EL ESPEJO
Cuántas cosas he amado y cuántas ha disuelto el tiempo.
Porque, de la misma forma que una ciudad maravillosa como fue Menfis, capital
del imperio faraónico en sus albores,
con sus magníficos templos colosales, obeliscos gigantescos, sus palacios
reales e inconmensurables pirámides, desapareció como predijo el profeta
Jeremías, posiblemente fagocitada por la
arena del desierto, las conocidas como “Maravillas del Mundo”, igualmente
sucumbieron ante el canibalismo destructor del ciclo del tiempo a su paso por lo que
denominamos Historia, o la depredación
salvaje de los humanos.
Mucho podría decir al respecto: esculturas, pinturas,
incunables, arquitectura, música. Y todo se va deshaciendo o depravando. La
naturaleza se venga de sí misma, por ser manoseada en lugar de acariciada.
Había vivido muchos años en la gran ciudad. Y es harto
sabido, que las urbes despersonalizan. Todo son prisas, vivir pendientes de las
manecillas del reloj; correr y no llegar. Hasta que al cabo del tiempo, sin
darnos cuenta, nos hemos desubicado de todo; incluso de sí mismos. Es como si disecáramos el alma. Nuestro
pensamiento deja de ser reflexivo y se convierte en autómata.
Guiado por una extraña
nostalgia, un día regresé a la casa que me vio crecer. Pero, tampoco era igual.
Cuando vivía allí, había pámpanos que se enroscaban en las vigas de mis
parrales; ahora el único vestigio son los matojos, más que carcomidos, mustios,
muertos. El arroyuelo cantarín se había convertido en un lecho pedregoso; el
pequeño charco en el que venía a morir sus claras aguas no está ya y en su
lugar hay un piélago que rezuma podredumbre y aguas fecales. Agoniza también el
día. Como mi espíritu.
¡Qué sensación tan inquietante me produce escuchar el
chirriar de los goznes de la vieja puerta de roble macizo. ! Dentro, telarañas;
pequeños arácnidos que recorren las telas que han ido tejiendo en el tiempo;
muebles, antes límpidos y brillantes, ahora
desdibujados por la espesa capa de polvo; el cuadro de un hermoso bodegón se ha torcido
al ceder la alcayata, y el trozo de pan y los embutidos que están junto a la orza y que parecían por
su realismo pedir ser comidos, dan
todos la impresión de querer abandonar
el lienzo y precipitarse sobre las sucias baldosas del suelo; abajo, el
atizador enmohecido, junto a la chimenea que antaño me dio calor en las frías
noches de invierno bajo el crepitar de la leña, permaneciendo mustia y sin cometido.
Sin embargo, el espejo que cuelga en la pared, se mantiene. Más viejo que antes. A su
lado está un paño viejo, que utilizaba para limpiarlo. Y alejando con gesto mecánico
la sucia nube que lo cubre, va perfilándose mi silueta. He cambiado mucho desde
entonces. Presa de una rabia incontenida, observando cómo se muere en cada
segundo de la existencia, y lo que finalmente sucede es que se acumulan muchas
prematuras y pequeñas muertes mi mano se desliza furtivamente hasta el atizador
y, alzándola, descargo el golpe sobre el cristal, haciéndolo añicos que se
adhieren al fondo del marco, dividiendo mi rostro en mil caretas incompletas,
hasta el punto de no distinguir si soy realmente yo o más bien un fragmento de
mí más.
Contemplándome, quise situar ante la retina mi “yo”; aquél
que no veía ni deseaba conocer. Y el cristal fraccionado, me devolvió mi figura. En una de las porciones
estaban los ojos, que me observaban con mirada estrábica.
-
También tú has cambiado- me susurró, rompiendo el silencio de
mi mente una voz observante en aquella suerte de soliloquio mudo.
Instintivamente recorrí presuroso el vidrio repleto de grietas;
las arrugas ondulaban en mi frente, como la espuma de una ola antes de romperse
en la orilla; las bolsas enmarcaban mis ojos; simas verticales se deslizaban
por la pared de mi rostro, coronado por los cabellos encanecidos. Lo que antes
fue tersura, ahora es decadencia. Era yo, aunque no el mismo. Es inútil
pretender huir del común de los destinos, que es la aniquilación.
-
Sigo siendo yo- procuré reafirmarme- aunque es cierto que la vida es un suspiro; que he superado la
barrera de los sesenta años y me aferro a ella, procurando disfrutarla, sin
renunciar a los cantos de sirena que el mundo me ofrece.
-
¿Y podrás así evitar consumirte en la vanidad de la pasión?
¿Vivir por vivir? ¿Vivir, qué y para qué?
Por un brevísimo instante tuve la impresión que aquellos
ojos, aquella luna, comenzaba a
molestarme. Parecía que la figura que me devolvía no se correspondiese con la
mía, sino que fuese la de otro y empezara a hacer preguntas incómodas. Pero, no
siendo posible eludirlas, acepté el juego.
-
He llegado a la madurez de la vida. Ante mí se ofrece un
abanico de posibilidades y deseo vivirlas. Apurarlas. Saciarme de ellas. ¿Qué
decir de la belleza de una mujer?, ¿Qué del placer del buen yantar ¿Acaso no
produce gozo también el dinero que he amasado, sabiendo que con él pocas cosas
podrán resistírseme? ¡Puedo comprarlo todo!
-
Puedes comprar muchas cosas; es cierto. Pero no a ti mismo
Me sentí más incomodado. Deseaba no haberme encontrado,
representado en la lámina envejecida,
como yo. Y al punto, la molestia dio paso al recelo. A la malquerencia. En aquel instante titubeé.
Dudé si poseía ojos propios o eran el reflejo de los míos. Me miraban con
afectuoso pavor, tal si pudieran ver dentro de mí.
-
Te sabes inquieto- precisó- Recuerda: yo soy tú. ¿No dicen
que los ojos son el espejo del alma?
¿Qué siente la tuya?
Demasiadas preguntas; demasiadas afirmaciones. Ciertamente el
nivel de confianza se desvanecía por momentos, y una extraña aversión hacia el cristal empezó a adueñarse de mi
voluntad.
-
¡Maldita sea! ¿A dónde quieres ir a parar? ¿Ojos, conciencia,
un fantasma…? ¿Qué eres en realidad?
-
Te lo he dicho ya; sin ser tú, te pertenezco, de igual manera
que la sombra a la persona.
-
Entonces… ¡no puedo desprenderme de ti!
-
Tendrías que matarte a ti mismo para que yo muriera. O
arriesgarte a comprobarlo.
Su desenvoltura y su lenguaje me resultaba cada vez más
engorroso. Empezaba a sentir náuseas por el
vidrio.
-
No te enfades conmigo. El eco es simplemente el mensajero de
la voz y yo no poseo vida. Has comenzando a entrar en una crisis existencial.
Ya sabes que en determinadas etapas de la vida, unos a los cuarenta, otros a
los cincuenta y muchos en cualquier momento, caen en ella.
-
¡Ve al grano!
-
Se han deshojado suficientes hojas del calendario de tu vida,
como para advertir que cada día estás más cerca del final. Por eso, te agarras
con la avidez del náufrago a la tabla; porque temes a que se te escabulla. ¡Lo
malo…!
-
¿Qué?- reconozco que me sorprendió.
-
Lo triste es que con la edad, se suele perder el vigor
físico, pero aflora con vitalidad la madurez. “Eso” que nos invita a
reflexionar, más allá de nuestras pasiones. ¿Y si lo hicieras?
Nefasta afirmación. Y el maldito espejo, al que ya comenzaba a odiar, me lo recordaba, apuntillando
mi sentimiento de sobrevivir, marcándome en el último tramo de la vida como se
hace con el toro al salir a la plaza del sacrificio.
-
Polvo eres, y en él te has de convertir. ¿No es esa la idea
que ronda por tu mente? ¿Y después, qué?
Por primera vez desde que había tenido la mala ocurrencia de
regresar a mi antiguo hogar, movido por la nostalgia de remover mi pasado,
encontrando sin embargo la proyección de mi presente futurizado, sentí el deseo
de acabar con él.
-
Se dice-apostilló con insolencia- que se muere tal se vive.
La muerte se nos presenta entonces, o como una novia o como un verdugo.
Aquellas palabras me sobrecogieron. Y esta vez fueron mis
pupilas las que acosaron a las suyas; pronto constaté que aquella mirada de
furia mía, era igualmente rabiosa en la proyección del cristal, pues no en vano
ambos éramos uno: sujeto y reflejo.
-
¡Dime! ¿Qué te llevaras entre las manos cuando Caronte venga
en su barca a llevarte a la otra orilla?
Ya no pude más. Descolgué el marco
con sus restos, lo levanté en vilo y lo estrellé a mis pies. Haciéndolo, me sentí liberado. Por fin había
muerto la parte de mí mismo que me estorbaba. La conciencia. Y decidido, me
encaminé a la puerta, dando un portazo al salir, echando las siete llaves, como
pensando en que no pudiera reagruparse para seguir conspirando contra mí y
seguirme.
Una vez fuera respiré aliviado. No obstante, una mirada
nostálgica me hizo echar la vista atrás en tanto me alejaba. Y un pensamiento
brotó de mis escrúpulos. A fin de todo ¿no tenía razón el maldito espejo en sus planteamientos? Porque, era cierto
que en alguna ocasión había tenido la osadía y el valor de no ignorar lo que
bullía en mi cabeza: que la muerte forma parte de la vida, y que por mucho que
me aferre a ella, me ha de llegar el día. Entonces, mis manos estarán vacías o
llenas. Eso dependerá de mí; no del espejo que ya no existe.
©ÁNGEL MEDINA, poeta y escritor español
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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