Bienvenidos

sábado, 8 de octubre de 2022

I - LA MUJER[1] (Los Últimos Días), Adrián Néstor Escudero, Santa Fe, Argentina

 



I - LA MUJER[1] (Los Últimos Días) 

A Edith Caliani de Villordo, in memoriam.

Uno

     Madrugada. Hacía frío en la ciudad de los hombres viejos. El frío del décimo milenio para el reloj cósmico. Estaba muerta la ciudad. No podía ser de otra forma. Desde la medianoche hasta las cinco de la mañana, tenía la obligación de estar muerta. Porque quien vive, necesita respirar… Por ende, nada de circular entre las cintas aéreas que revoloteaban aquellos caminos de nubes cristalizadas. Nada de querer arrimarse a las sin límite murallas donde vivían, técnicamente bien, casi todos los hombres, y visitar a otros hombres. La ciudad, debía estar muerta.

     La luna intentó por un millar de veces más encender el rostro de la joven mujer que corría, jadeante y temerosa. Mujer hermosa y triste… Más, no pudo. Se resignó. Es que no entendía a estos hombres viejos. De antiguo se había sentido sensual y vanidosa de poder acariciar, en aquellas verdes plazas, los sueños de millones de rostros enamorados. Rostros que jugaban con ella, ocultos en la primavera tras los azahares, como bufos cómplices abotagados de amor y de misterio; que la buscaban o evitaban para descubrir o esconder candorosos besos prendidos a tiernas mejillas sonrojadas…

     Ahora, ella también estaba triste. Y, al igual que los hombres viejos, sólo podía vestirse de navegante espacial y trepar las terroríficas alturas donde yacían los últimos escalones del oprobio. Porque las terrazas son quietas. No podía ni deseaba jugar con ellas. Hizo, pues, un postrer intento en averiguar por qué corría la mujer, furtiva e incansable, tras un punto de luz que parecía muy difícil de alcanzar.

     Pero una nueva frustración tiznó su brillo. Entonces se puso el traje de astronauta, y se difuminó grávida como una burbuja nocturna. Por lo demás, fue la negrura sin límites que contuvo al espacio quien devoró, en un segundo, sin prejuicios y para su bien, a la hermosa y triste mujer…

     La joven indefensa arrastraba las distancias pesadamente. Su cara era un modelo de angustias y de miedo tallado en la oquedad de la noche. El aire corrompido arqueaba su cuerpo en contenidas convulsiones, mientras un aroma fétido flotaba y caía manso sobre el cemento del mundo. Sabía que arriesgaba demasiado.

     Los autómatas tenían orden de destruir cualquier factor dinámico que perturbara la muerte de la ciudad. Porque quien vive, necesita respirar… El buen aire. El olvidado.

     La silueta, doblada y aterida por el hielo de las sombras, continuó su marcha hacia el objetivo, confundiéndose entre las columnas y muros de un camino aceral… De pronto, se detuvo. Y lo hizo a tiempo. Una pequeña cabina de televideofono le sirvió de refugio. La recortada cabellera cereza se le endureció al verlo pasar, mientras los ojos verdes se le agrandaban de espanto y el corazón se le henchía de terror. Todo su ser se estremeció. Fue un segundo. El autómata pasó rígido a su lado, blanqueando las tinieblas con el palpitar sincrónico de unos ojos luminosos y eléctricos.

     Gina no respiró. Una estatua como de mármol ocupó su lugar. La menor vibración del aire daría al autómata la señal de que un ser dinámico se hallaba próximo y en horario prohibido. Y ella debería… Pero nada ocurrió.

     (La mujer dio gracias. A quién, no sabría decirlo).

Dos

     Ya no sentía el frío de la noche. Ahora sus huesos hervían en brutal agitación. Pero todo continuaba oscuro, muy oscuro.

     Gina alzó la vista y buscó con desesperación a su luna…

     No la encontró.

     Supo que, como ella, triste y etérea, había huido finalmente de allí. Y pensó en Maniel, su compañero, inmóvil y enfermo. También en su bebé, único y dormido.

     El circuito de emergencia se había descompuesto y no podía emplear otro medio. Ni siquiera acudir a la asistencia de un vecino. Se había descuidado sin alcanzar a evitarlo.

     Había llegado al límite de su cuota de oxigenación familiar y no podía robarle vida a sus seres queridos. En el exhausto recipiente metálico agonizaba una porción vital de ese elemento, pero la enfermedad de Maniel exigía una mayor cantidad molecular. Y ella tendría que compensarla.

     Sí, necesitaba aire. Algo más de oxígeno esta noche para sobrevivirla hasta la llegada del amanecer, cuando todo volvería a ser normal…

     Por ello, sin auxilio de nadie y sin poder comunicarse con el Centro Médico más próximo, se había jugado por entero y escapado de la Colmena infringiendo la ley de queda. Escapado a las diminutas calles de una ciudad que tenía la obligación de estar muerta en esas horas. Y debía llegar. Tenía que hacerlo. Diciembre era su mes de suerte: por algo había superado ya un duro escollo. Por otra parte, el sitio estaba ahora sólo a unos cuatrocientos metros por delante… Y la cuestión era llegar. Conseguir llegar. Luego vería…

     (Sus dedos apretaban con fuerza la ficha amarilla).

Tres

     En sigilo, continuó la marcha.

     Después de media hora de esquivo y medroso caminar, alcanzó el objetivo. La Gran Campana estaba iluminada con intensidad. De tanto en tanto, su resplandor exhalaba movimientos intermitentes, y su gigantesco y semiesférico caparazón se transformaba en un monstruo de onírica pesadilla. Su diámetro de trescientos metros y su elevación central de igual medida, encerraba las fuentes de la Vida. Las últimas clases de vegetales de la Tierra y el oxígeno de sus poros.

     Y debía alcanzarlo… Porque ahí estaba, a pocos pasos, el Centro de Oxigenación DV-4 de la Compañía “Días Verdes”, Sociedad Cósmica. El mayor de los complejos comerciales pertenecientes a un monopolio secular mundial,  y cuyos dueños entendían que no era bueno para sus intereses permitir la libre oxigenación de los humanos, aunque la capa de ozono se hubiere recuperado ya hace mucho tiempo; y ello, con total ignorancia de los sumisos habitantes de la Colmena…

     Arrogante, Mr. Sosep Ralod, presidente del H. Consorcio, sostuvo desde el primer día: --- “Nadie destruirá este brillante negocio. No lo permitiremos…”. Alguien gritó también en ese primer día: --- “Fortuna; ¡botín de poderosos!”. El resto, no tuvo tiempo de hacerlo. Hubo un ejército de autómatas que se encargó de ello.

     Gina volvió a ocultarse. Lo hizo por enésima vez; y en la ocasión, tras uno de los incontables sostenes del edificio departamental -contiguo a la Gran Campana- de más doscientos pisos, y que reducía el tamaño de su humanidad a la de un germen…

     Y se dejó caer.

     Trató de recordar a Maniel y a su hijo, pero la cabeza le bamboleaba locamente a causa de los sentidos aturdidos por la falta de oxígeno. Sintió ganas de vomitar. Logró dominarse. Tanteó con angustia la ficha de identificación. Estaba en su lugar todavía. Era un alivio, aunque de nada serviría si… Pero casi lo había logrado. Entonces rogó.

     (A quién, no sabría decirlo).

Cuatro

     El animalito de las estrellas recogió su cuerpo y esperó impaciente el momento para sortear los últimos metros que restaban aún para alcanzar el Panel de Control. La suerte volvió a sonreírle. Al menos, eso pensó. Sí, diciembre era su mes de suerte.

     La esfera redonda y sin aberturas visibles se detuvo. Había arribado por el riel médico hasta la puerta principal del Centro de Oxigenación. Unos humanoides descendieron del familiar vehículo asistencial. Llevaban en camilla a una persona. Era una anciana.

     Inmovilizada por dos gruesas correas plásticas gritaba y jadeaba con desesperación. Gritaba que se ahogaba, que necesitaba aire para respirar… Los autómatas apuraron el paso. Introdujeron una ficha amarilla en la ranura del cilíndrico panel y la puerta de acceso se abrió en silencio. Luego, se cerró.

     Gina sabía lo que harían ahora. La transportarían en el carril hasta una cabina esterilizadora, y, después de acondicionarle el cuerpo, la enviarían a fantástica velocidad hacia una Unidad Libre de Oxigenación. La operación duraría pocos segundos: hasta que la anciana recuperara su capacidad de absorción atmosférica, o, simplemente, muriera de asfixia. Pocos segundos, nada más.

      A la sazón, la esfera comenzó a moverse otra vez por el carril médico. Alguien la había solicitado de nuevo utilizando el circuito de emergencia. Como un rayo partió desde otra vía hacia algún sector de la ciudad… Junto a ella, otro millar de esferas se dispararon hacia las entrañas de la ciudad que dormía sin sueños.

     Gina pensó que el momento había llegado. Nadie estaba a la vista. El frío volvió por un instante a arrancarle bocanadas de esfuerzo, y todo su cuerpo se contrajo –llagado de escalofríos- preparando sus reservas para el último salto. Corrió furiosamente. Empleó la magia de su ánimo, y, como un niño intentando atrapar una sortija de calesita atómica, alargó el brazo que portaba la ficha amarilla pensando en ellos

     No pudo hacerlo. De pronto, estaba muerta. Como la ciudad. Como su luna.

     El oscuro y gris, y nuevamente oscuro y gris autómata, guardó el arma.

     (Chirriaron un poco sus extremidades al cambiar de rumbo).

 

ADRIÁN NÉSTOR ESCUDERO, poeta y escritor argentino

MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA



.

 

 


1 comentario:

  1. Un fuerte abrazo desde la distancia para el caballero de la luna. Felicitaciones por esta narración literaria muy sentida. Un placer leer tan extraordinario texto.

    ResponderEliminar