FLAVIUM BRIGANTIUM
Confieso que es una ciudad en la que
hubiese deseado nacer. No vale describir sus calles adoquinadas, sus iglesias,
sus bares, sus balcones, sus museos. Hablo de la esencia de la ciudad. En esta
ciudad conviven caballeros medievales, fineza, tortillas, patatas, meigas.
También judíos, portales, artistas, seres primitivos, una elegancia en el
mirar. Por las noches he sentido cierta solemnidad en los pasos. Hay elementos
paganos, cristianos, celtas. Evoco a griegos, romanos, ciervos, jabalíes,
sefes, mámoas, cistas. Evoco la pluralidad de las aguas, druidas, alusiones y
sobreentendidos, la suavidad de las sombras, desveladas.
Una estación aguarda mi llegada, cerca del río. Veo barcas, dólmenes, la
nostalgia en un café frente a una iglesia románica. De pronto siento que se
mezcla lo medieval, lo contemporáneo, lo liberal, lo aristocrático. Veo los
fantasmas en la claridad de la mañana, esas voces que están en un contorno no
definido de la luz, en el aire que acaricia las quintas, en esa brisa que flota
entre muros, galerías y soportales.
El habitante es amable, se toma su tiempo, mira a los ojos. Suele sonreír y
suele recordar. Nos invita a una copa de vino blanco, una copa de vino del
país. Lo tomamos de pie, en una antigua taberna, junto a unas escalinatas. Hay
chorizo, hay pan, hay pulpo. Y hay tortilla. El lenguaje es llano, nos dejamos
llevar por emociones, por escritos, por una cordialidad inmediata. Surge el
nombre de John Berger, un libro de Claudio Magris, el logógrafo Hecateo de
Mileto. Digo que es una pena que no la conoció Joseph Roth, la hubiera
retratado con hechizo.
Hace poco que dejó de llover. Una llovizna nos habla de viajes, de hoteles, de
huéspedes. Siento la monotonía del cosmos, una imaginación ambigua. Siento lo
campesino, el olor de esa garúa. No hay espacio para el sentimentalismo, me
basta una mirada fugaz para intuir sus emblemas, sus símbolos, todo aquello que
nos hace palpitar belleza, ensoñación. Cierro los ojos y descubro el globo de
San Roque, único sobre el cielo. Sin aliento palpo lo mágico, lo fantástico.
Podemos hablar del Castrum de Vnctia, del Convento de las Madres Agustinas, de
la Iglesia de San Francisco, de Santa María de Azogue, del Mandeo, del Mendo.
Del estudio iconográfico, fundamental, de Alfredo Erías, mi amigo. Del tojo y
del brezal como sotobosque, de las casas góticas. De la crema de patatas, pulpo
y huevo. Visitamos el Museo das Mariñas, el Museo del Grabado. Y vemos a
Picasso, a Gravino, a Seoane, a Jesús Nuñez…
Hay una textura en el lenguaje, una suerte de ritual que nos llama. Una
elegancia moral, un caminar sensual en sus mujeres, en el movimiento de
caderas. La han visitado ingleses, alemanes, italianos, portugueses. La leyenda
nos dice que la fundó Breogán; los susurros de la Batalla das Figueiras nos
indican que es así. Percibo torneos medievales, carreras de barriles de vino,
danzas gremiales. Veo los comercios, las mercerías, los sombreros, el aroma de
los almendros, la tarta de mil hojas, ajuares de lactantes en las vidrieras.
Creo contemplar mujeres arrodilladas ante el agua lavando sábanas y luego
tendiéndolas para secar. Tal vez relato una historia de ilusión, la búsqueda de
mis orígenes, un topo de la cultura gallega. Seguramente es un viaje que
reconstruye certezas, inquietudes. No puedo contener las lágrimas ante la
bandera republicana, la que cubrió a Antonio Machado en su lecho. Cada lugar es
visitado e interrogado, el ojo que percibe puede escribir para embellecer lo imaginario.
Pero no hay adulaciones sentimentales. Ahora el aire es dulce y fresco,
desmitifica prejuicios, disuelve toda ilusión escénica. Siento que la libertad
acaricia mi pecho. Estoy sentado en un banco de piedra.
Sólo la voz suspensa, el encantamiento, la distancia de los tonos, el aurea de
la noche junto a la torre del reloj. Subo como un náufrago entre escudos y
pájaros silvestres. Sólo ciertas señales sutiles, lejanías de morosas
distancias. Pienso que tengo la mirada de Ulises (soy un nómade en La luna del
candil de la memoria), hay un secreto que hace crecer plantas y brumas.
Ahora, luego de beber una cunca de vino, la abstracción. Me acerco y me alejo
de cada ser, de cada casona. Dialogo, frente a su sepulcro, con Fernán Pérez de
Andrade, o Bó. Ahora no hay tiempo ni espacio, explico de una manera nueva o
diferente el mundo que me rodea. El misterio nos hace detenernos. Vivo la
historia de los jornaleros, de los inmigrantes, de los desplazados. Hay una
intuición poética que me guía, que hace conmover cada evocación. Soy un
solitario que deambula, un flaneûr que intenta descubrir el significado de lo
visible.
Buenos Aires, septiembre de 2020
©CARLOS PENELAS, poeta y escritor argentino
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
Hermoso vocabulario señor Carlos Penelas
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