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sábado, 20 de marzo de 2021

YO, JOB, Ángel Medina, Málaga, España

 











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YO, JOB                                     

(Ensayo)

 

“Del Océano inmenso es entregada la gota, y volatilizada por el sol viene a caer en la tierra para acrisolarse, trasladándola el río nuevamente al mar del cual procede”.  

Por brutal que sea lo que me muestran los ojos, permanezca la ilusión en mi mirada. Me aferro a aquello que no pudiendo demostrar, sin embargo, presiento. Pues, existen en el hombre dos percepciones: la que entra por la razón y la que se filtra a través de la sensibilidad.

Recibí una educación basada en dos pilares. Uno, la triple contemplación del poeta: nacer para vivir, vivir para morir, morir para la vida, lo cual viene a exigir la entrega de la confianza, sin apartar la vista de la materialidad. El otro, procurar para los demás lo que para mí pudiera desear. Decálogo primero.

En tanto todo es provechoso puede sentirse la bendición que viene de lo alto, pues, ¿no ha de proceder todo bien del que a todo dio la existencia? Mas, cuando esto medito llueve sobre el universo de mis neuronas lo que está inscrito en el reverso de la moneda de la realidad ¿Y qué decir del sufrimiento? Siendo que, de la fuente del mal brotan tres caños que vienen derramarse sobre el bienestar, los sentimientos o dolor psíquico y la salud o mal físico.

Entonces, contemplando el prólogo del libro del protomártir tengo la impresión de que las letras escritas pretenden alzarse y escapar del papel ante la propuesta provocadora del tentador, retando a que le sea permitido poner su mano en el hombre a fin de probarlo en el infortunio.

“¡Pero extiende tu mano y toca todos sus bienes! ¡Toca sus huesos y su carne; verás si no te maldice a la cara!” 

Pensamientos infaustos, aunque no me afectasen. Tenía yo familia. Tenía posición. Tenía amigos. Tenía vitalidad. Asimismo, era dueño de una inteligencia preclara que me permitía razonar hasta el límite de lo razonable, sin abismarme en el pensamiento, además de ser criatura crédula, con lo cual vivía sin el temor al incierto porvenir que se sitúa al borde del filo de la navaja, entre la vida y el fin. No obstante, reconozco que cuando lo que se tiene se pierde, y peor aún, la salud se quiebra como una caña cascada, el hombre puede preguntarse acerca de la razón de su existir, preñando el juicio la vacilación ante lo desconocido.

Un día todo cambió para mí. Las fichas de dominó que se sostenían unas a otras empezaron a caer en cascada. El estornudo en Norteamérica acarreó la pulmonía económica al resto del mundo, derrumbándose la bolsa de la noche a la mañana, y yo encontré la ruina. Entonces, invoqué al cielo y me propuse comenzar nuevamente desde cero. Aquellos que me halagaban y vivían a mi costa, al no tener con qué agasajarlos fueron abandonando el barco, como las ratas que me demostraron ser. Supe rearmarme en la confianza y aceptarlo con resignación.

Mi mujer sufrió un infarto cerebral y vino a quedar postrada en un sillón de ruedas, falleciendo pocos meses después. Mi espíritu se tornó gacho por primera vez, sin ánimo para levantar la mirada arriba. La vida me reservaba nuevos infortunios. Esta vez fueron mis hijos. Cinco hermosas criaturas que perecieron en un accidente de carretera. A la sazón, me pregunté: ¿Por qué yo? Por vez primera, desbordado por la situación me rebelé contra la fatalidad, interpelándome del porqué de aquellos males.

¡Ahimé, hombre, insignificante gusano que has de reptar por una orografía plagada de dolor para tu subsistencia! Y es que cuando el mal se ceba en el cuerpo corruptible, se hace pesada el alma, asomando la desconfianza hacia todo aquello que se ha creído fielmente hasta entonces.

No habían terminado ahí mis desventuras. Me desperté sin recordar qué me había pasado. Me encontraba en la cama de un hospital, y me dijeron que semanas atrás había sido atropellado por un tren, teniéndoseme que amputar brazos y piernas. Y no concluyó aquí mi viacrucis, pues, una infección afectó mis ojos, oídos y garganta y hubieron de extirparme los órganos, quedando reducido a un “no-hombre”. A “algo” encerrado en su propia cárcel, sin posibilidad de comunicarse ni moverse.  Para mi desgracia, lo único que permanecía intacta era la testa, con lo cual era consciente de cada instante de mi existir. Y en ese estado, los pajarracos más siniestros iban y venían picoteando la pureza de mi credulidad.

Se me antojaba ser la moderna versión de Job. Una pregunta comenzó a flotar en la niebla que me rodeaba. ¿Por qué existe el mal, si todo ha de proceder del bien? Y a esto, añadíale: ¿Qué sentido tiene la vida, si el hombre ha sido arrojado a ella sin contarse con él, debiendo experimentar los tormentos más crueles? ¿No ha de haber alguna razón superior que   pueda responder? Yo había sido probado con dureza. De la felicidad a la nada, sólo un paso. Había sido despojado de mi fortuna; de los seres queridos, derrumbándose mi mundo emocional. Y finalmente desposeído incluso de la representación del cuerpo. ¿Qué quedaba, pues, de mí?

Sólo podía hacer una cosa: meditar. Las razones del viejo Epicuro me asaltaban de continuo. Si no puede evitar el mal es porque no ha de ser omnipotente. Y si lo ha creado, es porque no es bueno. Contradicción. Mas, ¿Qué argumentar contra esto? Una cosa es la entrega confiada de la fe, y otra la conciliación de la inteligencia con la esperanza. Todo lo cual ha de pasar por el filtro del hombre que se piensa. Y como no tenía la posibilidad de esconderme del raciocinio, empecé a creer que me invadiría la locura. Pero, por más que rumiaba estas ideas para regurgitarlas y hacérmelas entender, la empresa era vana. De repente, una tímida lucecita se adentró en mi ignorancia. El camino emprendido no era el correcto.

Debía abandonar mis cavilaciones trascendentes y partir de la inmanencia humana. Yo mismo. ¿Quién soy? A lo que me respondí: un hombre. ¿Y qué es un hombre? Un ser que ha de moverse entre el bien y el mal. ¿Y por qué no ha sido creado― para evitársele el sufrimiento― de otra manera, por ejemplo, como un ser angélico que se ve forzado a tender hacia la armonía y la perfección? ¿O también, por así decirlo, nacer programado hacia la mansedumbre y la clemencia, a modo de una computadora, de tal forma que únicamente puede actuar ejecutando el programa que se le ha introducido?

Vueltas y más vueltas al meollo. Y un nuevo destello que vino a abrirse camino en mi oscuridad.

¿Puede un hombre serlo sin albedrío? Ciertamente, no. De lo contrario, carecería de libertad. Por eso, el trigo y la cizaña crecen juntos; finalmente serán separados, y uno se convertirán en gavilla para el granero y el otro arrojado a la lumbre. Luego―me dije― el mal ha sido puesto para poder decidirse libremente qué camino seguir. Decidir desde la emancipación.

Pero, todavía me quedaba algo para completar mi puzzle mental. Respondiendo a Epicuro, entendí por qué del bien absoluto puede brotar alguna suerte del mal. E incluso constituirse en algún momento en caos en la creación, ya que todo se rige por una única Ley que obedece a la suprema libertad, encaminado todo a un fin.

Exprimí las neuronas tanto como pude. Y finalmente conseguí― al menos para mí―encajar la pieza que restaba. Sí. Era la pregunta del para qué se nace, a pesar del calvario del mundo. Y entiendo que me alivió reparar en la respuesta.

Si lo que no es no puede darse existencia a sí mismo, y el hombre “es”, habré de admitir que esa existencia le ha sido dada. Como el azar no responde a nada, ha de haber, pues, una causa eficiente. Esto es, no necesitada y sí necesaria. Pero―nueva interpelación― si es eficiente, ¿para qué crea al hombre? ¿Cuál es la razón? Y exprimiendo la sesera, sólo conseguí entender de una cosa: el amor. Porque el amor no se retiene, sino que se comunica gratuitamente. Es puro don. Todo lo que procede de él es dádiva. Creacionismo por puro amor que comparte lo que es. Con una única condición, y de ahí la libertad, que es la de aceptarlo libremente aquél al que se le ofrece.

Por eso―concluyo aquí―razono y me hago entender que la existencia es dada para vivirse más allá de la muerte. La vida es tránsito para la elección. El sufrimiento, el precio de la libertad, y, en consecuencia, el mal que aflige al hombre será superado. Yo, a pesar de mi Getsemaní, en esa esperanza deposito el sudor de la sangre que dejo en el camino. Y como aquel doliente que encarna todo padecer, decir, desde mi postración ―que en cualquier caso puede ser la de todo hombre― aquello de:” Mi aliento se ha agotado, se apagaron mis días; sólo me queda el cementerio” (Jb 17).  Aquí remata el razonamiento humano. Pero, más allá, entiendo el por qué, y hago mío lo que me invita y reta a la confianza: “Los sufrimientos presentes no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8,18).

Por analogía, me hago entender que el Océano es el Misterio. La gota, el hombre. El sol la vida. La tierra el tiempo. El dolor su purificación. El río el barquero Caronte que la traslada a la fuente de la que procede para integrarla de nuevo a lo infinito.

 

©ÁNGEL MEDINA, poeta y escritor español

MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA 

 

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