es algo fijo ni estático, sino dialéctico y cambia aunque nos cueste percibirlo. Esto hace que sea más llevadera nuestra compleja -y, en ocasiones-, aburrida existencia. Digo esto pensando en los sorpresivos días de prolongada pandemia, que a veces nos obnubilan y no sabemos hacia dónde arrancar. Pero entre tantos beneficios que nos brinda el confort del mundo moderno, se nos ha dado ahora vivir la fabulosa época de internet. De manera virtual, aferrados a nuestras computadoras y celulares, que se extienden por el universo en pantallas abiertas con precisas y versátiles aplicaciones, gozamos o sufrimos en simultáneo bajo la magia de estar interconectados todo el tiempo con cada rincón del planeta. Leer, releer, ojear un gentil texto que aparece de súbito en nuestra Notebook o en WhatsApp; la vista de añejas películas que vemos en televisión; borronear cada tanto algunas palabras propias, pueden ser la excusa para “matar el tiempo” (“esa forma de asesinato cósmico”, que sin duda pensando en San Agustín de Hipona, arrancó la broma de Chesterton). Pero los confinamientos, por más amablemente que se nos ofrezcan, irritan y hasta se tornan insoportables. Es así como impensadamente, por pura obra del azar, topé anoche, recorriendo YouTube, con la inmortal película “Casablanca”, y una vez más volví a conmoverme con las deliciosas escenas que contiene.

Dicho drama, en forma de romance tradicional, quizá bien lo hubieran podido imaginar Shakespeare o Lope de Vega; aunque en este caso lo filmó Michael Curtiz, en 1942, un año antes de que yo llegara a este mundo, y narra una historia que sucede en la ciudad marroquí de Casablanca bajo el control del gobierno de Vichy. Allí está, como siempre y renovada, la adorable Ingrid Bergman, capaz de seguirnos enamorando y el insolente, procaz e irremediablemente sentimental, Humphrey Bogart, dotado de su físico poco menos que enfermizo y antipático, de voz nasal y mirada despreciativa; con una cara destinada -me parece y lo digo sinceramente- a encabezar el listado de personajes malvados y violentos. Bogart fue el singular actor que impuso un estilo tan alejado del glamour y los cánones estéticos de Hollywood como arquetipo prefijado para ser un galán. Su personaje del detective Sam Spade en El halcón maltés, ya había revelado, en 1941, el muy explotado género del “cine negro” a través de una personalidad áspera y perdurable, al tiempo que codificaba un modo irreversible al género cinematográfico.

No mucho después, en Casablanca, Bogart impone ya definitivamente su perfil de hombre duro y perdedor; un antihéroe que se viste de romántico eternamente enamorado, en este caso, de Ingrid Bergman, su partenaire, y luego capaz de renunciar a ese gran amor, matando sus penas en una sala de fiestas de aquel remoto para nosotros norte de África.

No mucho después, gracias al director Howard Hawks que se pone el ojo en una estilizada y joven modelo de la portada del Harper’s Bazaar, su carrera artística y vida personal queda unida a la insinuante actriz Lauren Bacall. A partir de allí, la nueva pareja deja pruebas de sobra en cuanto a su física y química para la pantalla en películas como Tener o no tener y El sueño eterno, donde el rudo Bogart formará también uniones memorables con otras actrices no menos célebres, que se llamaron Katherine Hepburn (La reina de África), Gloria Grahame (En un lugar solitario), Ava Gardner (La condesa descalza) o menos afortunadas, junto a la desconcertante Audrey Hepburn en Sabrina, puesta al día del añejo mito de “Cenicienta”, en un papel pensado (se dice que en un primer momento), para el carilindo Cary Grant. A pesar de una Audrey Hepburn en estado de gracia, la convergencia Bogart-Hepburn no dejará de chirriar -como su sombrero hongo- a lo largo de los 114 minutos de duración de aquella inmortal película.

Este mítico personaje que fue Humphrey Bogart, era el mayor de los tres hijos de un matrimonio formado por el cirujano Belmont DeForest Bogart y la artista gráfica Maud Humphrey, y su vida cambió cuando en la Academia Philips de Massachusetts conoció a su amigo William Brady Juniors, hijo del productor de teatro William Alexander Brady, quien lo animó a hacerse actor de teatro. Al parecer el quería estudiar medicina en la Universidad de Yale, pero fue expulsado por escándalo y rebeldía “luego de hacerle tragar los dientes a un impertinente”, como lo contaría sin eufemismos, cuando un impertinente se atrevió con su chica.

Al estallar la Primera Gran Guerra nuestro héroe se alistó en la Marina para combatir y fue destinado como navegante en el buque USS Leviathan. Aquello ocurrió en 1918 y en esa ocasión, frente a las costas de África, el barco fue atacado por un submarino y un torpedo lo alcanzó, sin lograr hundirlo, aunque dejándolo maltrecho y al borde del naufragio. Mató a un par de tripulantes y un fragmento astillado de madera que saltó, fue a dar justamente en Humphrey rasgándole la boca a Humphrey, y dejándolo poco menos que gangoso, con una visible cicatriz y afectando para siempre su forma de hablar.

A su regreso fue contratado como administrador en la compañía cinematográfica y de teatro World Film Corporation, propiedad del padre de su amigo William. Esa manera de hablar y su aspecto físico, más bien esmirriado y casi enclenque, no se correspondía con el de cualquier galán clásico de la época, e hicieron dificultosos sus inicios en una carrera que exigía arquetipos que se aproximaran para competir con Clark Gable, Kirk Douglas o Cary Grant. El novel actor se debió conformar con pequeños papeles que, como ejecutivo de la empresa, se asignaba a sí mismo; siempre con la anuencia del generoso padre de su amigo. Desde 1922, cuando hizo su primera aparición en el escenario en la obra teatral The Ruined Lady, hasta 1935 sólo fue actor de reparto. Entre estos papeles secundarios que Humphrey realizó cabe destacar su aparición en Tres vidas de mujer (1932), película que tuvo una gran repercusión en su carrera ya que contribuyó a sacarle del anonimato.

Pero fue el actor Leslie Howard, protagonista de El bosque petrificado, que fue como un hermano para él, quien exigió a Warner Brothers la participación de Bogart en el papel de Duke Mantee, que encajaba justo como su maléfico opositor. Así fue como 1936, nació a la fama el rudo galán anti héroe. El enorme éxito que tuvo como malo de El bosque petrificado, lo catapultó hacia una carrera que ya sería sólida para un actor que ante su propio asombro empezaba a ser requerido por diversos directores. Con el dolor y desagrado de abandonar, por un lado, su cargo de ejecutivo; aunque también con el beneplácito de su patrón, más que contento por su éxito. Su definitiva consagración llegó en 1941 con El último refugio, dirigida por Raoul Walsh.

A partir de entonces, nuestro Humphrey Bogart encadenó títulos hoy considerados verdaderos clásicos del cine. Bajo la dirección de John Huston rodó El halcón maltés, donde interpretó al detective Sam Spade, en otra de sus inolvidables actuaciones. En 1942 filmó “Casablanca”, en la cual protagoniza, junto a la maravillosa actriz sueca Ingrid Bergman, una de las más memorables historias de amor de la cinematografía mundial. Este filme está catalogado como una de las cinco mayores películas jamás filmadas, y le valió al gran Humphrey su primera nominación al Premio Oscar, que aunque no lo ganó estuvo muy cerca.

En apenas cuatro años (1944-48) Bogart enlazó cuatro obras maestras del cine negro, Tener y no tener, The Big Sleep, La senda tenebrosa y Key Largo; todas ellas coprotagonizadas por la bellísima Lauren Bacall. Su valor actoral fue también reconocido por la Academia de Cine Americana en 1951 cuando fue nominado por segunda vez y ganó el Oscar al mejor actor por su interpretación en La reina de África, coprotagonizada por Katharine Hepburn. En esos años era tan famoso que hasta se le hacía engorroso entrar en un restaurante o simplemente salir a la calle. “Yo mismo no lo podía creer -dice en una entrevista-. Menos mi amigo William Brady y mi padre, que jubilado de su profesión de médico, empezó a acompañarme y a ser un poco mi secretario”.

A través una menos dulcificada que provocativa biografía vemos que la figura del héroe vulnerable y perdedor, era, además, un hombre lúcido, pensante y comprometido con su tiempo, que no ocultaba el pellejo cuando había que ponerlo. Decidido y valiente Humphrey Bogart añade su faceta de líder político al encabezar una marcha frente al Capitolio, en 1947, contra los juicios promovidos por “el repugnante macartismo”, como no duda en calificarlo, poniendo una nota de valor y solidaridad con sus compatriotas en aquellos duros tiempos marcados por la persecución y el miedo y, sobre todo, por las delaciones en la industria cinematográfica de Hollywood. Su imagen junto a Lauren Bacall y otros actores, estará también en el origen de uno de las bandas más celebradas de Hollywood, el Rat Pack, del que será uno de sus “socios fundadores” junto a Frank Sinatra y Judy Garland. Un calificativo que, según la leyenda, salió de los labios de la mujer de Bogart, la estrella Lauren Bacall, después de ver el estado en que se encontraban sus amigos, luego de celebrar una noche de juerga en Las Vegas. El alcohol fue también durante años su otro enemigo. Una internación y un severo tratamiento lo libraron de ese vicio. Se jactaba en los últimos años de su vida de beber la “abominable Coca Cola”. A pesar de su osca apariencia, según Dean Martín, otro de sus grandes amigos, “nunca dejó de ser una persona buena, solidaria y entrañable”. Como la vida es una suma de malos entendidos, tal vez haya todavía, por la mala apariencia que personificó en sus películas, quienes lo vean como un hombre de difícil trato. Fue todo lo contrario, según sus cercanos y las mujeres que lo acompañaron. “Su cortesía y amabilidad eran proverbiales”. Así se lo recuerda a este símbolo del cine.

Bogart estuvo casado cuatro veces. Su primera esposa fue la veterana actriz Helen Menken, con quien se casó en 1926, y de la que se divorció tan sólo un año y medio después. En 1928 se casó de nuevo con la también actriz Mary Philips, de quien se divorció en 1938. Apenas cinco días más tarde volvió a casarse, esta vez con Mayo Methot, también actriz, con la que estuvo casado durante siete años. Sin embargo, todavía contraería matrimonio una cuarta vez, el 21 de mayo de 1945, con su compañera de reparto en Tener y no tener, joven estrella de 21 años, 25 años más joven que él, la actriz Lauren Bacall. Con ella protagonizó varias destacadas películas de su filmografía, como El sueño eterno, La senda tenebrosa o Cayo Largo. También con ella tuvo dos hijos: Stephen, nacido en 1949 y Leslie, en 1952. Fueron años felices. Vivían enamorados. Durante doce años, hasta la muerte de Bogart, la pareja permaneció muy unida y constituyó uno de los matrimonios más carismáticos y solidarios del mundo del cine. Cualquiera que necesitara una mano podía acudir a ellos, que harían lo que estuviera al alcance para ayudarlo. La generosidad de ambos era proverbial.

Se lo recuerda como una gran persona, un genuino hombre de bien y un caballero en todo sentido. Alfred Joseph Hitchcock lamentó no haber podido dirigirlo; también otros famosos como Woody Allen y Francis Ford Coppola y Martin Scorsese. No pudo ser. Asistido por su familia se sumó a los más en 1957, víctima de un fulminante cáncer de esófago. Era uno de los actores más respetado y apreciado de Hollywood. Tenía 57 años recién cumplidos. Hoy, Humphrey Bogart está considerado “la primera estrella masculina más importante de los primeros cien años del cine estadounidense”.

¡Qué deleite me dio volver a ver esa consagrada película muchísimos años después de su filmación! He hablado del genial Humphrey Bogart. Le debo otra reseña a la también genial Ingrid Bergman, a quien tuve la felicidad de conocer en San Sebastián y de participar en su conferencia de prensa.

Han pasado las horas y aún el afinado piano de Dooley Wilson sigue resonando como en aquellos remotos tiempos cuando cantaba de “You must remember this,/ a kiss is just a kiss”. También me enteré -no hace mucho de esto- cuando pasé por Marruecos, que el glorioso instrumento fue subastado; como también el barco La reina de África, transformado ahora en un crucero de recreo para turistas de un complejo y exitoso resort. Sin embargo, el mito de nuestro admirado Humphrey Bogart sigue centelleando en aquel antro africano con su gabardina, sombrero Fedora y el eterno cigarrillo en la boca. Cuando fumar- todavía- era un placer en Hollywood. Y también en todo el mundo.

©ROBERTO ALIFANO, poeta y escritor argentino

MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA

 

 

 


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