Imagen de: Taringa
PARQUE LEZAMA
Alejandra creció de golpe.
Allá, entre las oscuridades provocadas por los árboles altos. Creo, pero no
estoy seguro, que caminé unos pasos… Evidentemente, fui hacia ella. Pero, en
ese momento, nuevos juegos de sombras y luces; unas pocas, proyectadas por la
iluminación del templo, me mostraron en el piso – ese suelo conformado por
baldosas centenarias - la imagen de María Teresa. Sé que me detuve casi
espantado. Miré hacia los lados y nada había. La soledad y la lluvia – densa –
haciéndome compañía. Y allá, a no más de veinte pasos, Alejandra… O, como diría
Sábato, el fantasma de Alejandra. Pero para mí, viva o habiendo desencarnado,
sólo existía ella. Esa mujer que aprendí a AMAR, así, escrito todo en
mayúsculas, a través de aquel libro que, habiéndoseme impuesto desde las
profundidades inconscientes de mi mente en vano siempre atormentada por
angustias y búsquedas de absolutos, en ésta ocasión singular y extraña a la
vez, se había transformado en realidad perceptible.
Allí
estaba Alejandra y, más acá, a causa de las sombras generadas, la imagen de
María Teresa. Esa chica, esa casi mujer sufriente, asustada de la soledad que
parecía querer acompañarle, con la que recorriera en tiempos que se me hacen
lejanos (aunque apenas hayan pasado unos meses), el Parque Lezama con la
esperanza – remota, pero justificada – de encontrar a Sábato cavilando
meditaciones sentado en uno de esos fríos bancos de inhumano cemento que hay,
de tanto en tanto, en los senderos.
Beatriz apareció en mi mente. Ella, desde lejos, desde
Jujuy, en aquel remoto lugar donde muriera asesinado por el enfadado marido de
una de sus amantes don Juan Galo de Lavalle, custodiaba mis acciones y protegía
mi existencia. Algo así como si por telepatía me dijera: “Tranquilo, siempre estoy yo; nunca faltaré.”
Y entre la lluvia, entre esa espesa caída de agua que se
empeñaba por conseguir taladrar mi impermeable y horadar la gorra a cuadros
que, cual émulo de Sherlock Holmes, estaba usando, tomé la decisión de ir en
busca de Alejandra quien, una vez más, prefirió esconderse entre la penumbra y
el pasto crecido, entre los ladrillos y los altibajos del camino, escapando de
mí, del acecho de quien la AMA, todo con mayúsculas, aunque esté lejos, muy
lejos, tan lejos, oculta – se me ha ocurrido – entre las páginas de alguna
primera edición de Sobre Héroes y Tumbas, tratando de engañarme, como antes lo
hiciera con el mismo Sábato, haciéndome creer que está muerta cuando, en
realidad, como pude establecer en mis investigaciones, escapó y nunca llegó a
la tumba luego de sucedido lo que tuvo lugar en el Mirador y espera ansiosa
cuanto a la vez implacable que otros, como yo, se acerquen en las lluviosas
noches de otoño a buscarla con desesperación, el cuerpo transpirado, el corazón
exaltado, la mente trastornada, así como antes lo hiciera Martín. Durante años.
Barrio de Villa Devoto, Ciudad de Buenos Aires, 27 de
febrero de 1977
©ANTONIO LAS HERAS, poeta y escritor argentino
MIEMBRO ASESOR CULTURAL DE
ASOLAPO ARGENTINA
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