«PATRIPASIANISMO»
(Ensayo)
La Ley de los hombres tiene una triple función. De una parte, castigar al culpable según el delito cometido (de no ser así imperaría la voluntad del más fuerte sometiendo a los demás, viniendo a coincidir con épocas pasadas como la de los señores feudales o el “far west”), y de otra ejemplarizar de que han de someterse todos a ella para bien de la convivencia social. Asimismo, la de procurar recuperar al delincuente para su reinserción. (La pena de muerte impide esta tercera consideración).
Imaginemos la sesión de una vista por la causa
de un asesinato en la que la ley a aplicar es la pena máxima si el juez no
considera ningún atenuante, dándose la situación de que la víctima era el hijo
del encausador, el cual es un hombre de fe. Imaginemos la tormenta que se ha de
desatar en su interior al debatirse entre la estricta aplicación de la ley y la
compasión hacia el enemigo.
(Los
designios de arriba son a veces incomprensibles para los de abajo. Por eso,
conviene aclarar que el perdón no se contrapone a la sanción de la sociedad en función
de mantener un orden justo―a excepción del “no matarás”, quinto precepto del
Decálogo― Al hablar del perdón o misericordia de Dios nos referimos al hombre
en su totalidad, al que ha de ofrecérsele la recuperación como persona más allá
de su falta― aquí convendría recordar la advertencia evangélica de “el que esté
libre de pecado que tire la primera piedra” ―)
El dolor humano se satisface en castigar al enemigo,
clamando venganza. El dolor divino consiste en ceder la justicia en favor del
perdón.
La ley judía define el amor
de Dios hacia los “buenos”, quedando excluidos de ella los “malos”. Mas, ¿quién
es bueno? ―incidiendo en la ética cristiana, cuando a
Jesús le llaman bueno, responde diciendo que bueno sólo es Dios ¡fijémonos en
quién lo dice!
Amar al injusto produce dolor en el
encausador, porque ha de renunciar a aplicar la sentencia de rigor. Responder
al mal con el bien. Y no considerando la bondad como algo conceptual y
abstracto, sino renunciando a lo que es justo, abriéndose al que le ha causado
el daño.
Así, el dolor de Dios puede considerarse como
aquello que radicalmente distingue la Ley y el Evangelio. Pues, en efecto, la
ley consiste en aplicar la Justicia y así que Dios sólo ame a los que son
buenos. Es, en boca de Pablo (Gal 1,6) “otro evangelio”. Pero, si entendemos el
evangelio en su radicalidad, si amamos sólo al amable, situaríamos la Buena
Noticia a la altura de la Ley. El Nuevo Testamento quedaría reducido a una
ampliación del Viejo, pero no aportaría la revelación del Resucitado que tiene
del Dios que es amor.
Si lo reflexionamos seriamente bien podríamos
hacernos la pregunta siguiente: “Si después de dos mil años el mundo continúa
igual o peor que antes, ¿qué trajo Cristo al mundo?” (J. Nazaret, Benedicto
XVI, Pag 69) Pregunta que necesita de una respuesta que esté a la altura de lo
que se le demanda. A lo que el Papa sabio responde: “Trajo a Dios”. Mostró el
verdadero rostro de compasión del Dios oculto, haciéndolo visible y cercano,
para que el hombre encuentre la razón suficiente para cimentar su existencia en
el amor a los otros.
Mirando la humillación y el sufrimiento del
Crucificado, perdonando a sus enemigos desde el madero en el que le habían
colgado podemos entender el dolor de Dios (Rom 5,5). Para entenderlo ha de
tenerse como referencia a Jesús y el pecado humano. El “patripasianismo” o
dolor de Dios no es posible, pero sí produce su dolor el rechazo y condena del
Hijo en el que está encarnado (Jn.1). Porque vino al mundo el Hijo para que
fuese conocido su verdadero rostro, Aquél que invoca el salmo 27,8-9),
diciendo: “Muéstranos tu rostro, Señor”
Ante el rechazo y la condena del mundo, ante
la entrega del Bien y el rechazo del Mal, según el pensamiento humano no cabe
sino la ira. En esto consiste el dolor de Dios: →en que la ira es superada por su amor. La Justicia es sobrepasada
por la compasión.
Todo esto supone un reto para el hombre y es
el precepto de amar a aquellos que no le quieren. Amar sólo a los que le hacen
el bien es devolverles ese amor. En cambio, amar a los enemigos caracteriza una
ética del dolor cristiano, transformado en amor, lo que ciertamente ha de
resultar doloroso, pero redime desde el propio dolor clavado en la cruz.
ÁNGEL MEDINA – MÁLAGA, ESPAÑA
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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