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Cesare Pavese e Franz Kafka: la poética del destino
Por Gabriella Bianco
El
yo lirico resuena pues
desde
el abismo del ser…
(Friedrich Nietzsche, La nascita della tragedia, Adelphi, Milano, 1972, pag. 41)
-Del
habitar poético en Cesare Pavese y Franz Kafka
-Del
ser-para- la-muerte y del silencio
-Conclusión.
Alguien canta el lugar en que se forma el silencio.
Introducción
El silencio púdico de la palabra
poética
“La casa
del ser es el lenguaje; yo habito
equivale
a decir, yo soy” (Martin Heidegger, Costruire, abitare, pensare, en, Saggi e
discorsi, Mursia, Milano, 1976, pag. 97)
En una de las figuras lingüísticas de la “Carta sobre el
humanismo”, Heidegger afirma que “Das Denken baut am Haus des Seins”, el
pensamiento trabaja para construir la casa del ser: es a partir del ser que es
posible pensar en la “casa”, en el “habitar”. (Martin Heidegger, Lettera
dell’umanesimo, Sei, Torino, 1975)
Un concepto así, para nosotros más familiar, de “casa”, de
“habitar”, nos permite acercarnos a la metáfora específica, en el intento de
indicar el estatuto teórico de la relación filosofía - metáfora, aproximando el
ser a través de una remisión a conceptos que nos son más conocidos y
familiares.
En este errar a través de la metáfora, la “casa del ser” nos viene
al encuentro como lenguaje: “yo habito equivale a yo soy”; es el lenguaje, es
el poetizar “el puente” que acerca al hombre a la tierra. La metáfora excluye
toda plenitud: el habitar poético es un ponerse en juego por parte del hombre;
en el decir poetizado, lo extraño, lo desconocido, lo invisible es admitido en
la imagen, incorporando la claridad y la oscuridad, el resonar y el silencio.
La interpretación ética del “habitar poético” sugiere un
“custodiar”, un “esperar la divinidad”, un recogimiento que nos obliga a
adoptar una mirada más púdica a las cosas y a la presencia del hombre en el
mundo. Haciendo prevalecer el silencio púdico de la palabra poética, en
relación con la antigua metáfora de la luz, adoptar una interpretación ética
sugiere un recogimiento que nos impulsa hacia otra luz, una luz declinante,
indirecta, reflejada, privilegiando el carácter débil, oscuro, retenido de la
luz misma, esa luz que podemos metafóricamente comprender pensando el silencio.
Esta actitud reabre la correspondencia ineludible entre
pensamiento y metafísica, entre metafísica y lenguaje, produciendo una
proximidad, no meno cargada de sentido, entre pensamiento y poesía, entre
Denken y Dichten, entre vida y poesía, que amplifica toda posible resonancia de
la palabra poética.
Ir al encuentro de Cesare Pavese y Franz Kafka, implica una
apertura de horizonte, que encubre una inevitable atenuación de la luz: en
efecto, es a partir de la ausencia, que tiene origen nuestra meditación.
Es precisamente esta actitud, al levantar el velo de una vida y de
una muerte, la que nos conduce hacia una luz atenuada o reflejada. La historia de la palabra poética vuelve a
señalar aquel pacto secreto entre lo vivido y el léxico del sufrimiento,
hallando siempre nuevos y diversos acentos.
“En el dolor siempre hay algo que amar”, dice Antígona en el
“Edipo en Colona”: en la plenitud del instante de la elección suprema, en la
superación de la laceración originaria, en ese brusco y desgarrador derrumbe,
la muerte se vuelve plenitud del ser.
Del
habitar poético de Cesare Pavese y Franz Kafka
A la literatura le corresponde echar luz sobre lo cotidiano en que
estamos inmersos, sobre la angustia, el aburrimiento, la náusea que a menudo
acompañan estas revelaciones. Desde ese terraplén, que es también el umbral de
un abismo, desde ese proceso de “iluminación” brota la posibilidad de encontrar
la verdad de un mundo poético y existencial.
Es solo la escritura que mantiene eternamente en suspenso toda
revelación justificadora. Kafka agota sus energías vitales en la escritura,
ahondando en el único tiempo autentico, que es el de la noche, de la oscuridad,
de las tinieblas: “Quizás también exista otra manera de escribir, yo conozco
solo ésta: de noche, cuando la angustia no me deja dormir, yo conozco solo ésta ” (Franz Kafka), sin poder vivir en el tiempo de
la vida, de la luz, sin concederse nunca la posibilidad de lo real, condenado a
borrar el evento disolviéndolo en la no-identidad del proprio Da-sein.
La escritura consume la acción, debilitando progresivamente la
razón misma de ser de su existencia: la acción se agota en el gesto y es en el
gesto que los personajes de Kafka resuelven su existencia y disuelven su
identidad: Kafka quita al gesto del hombre los soportes tradicionales y obtiene
así un objeto de reflexión sin fin”. (W.Benjamin)
Del mismo modo, los personajes de Cesare Pavese no obran: los
hechos, la trama, los diálogos, “la historia” no se realizan nunca, de ellos no
brota ningún significado que sirva para iluminar el rostro en sobra de la
existencia. Todo se concentra en derredor de una trama de significados
alusivos, que develan el plan secreto más oculto y misterioso de la “fruncida
realidad” que desgarra a los personajes y fija tanto al hombre como a la mujer
sobre dos vertientes opuestas, refractaros a toda posibilidad de encuentro,
aprisionados en la hostilidad y en la sospecha, prisioneros de una soledad que
los clava en la inmovilidad, condenados, en la rarefacción del nudo, a una
inconsistente, a veces fatua, impalpable humanidad: “Vanos donde
quieras…condúceme tu” - dice Ginia ya inerte, ya víctima, a Amelia en el final
de El hermoso verano (Cesare Pavese).
En el naufragio de la identidad, no es dada la vida, no es dada la
muerte, puesto que morir es posible solo cuando es el sujeto el que muere y
cuando haya un mundo en el cual poder morir: en el mundo de la escritura, de la
oscuridad, de la noche, no se puede morir y el mundo de la muerte se evapora en
los temas inmóviles de la escritura.
El hombre sin identidad kafkiano – suspendido entre el no-poder
morir y el miedo-a-morir – se agota en una no-existencia, que entrega la
entidad real diurna, una identidad que pertenece a los comercios y a la
historia, a la identidad mimética de la escritura, a la noche, destinado a
“abrazos ambiguos y todo aquello que todavía puede suceder por debajo, del que
nada se sabe arriba, cuando se escriben historias a la luz del sol” (K.
Wagenbach). La razón del personaje no vale para posibilitar la identidad, sino
que más bien subtiende el debilitamiento de su razón de ser, hasta el punto de
que desaparece como identidad substancial, que llegue a hacer de sujeto al
morir. La escritura en Kafka absorbe también la posibilidad real de morir,
puesto que, en el mundo de la noche, el individuo sin identidad y sin historia
no puede morir: “Sol ose’ lo que quiero en este momento: silencio, obscuridad,
arrastrarme a un escondite, eso lo sé y debo obedecer, no puedo hacer otra
cosa”. (Franz Kafka)
La escritura absorbe toda la identidad del poeta, el destino y lo
todavía no narrado y lo no narrable; el destino está presente solo como
lenguaje, un lenguaje que es carente de significado, puesto que sostiene una
subjetividad totalmente incierta y vacía y sin embargo, dotada de sentido, en
su trágica y piadosa grandeza: “Lo infinito del sentimiento sigue siendo igual
de infinito en el seno de la palabra que en el seno del corazón en el cual
había surgido. Lo que esta’ claro en el fuero interno lo está también, e
irrecusablemente, en la palabra”. (F.Kafka)
El lugar propio de la identidad es pues, el lenguaje: el hombre
kafkiano termina por ver extinguida su propia verdad en la extenuación del
propio sí mismo no en la sucesión de los actos-de-ser que constituirían su
identidad, sino en la escritura, que absorbe la inacción y consume toda
posibilidad de identidad del sujeto. La escritura no consume solamente la
identidad del sujeto, sino también la otredad del “otro” y anula toda
posibilidad de encuentro, puesto que cualquier dialogo se resolvería en un
sustancial malentendido, en una constante sensación de extraneidad, que expresa
el modo de existir de uno frente al otro: “Me quedo solo donde estoy, solo que algo más triste que de costumbre,
algo más inquieto, ya que estas más cerca de mí
que nunca, y sin embargo, no lo suficiente”. (Franz Kafka)
La relación entre vida y obra, entre biografía y sueño, se
resuelve, en Kafka, totalmente en el “habitar poético” de Hölderlin, la única
patria posible, donde la experiencia de la “verdad”, como fuera señalado por
Heidegger (Martin Heidegger), acontece atenuando la luz, en una retracción que
implica temor, pero también pudor, en el intento de asomar sobre lo no-decible, sustrayéndose de la luz para para perseguir
la resonancia profunda, la única posible, de la palabra poética”: “Escribir
significa abrirse desmesuradamente, la más extrema franqueza y la más extrema
entrega en las que todo ser ya de por sí, cree perderse en su trato con los
demás, y ante las que esta franqueza y esta entrega, repito, no son ni de
lejos, suficientes para la creación literaria”. (F.Kafka)
Por eso, el habitar poético en Franz Kafka y Cesare Pavese es
siempre un exponerse, un jugarse, en un supremo esfuerzo de concentración y
“verdad”, en una comprensión que presupone la capacidad de aferrar la claridad
y la oscuridad, la resonancia y el silencio: “Por eso, nunca puede estar uno lo
bastante solo cuando escribe, la noche resulta poco nocturna, incluso”
(F.Kafka), y Pavese afirma: “Se dice que
la creación literaria tiende a quebrar todo esquema; que es búsqueda,
auscultación de la verdad profunda que esta’ en nosotros”. Pero, a menudo,
nuestra verdad más profunda es el esquema que nos hemos creado con nuestra
lenta, encarnizada fatiga y nuestro abandono”, señalando así que la escritura
es también disciplina, es integridad, es, en la inquietud y el esfuerzo de
escribir, “certidumbre de que en la página queda algo que no ha sido dicho
todavía”. (Cesare Pavese)
Un “habitar poético” que no es “la casa del ser” de memoria
heideggeriana (Martin Heidegger), puesto que, en el gesto púdico de habitar la
cueva, la caverna, el silencio, Kafka n admite la presencia de un Dios, en un
aislamiento total respecto del tiempo, del espacio, de la relación con los
otros, de la eternidad.
El texto encierra toda la vida y toda la experiencia: “Pasarme las
noches escribiendo como un loco, eso es lo único que quiero. Y que eso me haga
derrumbar aniquilado, o volverme loco, eso quiero también, porque es la
consecuencia necesaria y por largo tiempo, presentida”. (F.Kafka).
Un sacrificio, entonces, que Kafka considera necesario e
inevitable, como también Pavese, donde el mito del sacrificio que llega a la
suprema inmolación, la muerte, se vuelve símbolo de un vínculo subterráneo,
vivido en la profundidad de la consciencia, entre ritual y comportamiento
moral. Un sacrificio que no es la salvación, como, por otra parte, tampoco lo
es la escritura: “Nada puede consolarnos de la muerte. Cuanto se habla
grandilocuentemente de necesidad, de valor, de importancia de este tránsito, lo
deja siempre más desnudo y aterrador, y no es sino una prueba de su enormidad,
como la sonrisa desdeñosa del condenado” (Pavese).
El acto creativo, que también limita con la fiesta, que es en sí misma,
experiencia creativa, no es salvador; por el contrario, impone como fundamento
y horizonte del crear la necesidad del sacrificio, sabiendo que el artista
creador de los mitos de ayer y de hoy tiene la obligación de asumir sobre si
mismo, el deber de sacrificarse, un sacrificio como genuina epifanía mítica de
lo real. La norma moral asume apariencia de destino, un destino que impone como
realidad ultima, el sacrificio humano.
Si en Kafka el oficio de narrar se vuelve el único horizonte
posible para el artista y para el hombre, para Pavese el narrar es precario,
como el “oficio de vivir”: “Comienzo a hacer poesía cuando veo perdida la
partida. Jamás se vio que una poesía haya cambiado las cosas”. (Pavese).
Pavese asume sobre sí el sacrificio y la muerte que delimitan el
horizonte de la vida y de sus personajes, que comparten la agonía de un mundo
burgués, del cual la novela es uno de los productos más emblemáticos: “Es
preciso, sin que esto vaya contra la exigencia mítica, de sentir la realidad de
las cosas, tener el coraje de mirar con los mismos ojos a los hombres y a sus
pasiones. Pero es difícil: los hombres carecen del carácter fijo de la
naturaleza, de su posibilidad de ser interpretada, de su silencio. Los hombres
salen al encuentro imponiéndose, agitándose, expresándose…Tus hombres hablan,
hablan, en ellos se debate el espíritu, aflora, Esta es tu tensión. Pero este
espíritu tú lo padeces, quisieras desentenderte, para siempre de él. Aspiras a
la inmovilidad natural, al silencio, a la muerte. (Cesare Pavese).
Es, pues, un sentimiento de muerte lo que envuelve a toda la
mitología de la soledad y de la impotencia de Kafka y Pavese: “En diez años lo
hice todo. Ignoré por varios anos mis taras, viví como si no existieran. Fui
estoico (…). Y luego, el primer salto de la “inquieta angustia”, volví a caer
en las arenas movedizas…solo que hoy se cuál es mi triunfo más alto…y a ese
triunfo le falta carne, le falta sangre, le falta vida” (Cesare Pavese).
El escritor que tiene otra vida que el mundo del escribir, una
existencia lábil, un habitar en tu sombra, que no logra dar razón de su propia
existencia, sino agarrándose a su tarea, como un náufrago a su madero: “El
escritor, si quiere evitar la locura, no debe, en rigor, alejarse de su
escritorio, sino aferrarse a él con los dientes”. (I. Wagenbach)
Continuará…
©GABRIELLA
BIANCO, poeta y escritora Italiana
PRESIDENTE DE ASOLAPO ITALIA
Continuará…
©GABRIELLA
BIANCO, poeta y escritora italiana
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