Dibujo de Juan Pablo Pannone
No le pusimos nombre, como habitualmente se usa. Simplemente
era “El Gato”. Creo que mi abuela se lo había regalado a mi vieja cuando apenas
tenía unos días de nacido. Había que alimentarlo con leche tibia rebajada con
agua, administrándosela en una cucharita de las de café, que el animalito lamía
con profusión y bastante angurria. Cuando empezó a criarse, mi madre le picaba
con la cuchilla grande de la cocina un poco de carne de cuadril o de lomo
negro. Otras épocas.
Así fue creciendo, mimado y rechoncho hasta que se hizo
adulto. Su pelaje reluciente y atigrado, con extraños arabescos de un gris
claro que contrastaba maravillosamente sobre un fondo más oscuro hacía de su
piel la codicia de quien lo viera. Era un gato casero y mimoso con muchas
mañas. Cazar lauchas, para él, parecía cosa de gatos bastardos. Con su
extremada pachorra, se podía decir que era un gato manso y bueno. Apenas lo
tocabas, empezaba a ronronear, y el sonido que producía se parecía el fragor de
mil tambores de la jungla, los cuales se
escuchaban en los episodios radiales de Tarzán, el rey de la selva en la vieja
emisora de “Radio Porteña”. Receptor recién adquirido por mi viejo y que
funcionaba con baterías de 6 Volt. Debo agregar que era el segundo lujo de la
casa, aparte del principal, que consistía en una obsoleta heladera de madera
forrada en su interior con chapas de zinc, que se usaba solo para las fiestas, enfriando
solamente si se la cargaba con media barra de hielo, envuelta en una bolsa de
arpillera, traída por mi viejo con el sulky cuando iba al pueblo. Recuerdo
aquella bolsa mojada chorreando agua fría cuando desenvolvíamos aquel prodigio
blanco, sólido y transparente, inexplicable entonces para nosotros y que no era
más que una sencilla cantidad de agua enfriada y solidificada a temperaturas
muy bajas. ¡Qué poderosa y compleja industria era en esa época la fabricación
de hielo en barras!
“El gato”, como todos lo llamábamos en casa, era un integrante
más de la familia. Cuando mi vieja “chairaba” la cuchilla en la cocina para
cortar en pequeños dados la carne para el “Guiso”, el sonido de aquella acción
hacía que el gato, a los maullidos, comenzara a hacer ochos, ronroneando entre
las chinelas de la vieja para ver si “ligaba” algo de carne fresca. Demás está
decir, que siempre la conseguía. Por otra parte, a esa hora, estuviese donde
estuviese, el ruido de los cubiertos, hacía que apareciera en la cocina
indefectiblemente.
Por ese entonces, yo tendría ocho o nueve años y con el
animal habíamos establecido una amistad tan grande que no había noche que no
durmiera como un “señorito” encima de mi cama. Fue por allí, en ese tiempo, que
adquirí una especie de urticaria que en pocos días derivó en una alergia
respiratoria con frecuentes accesos de tos y catarro. Como no había médico que
pudiera solucionar el problema, no faltó el consejo de la vecina comedida: -“El
problema del chico viene del gato”. -“¿Viste cuando produce ese ronquido?” -¡Eso
es contagioso para los chicos!” Creciendo en sus “sabios” comentarios cuando mi
vieja le contó que el pobre animal dormía conmigo por las noches. -“¡Viste,
viste que yo tengo razón!”. “¡Hace el favor de tirar ese gato de porquería y
vas a ver como el chico se te cura!”. Entonces,
la vieja no paró con el asunto del gato hasta que no lo tiraron, propinándole
diarios chancletazos hasta que el pobre gato saltara de mi cama, pero tozudo,
seguía viniendo todas las noches, a pesar del castigo. Tampoco dejó en ningún
momento de frotarse, sin rencor, en las piernas de la vieja a la hora en que
preparaba la comida. Yo seguía empeorando y el catarro ahora venía con una
especie de silbido que producían mis bronquios.
Una tarde, vino a visitarnos el Tío “Quico”, el hermano
menor de mamá, fanático de la caza y de la pesca. Como al otro día iría
precisamente a una laguna a pescar, la vieja, en mi presencia, metió al pobre
gato en una bolsa para que mi tío lo tirara bien lejos. Nunca pude olvidar la mirada
de angustia que me echó el pobre y desesperado animalito antes de entrar por la
boca de la bolsa. Durante las cinco noches que siguieron a ese día dormí sólo
de a ratos, despertándome siempre sobresaltado. Pensaba donde dormiría y que
comería, y sobre todo, qué pensaría de nosotros, si es que el pobre sabría
pensar.
En la mañana del sexto día, cuando mi vieja “chairaba” la
cuchilla para preparar el almuerzo, oímos el maullido hambriento y lastimoso
del pobre animal. Corrí, y lo alcancé debajo de la mesa, apretándolo entre mis
brazos. La vieja se acercó, me abrazó y lloramos juntos.
¡Cuántas vicisitudes habría pasado el pobre animal para
volver a casa! ¡Cuánto dolor y desesperación habrían anidado en su pobre y
pequeño corazoncito cuando se encontró abandonado a campo abierto, a más de diez
kilómetros de nosotros! ¿Qué misterioso designio guió su instinto de
orientación? ¡Si habrá atravesado campos y campos para volver; con sed, con
hambre y con miedo! ¡Cuántas veces habrá huido desesperado ante la persecución
de los perros!
La vieja cortó el mejor pedazo de carne, la desgrasó
ceremoniosamente y se la ofreció en el mejor plato enlozado que guardaba
únicamente para las visitas. Platos muy blancos y con flores multicolores en el
centro. El gato comió ansiosamente, tragando sin masticar, luego, en señal de
agradecimiento, repitió la rutina del ocho entre las piernas de mamá,
aumentando su ronroneo paulatinamente.
Pasaron un par de meses. En casa, nada parecía haber
cambiado. Mi alergia era cada vez más pronunciada. Y el pobre gato, fiel a sus
costumbres, seguía durmiendo en mi cama.
Una tarde, mamá, influida nuevamente por doña “Pepa”, la
vecina gorda, vieja y bruja, como había llegado a verla en mis fantasías de
niño, y que no estaba lejos de la realidad, volvió a meter al gato en una bolsa
y aprovechando el camión que había venido a cargar unas ovejas, le pidió al
chofer que le hiciera el favor de tirar al gato en la ruta y cuanto más lejos,
mejor. El hombre le prometió tirarlo aproximadamente a unos quince kilómetros
de casa. Su aspecto de persona seria no me permitió dudar de su palabra, y así,
el pobre gato volvió a ausentarse de casa sin proponérselo. Me dolió la actitud
de mi madre y estuve como tres días sin hablarle. Ella, que había comprendido
mi dolor, no dijo ni una sola palabra, absteniéndose de mencionar, ni por casualidad, aquel asunto. Yo, mientras
tanto, conservaba la esperanza de que algún milagro me hiciera escuchar el
maullido de mi pobre gato, como en la otra oportunidad de su anterior regreso,
pero habían pasado quince días y el pobre no volvía. Durante ese tiempo, por
extraño que parezca, mi alergia había desaparecido y la bruja de Doña “Pepa” no
se cansaba de repetirle a mi vieja: -“¿Viste “Ñata” que yo tenía razón? -“El
problema del chico era nomás por causa del
gato”. -“Haceme caso, déjate de joder con esos “bichos” dentro de la
casa”. -“¿Fíjate si se acercan a la mía?!” -“¡Y si por casualidad aparecen
algunos de esos engendros de mierda, los saco a escobazos!”.
El veinte de marzo, justo el último día del verano, el gato
amaneció en la puerta de la cocina, durmiendo arrolladito sobre la bolsa de
arpillera que mi vieja usaba de felpudo. Habían empezado las clases y cuando
abrimos la puerta con mi viejo, a las siete de la mañana, el pobre tenía su
pelo húmedo por el rocío de la noche de los primeros días del otoño. Estaba
flaco y sucio y las tonalidades grises y hermosas de su piel habían
desaparecido casi por completo. Le dimos un poco de leche caliente y el
cómplice de mi viejo lo escondió entre unas bolsas viejas en el galpón. En los
cinco kilómetros que recorrimos hasta la escuela, ninguno de los dos dijimos
palabra alguna. Solo se oían en la fresca soledad del camino los golpes
apagados de los cascos del caballo trotando en el piso de tierra arenosa.
Una semana después, el gato había recuperado su energía. Gordo
y su pelaje lustroso, ronroneaba por las noches sobre mi cama acurrucado muy
cerca de mis pies. Mi vieja, mientras tanto, se hacía la desentendida. Desde
hacía dos noches me habían vuelto los ataques de alergia más fuerte que nunca. Una
Noche, casi ahogado tomé al gato por el cuero del lomo y abriendo la pequeña ventana
que estaba sobre mi cama que daba hacia el patio de la casa, lo arrojé con
bronca hacia la noche.
Por más que lo buscamos en los días siguientes. El pobre
animal había desaparecido misterio-samente. Nunca encontramos su osamenta y
ningún vecino supo nada de él. Después de tantos años, la única explicación que
encuentro, es que el animal, podría
haber tenido un alto sentido de la ofensa y el desprecio.
NORBERTO PANNONE , poeta y escritor argentino
Este relato es fruto
de la pura realidad. Pasó y no es ficción. La ilustración es de mi hijo Juan
Pablo con síndrome de Down. Cuarenta años de edad – Gracias Juan!!!
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