TRIBUNA
En una polémica conferencia pronunciada por Leopoldo
Lugones en 1913, titulada “El Payador”, arriesga con soltura que “ya
desaparecido de nuestras pampas, podemos ahora hablar del gaucho como
corresponde”. Tales palabras causaron escozor en los sectores tradicionalistas,
que sin hacerse esperar le salieron al cruce tratándolo de europeizante. Un par
año después, indiferente a las críticas, Lugones reunió en un volumen sus
polémicas ideas, causando aún mayor indignación entre los cultores del género.
Borges, que estaba de acuerdo con muchos de los pareceres
de Lugones, se explayó luego sobre el tema y elaboró su propia teoría sobre la
llamada “literatura gauchesca”. Para él la gente culta de la ciudad era la que
escribía sobre “el gaucho”, y rescató a poetas como Bartolomé Hidalgo, Hilario
Ascasubi y al célebre autor de Martín Fierro, José Hernández, aunque lo
sacrifica a la mayor gloria de Domingo Faustino Sarmiento y su Facundo. En
la obra de Borges abunda ese mestizo, que se resistía a extinguirse. Menos
crítico que emotivo, en su famoso poema “El gaucho”, lo celebra con afecto e
indulgencia. En algunos endecasílabos, escribe:
Se batió con el indio y con el godo,
Murió en reyertas de baraja y taba;
Dio su vida a la patria, que ignoraba,
Y así perdiendo, fue perdiendo todo...
Fue el matrero, el sargento y la partida.
Fue el que cruzó la heroica cordillera.
Fue el que no pidió nada, ni siquiera
La gloria, que es estrépito y ceniza.
Nunca dijo: Soy gaucho. Fue su suerte
No imaginar la suerte de los otros.
No menos ignorante que nosotros,
No menos solitario, entró en la muerte…
Pero, ¿quién fue en verdad nuestro famoso hombre de la
llanura exaltado por Borges en ocasiones, criticado por Lugones y analizado
hasta la médula por Ezequiel Martínez Estrada? ¿Cómo era ese nómada que habitó
el país y fue inmortalizado por la llamada “literatura gauchesca”, hasta
elevarlo a mito por Hernández, en el libro Martín Fierro, el más destacado
de la literatura argentina?
La genealogía del gaucho es compleja y acaso la verdadera
ética del criollo está en la acción. Identificado por su condición de hábil
jinete y por su vínculo con la proliferación del ganado vacuno que se reprodujo
en el campo como los panes y los peces bíblicos; fue desvalorado por su
ocupación dispersa e inclasificable (sobre todo por los sistemas de trabajo
impuestos por algunos terratenientes después de la independencia), que dieron
forma al particular régimen clientelar del explotado peón rural; una actividad
afín y muy reservada a nuestro hibrido personaje, hijo del español que se negó
a reconocerlo y de la madre indígena, que él se negaba a reconocer.
El folklore lo tomó como arquetipo y lo difundió por el
mundo con el rango de héroe nacional. Pero así como hay una literatura y una
forma musical dedicada a lo gauchesco, que lo exalta y lo proyecta, y aún sigue
viva, existe también una pintura orientada en esa dirección. Vale decir que las
artes plásticas tampoco fueron ajenas a nuestro célebre titán de la llanura.
Muchos artistas lo tomaron como figura central y en esa corriente que retrata
la tradición, con típicas viñetas y un humor que raya en lo grotesco, y a la
vez lo exalta de un modo naif, se encuentra el que impuso nuestro original
pintor y dibujante Florencio Molina Campos. Un hecho circunstancial, a la vez
que decisivo, hace que este artista lo eleve como emblema y lo difunda a través
de una campaña publicitaria que abarcó buena parte de la década del 30’ y del
40’, rescatándolo en los clásicos almanaques de la entonces popular
fábrica Argentina de alpargatas, que calzaba a buena parte del país. En
esas obras Molina Campos llegó a lograr las más atractivas imágenes de nuestro
hombre de campo. Fue así que sus cuadros podían ser reconocidos por cualquiera
aunque no estuvieran firmados.
Conocedor del interior de la Argentina e interesado por
indagar sus raíces bajo las formas de la tradición y del folklore, nuestro
artista dejó en sus obras un testimonio único que no se perdió con el paso del
tiempo y aún sigue sorprendiendo. No tuve la fortuna de conocerlo; pero, según
me contaron quienes fueron sus amigos, fue un hombre agradable y carismático,
lleno de gracia y de especial sarcasmo, que se destacaba en las reuniones
sociales por su buen humor y su capacidad de seducción. Él fue quien recibió a
Walt Disney en su visita a la Argentina y quien lo asesoró en sus incursiones
sobre nuestro personaje. Tenía, sin embargo, junto a estas virtudes un carácter
fuerte y, como contrapartida, a pesar de ser un pintor de imágenes gauchescas,
le encantaba la música clásica, que escuchaba mientras elaboraba sus pinturas.
A esta altura, no quedan dudas, que don Florencio fue “el
más Argentino de los Artistas del Arte de los Argentinos”. Las revoluciones
estéticas proponen al espectador la tentación de lo fácil y lo irresponsable.
Se dice a menudo que cuando más cándido es la expresión de los personajes que
el artista fija en la tela, es más trascendente. Goya con dramatismo confirma
esta conjetura. Molina Campos optó por ser un pintor del grotesco al mejor
estilo expresionista. Rayando con lo humorístico es, sin ninguna duda, el que
ha reflejado de la mejor manera al hombre del interior, ese paisano rústico y a
veces insociable, tan hábil en el manejo del caballo como del cuchillo, tomador
de mate y devoto del lento asado que se dora a la parrilla, protector y áspero
adorador de su mujer que lo secundaba y acompañaba en ese destino nómada. Ella
fue llamada por extensión tradicionalmente “gaucha” o también “china” (del
quechua, muchacha o hembra), y en algunas regiones “paisana”, “guaina” o
“prenda”. Enancada en el caballo de su hombre muy a menudo la retrata Molina
Campos.
Sea como fuere, la figura del gaucho en las culturas
argentinas, paraguayas y uruguayas, así como en la región de Río Grande del Sur
(Brasil) y en la Patagonia chilena es considerada como un icono que representa
la tradición y las costumbres rurales. Con aire entrañablemente caricaturesco
y, a menudo, naíf, desopilante en exageraciones y cromaturas, es captada por el
pincel de nuestro artista; los reiterados temas conectan también con un nada
ingenuo expresionismo, reflejando el talento de un observador agudo de la
realidad nacional. Como complemento gráfico y estético de la literatura
gauchesca, con humor, belleza y tradición inmortalizó Molina Campos al
personaje tradicional -y aún polémico- de nuestra Argentina.
Nacido en la ciudad de Buenos Aires en 1891, Florencio
Molina Campos pasó su infancia alternando entre la capital y los campos de sus
abuelos. Allí compartió con los peones vivencias y el trabajo de campo, y
aprendió a valorarlos y respetarlos. “Me crie entre gauchos y de ellos heredé
mi amor a esta tierra”, repetía. Para entretener a sus nueve hermanos menores
se cuenta que montaba teatralizaciones, imitaba a los paisanos en sus maneras y
tonos de voz. Las primeras pinturas que se conservan de temáticas camperas,
Molina Campos las realizó a los 9 años.
En 1920 se casó con María Hortensia Palacios Avellaneda,
y en 1921 nació su única hija Hortensia a quien conocí a través del poeta León
Benarós. Don Florencio vivió algún tiempo junto a su hermano en un rancho de
adobe, en el Chaco Santiagueño, trabajando el campo familiar y talando montes.
En esas tareas rurales profundizó su admiración y respeto por quienes día a día
realizan tan arduas labores.
De regreso en Buenos Aires para completar los estudios,
sus amigos lo convencieron de que mostrara las pinturas que realizaba como
pasatiempo. Fue de esta manera que Molina Campos expuso por primera vez en
agosto de 1926, en La Sociedad Rural de Palermo. A partir de ahí no dejó de
elaborar sus obras y en 1930 firmó el contrato para ilustrar los almanaques de
la compañía Alpargatas. Fue la primera gran campaña publicitaria que se
realizó en la Argentina. Entrar en cada casa, almacén u oficina del país era
encontrar la reproducción de sus cuadros, que empezaron a ocupar un lugar
preferencial, sin distingo de clases sociales. Los versos de sus poetas
gauchescos preferidos, como este de Ascasubi, se imprimían al pie:
Sacó luego a su aparcera
la Juana. Rosa a bailar
y entraron a menudiar
media caña y caña entera…
En 1931 Florencio Molina Campos viajó por primera vez a
Europa. Lo hizo para exponer en París. Luego viajaría varias veces más,
invitado por diferentes gobiernos como representante cultural argentino. Su
producción no tuvo límite y empezó a exponer en las galerías de arte locales y
del exterior. Ganó concursos, editó sus obras en los ya mencionados almanaques,
junto a libros, postales y rompecabezas, e incluso protagonizó él mismo avisos
publicitarios en revistas en las que, como “artista famoso”, promocionaba sus
obras.
En 1942, y hasta mediados de los años cincuenta, fue
contratado como asesor técnico de los estudios de Walt Disney para colaborar en
los rodajes de El gaucho volador, Goofy se hace gaucho, Saludos
amigos, El gaucho reidor y Los tres compañeros. También colaboró
en la realización de la película animada Bambi, donde se distingue el
estilo de los animales y los árboles, que reproduce la vida silvestre de la
isla Victoria, en el lago Nahuel Huapi, de la Patagonia Argentina, y en 1946
edita Vida gaucha, un libro de texto para estudiantes de español de los
Estados Unidos. En 1950, de regreso al país, fue distinguido con
la Medalla de Oro del V Salón de Dibujantes Argentinos.
Ya consagrado internacionalmente, en 1956 Molina Campos
actuó en el cortometraje Pampa mansa, producido por Disney, que fue
presentado en el Festival de Berlín, donde estuvo presente y fue invitado a
exponer. Colaboró después en otras tres películas. Pero el pintor argentino no
compartía la mirada del cineasta sobre cultura hispanoamericana y el
rompimiento vino cuando en un film sobre la vida en el campo argentino se
reproducían al detalle paisajes realizados por don Florencio, pero el
personaje Goofy aparecía vestido con botas tejanas (en lugar de usar ropas
criollas) y bailaba una cueca chilena (en vez de una zamba o una chacarera) y
se veía el Pan de Azúcar brasileño como fondo. Para Molina Campos, que había
explicado exhaustivamente al equipo sobre la vida y costumbres en el campo
argentino, el resultado era inaceptable. “Con un criterio arbitrario e imbécil,
para buscar familiaridad entre los lugares, se mezclaba todo sin ningún
criterio”, declaró indignado. No dudó en plantear a Walt Disney y a su equipo
sus objeciones y argumentos, pero le respondieron que la película ya estaba
demasiado avanzada y que no era posible modificarla. Don Florencio sintió que
formar parte del film era una traición a sus paisanos y a su país y, fiel a sus
convicciones, renunció.
Los que lo trataron recuerdan su simpatía y cordialidad para
ganar amigos. En los Estados Unidos donde había realizado algunas exposiciones,
fue una suerte de embajador cultural. Datan de esa época cartas y fotos con
artistas de reconocimiento internacional como Charles Chaplin, Rita Hayworth o
Fred Astaire, a quien enseñó a bailar el malambo. Sin embargo, su situación
económica era difícil, y a pesar de ser muy admirado, sus obras no cotizaban lo
suficiente para ayudarlo a vivir con su familia. Decidió entonces regresar a la
patria para dedicarse a las tareas rurales.
Sin dejar de producir sus obras, tras una vida intensa,
pasó sus últimos años en una ciudad cercana a Buenos Aires, donde construyó él
mismo su casa. Durante el día trabajaba la tierra, y cuidaba sus animales;
durante la noche pintaba mientras escuchaba música clásica. En 1955 edificó
allí una escuela rural para los niños de la zona, que hoy lleva su nombre. El
día de la inauguración, emocionado, el artista dijo “Este es el mejor cuadro
que he pintado en mi vida”.
Florencio Molina Campos murió en Buenos Aires el 16 de
noviembre de 1959, dejándonos para siempre la huella imborrable de sus obras
que lo han convertido en uno de los artistas plásticos más populares de la
Argentina.
ROBERTO ALIFANO, Buenos Aires, Argentina
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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