«TEOLOGÍA DE BOLSILLO»
La fe es un don,
aunque la razón puede en ocasiones ayudar a situar el pensamiento como soporte.
No basta con decir “sí” o “no”, sino que hay que intentar encontrar la razón
del por qué.
“Amarás a tu
Dios” fue el primer mandato escrito en las Tablas. ¿Cómo hacerlo? ¿Qué trajo el
Cristo al mundo?
«¿ES POSIBLE AMAR
SIN CONOCER?»
→ El primer
mandamiento del Decálogo contiene todas las demás prescripciones. Las normas
que ha de seguir el hombre para su realización.
Traigamos aquí
las reflexiones de Machado en su obra “Juan de Mairena” por boca de su
personaje apócrifo.
“Amar a Dios
sobre todas las cosas es algo más difícil de lo que parece. Porque ello parece
exigirnos: primero, que creamos en Él, segundo, que creamos en todas las cosas,
tercero que amemos todas las cosas y cuarto que lo amemos sobre todas ellas”.
En suma, la santidad perfecta inasequible a los mismos santos (Pag 23)
Pensemos todo
esto.
¿Podemos amar lo
desconocido? Porque, ¿creemos o queremos creer, ¿Qué son todas las cosas
cualitativa y cuantitativamente hablando? Ni el más sabio del mundo tendría en
toda su vida tiempo para conocer todas las cosas. Y, dando un paso más en este
sentido, amar, empeñar nuestra vida en seguir a todas esas cosas, pues creer
implica no solamente una actitud intelectual pasiva, sino el seguimiento de lo
que nos pide aquello en lo que se cree. Y aún hay más. ¿Cómo entender que el
que se basta a Sí mismo necesite que le ame una criatura insignificante como es
el hombre? ¿Qué podría añadir la nada al Todo?
¿No necesita el
hombre para darse razón del sentido de la vida poner en manos del que es el
Alfa y el Omega su deseo de no acabarse? Porque, en el fondo de todo, en esto
consiste el temor que contiene la esperanza. Asimilar, pues, que existe una
razón para la que ha sido creado, haciéndose entender que pervivirá en él su
“yo” más allá de la nada que propone la percepción trágica del mundo. Desde el
punto de vista personal, individualización, pues todo lo que existe penetra en el
hombre a través de la reflexión, en la que han de enfrentarse la razón y el
sentimiento. Una razón terca que sólo admite lo que es capaz de verificar, y
cuya única forma de superar es aceptando su limitación, doblegar la testuz de
su soberbia y suficiencia. Y al mismo tiempo el sentimiento, aquello que se
percibe por la intuición y el deseo,
en este caso anhelo de no terminar
de entregar el “yo” del hombre cuando se acaba el plazo de su finitud, y cuya
única manera de superar tan funesto trance consiste en entregar la confianza
humana al deseo divino.
Cuando se acepta
el fin como la nada absoluta, en el momento de tomar esa decisión intelectual,
el que así lo hace afirma la negación de la primera y última razón del porqué
de todo, incluido el propio hombre, algo que corroe no sólo su sentimiento,
sino también la razón.
¿O será al revés:
¿que el hombre para ser hombre, para poder darse razón de sí mismo es él quien
lo necesita? ¿No se entendería entonces mejor si la palabra “amar” la
sustituyésemos por “confianza”?
«¿QUÉ TRAJO JESÚS
REALMENTE AL MUNDO?»
→ Para responder a esta pregunta hemos
de situarnos en la expectativa del pueblo de Israel. A Yavhéh, que lo sacó de
Egipto nadie lo había visto. Incluso Moisés, en el episodio de la zarza no
puede “mirarlo cara a cara”. (“No puedes ver mi rostro; porque nadie puede verme, y vivir” -Ex 33). Por eso, en los
momentos de angustia (Salmo 27) es invocado para ser reconocido:
“Muéstranos tu Rostro”. O lo que es lo mismo: Revélate a nosotros para que
podamos conocerte más allá de cómo nosotros nos hacemos la idea que eres.
En su obra “Jesús
de Nazaret” encontramos la respuesta en Benedicto XVI (J. Ratzinger). “Si no ha traído la paz al mundo, el
bienestar para todos, un mundo mejor”, entonces, ¿qué ha traído? La respuesta
es muy sencilla: Ha traído a Dios, A Aquel que se había revelado poco a poco
desde Abraham hasta la literatura sapiencial, pasando por Moisés y los Profetas”.
O mejor aún: nos desvela el verdadero rostro de Dios.
El Crucificado, para acercarlo al mundo pagó
al precio de su vida. Porque el hombre suele entender al amparo de la duda,
adecuando el objeto de su pensamiento a sí mismo o a sus intereses, sean privados
o colectivos. Así, (los primeros), como dice Feuerbach: lo divino es la
proyección divinizada de los anhelos y limitaciones del individuo― la bondad
suprema que es inalcanzable para el hombre, la sabiduría…―, o (colectiva), como
lo concebía el antiguo judaísmo: el Señor terrible del Tabernáculo, garante de
una Ley que ellos habían secuestrado y adaptado a sus intereses.
El gran obstáculo
para la fe es el mal. El absurdo de acabar todo en el sufrimiento y en la nada.
Dietrich Bonhoeffer, pastor luterano y teólogo, opositor a la barbarie del
nazismo, creador de la “iglesia confesante” junto con Karl Barth, ahorcado en
1945 en el campo de concentración de Flossenbürg, dejó al mundo un doble legado
de esperanza. Antes de morir dijo: “Este es el fin; para mí es el principio de
la vida”. Supo superar la experiencia del mal de igual manera narrando el
macabro espectáculo que fue el ahorcamiento de un niño por sus mismos verdugos.
Para ello los reclusos fueron obligados a salir al patio. Un silencio fúnebre
se adueñó de ellos. Entonces, se escuchó una voz que gritaba: ¿Dónde está ahora
Dios? Al cabo, cuando ya se balanceaba el cuerpo en la cuerda se dejó oír una
segunda voz: “¡Está ahí, en ese niño!”»
Aquí se ventila
el problema que planteaba el viejo Epicuro sobre la existencia del Mal. Si no
puede evitarlo es porque no es Omnipotente, y si lo permite es porque no es
Bueno.
¿Es posible
entender esto?
La esencia del
amor es la de darse. El hombre recibió la existencia para poder participar de
ese amor con el Creador. Pero se le impuso la condición de aceptarlo o
rechazarlo. Pudo haber sido creado como un espíritu puro o programado como una
computadora para obrar solo el bien, pero, entonces, no sería un hombre, pues
la cualidad humana es la libertad. Así, para ejercitar su libre albedrío se le
dijo que tenía que elegir entre el bien y el mal. Esta es la razón del mal. La
vida es el espacio para la elección. No ha sido preguntado para venir al mundo,
pero se le pide contar con él para superar el peor de todos los males que es la
muerte.
El mismo
Crucificado hubo de padecer el abandono en el madero. Había entregado su vida
para mostrar su Rostro y a su clamor respondió el silencio, como ocurre cuando
llega el fin de cualquier hijo de mujer. Y, sin embargo, en el silencio
habitaba la Palabra, siendo resucitado para que el hombre pueda resucitar con
él.
Ahora sí podemos
decir con Ratzinger qué trajo al mundo: trajo al Dios verdadero, que “no está
allá en el cielo”, sino “aquí en la tierra” con los hombres.
ÁNGEL MEDINA - Málaga, España
MIEMBRO HONORÍFICO
DE ASOLAPO ARGENTINA
Blog autor:
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