I - LA
MUJER[1] (Los Últimos Días)
A Edith Caliani de
Villordo, in memoriam.
Uno
Madrugada. Hacía frío en la ciudad de los hombres viejos. El frío del décimo milenio para el reloj cósmico. Estaba muerta la ciudad. No podía ser de otra forma. Desde la medianoche hasta las cinco de la mañana, tenía la obligación de estar muerta. Porque quien vive, necesita respirar… Por ende, nada de circular entre las cintas aéreas que revoloteaban aquellos caminos de nubes cristalizadas. Nada de querer arrimarse a las sin límite murallas donde vivían, técnicamente bien, casi todos los hombres, y visitar a otros hombres. La ciudad, debía estar muerta.
La luna intentó por un millar de veces más
encender el rostro de la joven mujer que corría, jadeante y temerosa. Mujer
hermosa y triste… Más, no pudo. Se resignó. Es que no entendía a estos hombres
viejos. De antiguo se había sentido sensual y vanidosa de poder acariciar, en
aquellas verdes plazas, los sueños de millones de rostros enamorados. Rostros
que jugaban con ella, ocultos en la primavera tras los azahares, como bufos
cómplices abotagados de amor y de misterio; que la buscaban o evitaban para
descubrir o esconder candorosos besos prendidos a tiernas mejillas sonrojadas…
Ahora, ella también estaba triste. Y, al
igual que los hombres viejos, sólo podía vestirse de navegante espacial y
trepar las terroríficas alturas donde yacían los últimos escalones del oprobio.
Porque las terrazas son quietas. No podía ni deseaba jugar con ellas. Hizo,
pues, un postrer intento en averiguar por qué corría la mujer, furtiva e
incansable, tras un punto de luz que parecía muy difícil de alcanzar.
Pero una nueva frustración tiznó su brillo. Entonces se puso el traje de astronauta, y se difuminó grávida como una burbuja nocturna. Por lo demás, fue la negrura sin límites que contuvo al espacio quien devoró, en un segundo, sin prejuicios y para su bien, a la hermosa y triste mujer…
La
joven indefensa arrastraba las distancias pesadamente. Su cara era un modelo de
angustias y de miedo tallado en la oquedad de la noche. El aire corrompido
arqueaba su cuerpo en contenidas convulsiones, mientras un aroma fétido flotaba
y caía manso sobre el cemento del mundo. Sabía que arriesgaba demasiado.
Los
autómatas tenían orden de destruir cualquier factor dinámico que perturbara la
muerte de la ciudad. Porque quien vive, necesita respirar… El buen aire. El
olvidado.
La
silueta, doblada y aterida por el hielo de las sombras, continuó su marcha
hacia el objetivo, confundiéndose entre las columnas y muros de un camino
aceral… De pronto, se detuvo. Y lo hizo a tiempo. Una pequeña cabina de
televideofono le sirvió de refugio. La recortada cabellera cereza se le endureció
al verlo pasar, mientras los ojos verdes se le agrandaban de espanto y el
corazón se le henchía de terror. Todo su ser se estremeció. Fue un segundo. El
autómata pasó rígido a su lado, blanqueando las tinieblas con el palpitar
sincrónico de unos ojos luminosos y eléctricos.
Gina no respiró. Una estatua como de mármol ocupó su lugar. La menor vibración del aire daría al autómata la señal de que un ser dinámico se hallaba próximo y en horario prohibido. Y ella debería… Pero nada ocurrió.
(La mujer dio gracias. A quién, no sabría decirlo).
Dos
Ya
no sentía el frío de la noche. Ahora sus huesos hervían en brutal agitación.
Pero todo continuaba oscuro, muy oscuro.
Gina alzó la vista y buscó con desesperación a su luna…
No
la encontró.
Supo que, como ella, triste y etérea, había huido finalmente de allí. Y
pensó en Maniel, su compañero, inmóvil y enfermo. También en su bebé, único y
dormido.
El
circuito de emergencia se había descompuesto y no podía emplear otro medio. Ni
siquiera acudir a la asistencia de un vecino. Se había descuidado sin alcanzar
a evitarlo.
Había llegado al límite de su cuota de oxigenación familiar y no podía
robarle vida a sus seres queridos. En el exhausto recipiente metálico agonizaba
una porción vital de ese elemento, pero la enfermedad de Maniel exigía una
mayor cantidad molecular. Y ella tendría que compensarla.
Sí,
necesitaba aire. Algo más de oxígeno esta noche para sobrevivirla hasta la
llegada del amanecer, cuando todo volvería a ser normal…
Por ello, sin auxilio de nadie y sin poder comunicarse con el Centro Médico más próximo, se había jugado por entero y escapado de la Colmena infringiendo la ley de queda. Escapado a las diminutas calles de una ciudad que tenía la obligación de estar muerta en esas horas. Y debía llegar. Tenía que hacerlo. Diciembre era su mes de suerte: por algo había superado ya un duro escollo. Por otra parte, el sitio estaba ahora sólo a unos cuatrocientos metros por delante… Y la cuestión era llegar. Conseguir llegar. Luego vería…
(Sus dedos apretaban con fuerza la ficha amarilla).
Tres
En
sigilo, continuó la marcha.
Después de media hora de esquivo y medroso caminar, alcanzó el objetivo.
La Gran Campana estaba iluminada con intensidad. De tanto en tanto, su
resplandor exhalaba movimientos intermitentes, y su gigantesco y semiesférico
caparazón se transformaba en un monstruo de onírica pesadilla. Su diámetro de
trescientos metros y su elevación central de igual medida, encerraba las fuentes
de la Vida. Las últimas clases de vegetales de la Tierra y el oxígeno de sus
poros.
Y
debía alcanzarlo… Porque ahí estaba, a pocos pasos, el Centro de Oxigenación
DV-4 de la Compañía “Días Verdes”, Sociedad Cósmica. El mayor de los complejos
comerciales pertenecientes a un monopolio
secular mundial, y cuyos dueños entendían
que no era bueno para sus intereses permitir la libre oxigenación de los
humanos, aunque la capa
de ozono se hubiere
recuperado ya hace mucho tiempo; y ello, con total ignorancia de los
sumisos habitantes de la Colmena…
Arrogante, Mr. Sosep Ralod, presidente del H. Consorcio, sostuvo desde
el primer día: --- “Nadie destruirá este brillante negocio. No lo
permitiremos…”. Alguien gritó también en ese primer día: --- “Fortuna; ¡botín
de poderosos!”. El resto, no tuvo tiempo de hacerlo. Hubo un ejército de
autómatas que se encargó de ello.
Gina volvió a ocultarse. Lo hizo por enésima vez; y en la ocasión, tras
uno de los incontables sostenes del edificio departamental -contiguo a la Gran
Campana- de más doscientos pisos, y que reducía el tamaño de su humanidad a la
de un germen…
Y
se dejó caer.
Trató de recordar a Maniel y a su hijo, pero la cabeza le bamboleaba locamente a causa de los sentidos aturdidos por la falta de oxígeno. Sintió ganas de vomitar. Logró dominarse. Tanteó con angustia la ficha de identificación. Estaba en su lugar todavía. Era un alivio, aunque de nada serviría si… Pero casi lo había logrado. Entonces rogó.
(A quién, no sabría decirlo).
Cuatro
El
animalito de las estrellas recogió su cuerpo y esperó impaciente el momento
para sortear los últimos metros que restaban aún para alcanzar el Panel de
Control. La suerte volvió a sonreírle. Al menos, eso pensó. Sí, diciembre era
su mes de suerte.
La
esfera redonda y sin aberturas visibles se detuvo. Había arribado por el riel
médico hasta la puerta principal del Centro de Oxigenación. Unos humanoides
descendieron del familiar vehículo asistencial. Llevaban en camilla a una
persona. Era una anciana.
Inmovilizada por dos gruesas correas plásticas gritaba y jadeaba con
desesperación. Gritaba que se ahogaba, que necesitaba aire para respirar… Los
autómatas apuraron el paso. Introdujeron una ficha amarilla en la ranura del
cilíndrico panel y la puerta de acceso se abrió en silencio. Luego, se cerró.
Gina sabía lo que harían ahora. La transportarían en el carril hasta una
cabina esterilizadora, y, después de acondicionarle el cuerpo, la enviarían a
fantástica velocidad hacia una Unidad Libre de Oxigenación. La operación
duraría pocos segundos: hasta que la anciana recuperara su capacidad de
absorción atmosférica, o, simplemente, muriera de asfixia. Pocos segundos, nada
más.
A
la sazón, la esfera comenzó a moverse otra vez por el carril médico. Alguien la
había solicitado de nuevo utilizando el circuito de emergencia. Como un rayo
partió desde otra vía hacia algún sector de la ciudad… Junto a ella, otro
millar de esferas se dispararon hacia las entrañas de la ciudad que dormía sin
sueños.
Gina pensó que el momento había llegado. Nadie estaba a la vista. El
frío volvió por un instante a arrancarle bocanadas de esfuerzo, y todo su
cuerpo se contrajo –llagado de escalofríos- preparando sus reservas para el
último salto. Corrió furiosamente. Empleó la magia de su ánimo, y, como un niño
intentando atrapar una sortija de calesita atómica, alargó el brazo que portaba
la ficha amarilla pensando en ellos…
No
pudo hacerlo. De pronto, estaba muerta. Como la ciudad. Como su luna.
El oscuro y gris, y nuevamente oscuro y gris autómata, guardó el arma.
(Chirriaron un poco sus extremidades al
cambiar de rumbo).
ADRIÁN
NÉSTOR ESCUDERO, poeta y escritor argentino
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
Un fuerte abrazo desde la distancia para el caballero de la luna. Felicitaciones por esta narración literaria muy sentida. Un placer leer tan extraordinario texto.
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