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domingo, 8 de julio de 2018

Ernesto Sabato, un escritor entre fantasmas, Roberto Alifano, Buenos Aires, Argentina


TRIBUNA
Ernesto Sabato, un escritor entre fantasmas
Sábado 28 de abril de 2018, 19:39h
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Roberto Alifano
Escritor y periodista
Mi amistad con Ernesto Sabato, que fue hombre de difícil trato, atravesó diversas etapas. Fui primero su deslumbrado discípulo y lo visitaba con reverencia acompañando algunas veces a Miguel Briante, Abelardo Castillo y Vicente Batista; fui luego su crítico inflexible y, finalmente, su amigo. Durante una época, que se midió por años, conversábamos casi cotidianamente; discutíamos también y nos peleábamos (¿por qué no?) como infantiles cómplices en nuestras conversaciones telefónicas que se daban entre dos empecinados madrugadores.
Habiéndoselo propuesto empecinadamente, don Ernesto fue una parte necesaria y preciosa de nuestra literatura argentina. Sin supersticiones, de manera clara y valiente, acometió en sus escritos la historia argentina. Sobre héroes y tumbas, su libro emblemático, es espejo de una época sustancial. La novela comienza con una breve reseña preliminar, la que introduce inmediatamente al último episodio del drama familiar de los Vidal Olmos, esa familia argentina emparentada con la rancia aristocracia criolla. Alejandra, la muchacha melancólica y abúlica, hija de un pintor fracasado y de una mujer de la calle, sentada en un banco del Parque Lezama, al lado de la estatua de Ceres, cuenta la historia de la tortuosa relación de amor-odio con Fernando; también revela el desprecio por ese padre que la violaba desde niña, y además por su madre, que lo permitió.
“¿Cuándo empezó esto que ahora va a terminar con mi asesinato?”, es la inquietante pregunta con el que comienza uno de los capítulos de Sobre héroes y tumbas; precisamente el Informe sobre ciegos, que dada su particular escritura puede leerse por separado, sin detrimento del sentido general de la novela. Este texto es, sin duda, el más estremecedor, oscuro y significativo; quien nos narra es Fernando Vidal Olmos, uno de los personajes centrales, remplazándose la tercera persona que Sabato utilizaba hasta el momento por la potencia íntima de la primera, cedida nada menos que a este ser extraño, paranoico y sorpresivo que, hasta el momento, venía sobrevolando el argumento como una alimaña que espera la muerte de su víctima.
Fernando, que participa de otros vínculos familiares con ciertos personajes fundamentales de la historia, se sitúa fuera de toda relación afectiva hacia éstos, omitiendo cualquier vínculo o actitud que no se relacione con la particular obsesión que lo desvela: relatar el informe sobre un extraño complot demoníaco y milenario, regido desde la Secta Sagrada de los Ciegos, desde la cual, según él, se tejen los hilos que gobiernan el sentido del mundo y de los hombres.
Quizá fue exagerada la interpretación que se le ha querido dar al Informe sobre ciegos, en virtud del carácter esencialmente onírico y alucinante que encierra. Es, sin embargo, una secreta metáfora de algo más recóndito, acaso más profundo y misterioso. Allí están el subterráneo de Buenos Aires y los túneles secretos que, en teoría, unen el Colegio Nacional Buenos Aires con la antigua Aduana de la ciudad; también otros pasadizos nacen en los flancos de la Iglesia de la Sagrada Concepción del barrio de Belgrano, ensanchándose luego hasta conformar inconmensurables cavernas que conducen al protagonista hasta el centro mismo de su propia perdición. Todos esos elementos son íconos subjetivos, pero persistentes de esta metáfora ontológica del hombre y su soledad ante la muerte, del misterio de la existencia y el antiguo conflicto entre el bien y el mal.
En 1961, al momento de publicar Sobre héroes y tumbas (pero en especial lo referido al Informe sobre ciegos), tampoco ralearon las críticas y objeciones que recibió su autor por parte de ciertos organismos e instituciones sociales. Hasta se lo llegó a tildar de racista. Sin embargo, una profunda relectura de esta obra nos revela un universo vasto y extraordinario en donde las dimensiones históricas, metafísicas y existenciales del hombre se apoderan de nuestra reflexión. A pesar del criterio de ciertos puristas del idioma, creo que no es exagerado considerarla una de las mejores novelas argentinas publicadas en el siglo XX y una de las obras cumbres de nuestra literatura hispana.
Defendiendo su novela, recuerdo que Ernesto Sábato enfatizaba en una entrevista que le hicieron por aquellos días: “También puede haber belleza en el horror…”. Quizá porque del horror se aprende y acaso porque desde las tragedias ajenas podemos extraer esa estética que nos ayuda a vernos y comprendernos como personas humanas y condenadas, tarde o temprano, a la catástrofe insuperable de nuestra propia muerte.
De esta manera, desde un aparente desinterés por lo mundano, orillando el nihilismo, empiezan a manifestarse los actos de nuestro escritor, que no obstante su reserva, salpicada de inteligente aspereza, nos permitieron descubrir al artista que había en él con rasgos profundos, quizá menos científicos que literarios. Con todo ese bagaje, los frutos de su imaginación no dejan de ser admirables y la creación literaria se alza triunfante en las páginas de sus libros. Sabato fue a todas las luces un pensador y su humanismo proviene del íntimamente dolorido Dostoyevski, quizá su principal modelo, que procuraba ver a la sociedad como un recóndito llamado a la redención por parte de réprobos, místicos y asesinos.
Todos esos elementos, entremezclados con un saber alquímico y fantasmal, propio de quien ha renunciado a las ciencias físico-matemáticas para predicar la ficción, no dio resultado en su novela Abaddón el exterminador, medio por el que también pretendió intervenir en las opciones militantes de los jóvenes. Es probable que esa densa novela, pueda ser calificada con las palabras usadas por Virginia Woolf al referirse al Ulyses de Joyce: “Un espléndido fracaso”. Controvertido y polémico, casi un profesional de la melancolía, durante los últimos años de su vidas, don Ernesto vivió enojado con quienes no creían en su soledad de monje refugiado en la cartuja de los Santos Lugares, donde decía estar retirado del mundanal ruido, sufriendo por el género humano. Una forma más de patetizar su genuino desencanto, que se le escapó de las manos para transformarlo en literatura. No dudo, que de habérselo propuesto con otra distopía hubiera quedado como nuestro gran escritor maldito.
Como señalé al comienzo, tuve una intermitente amistad con Ernesto Sabato, apoyada esencialmente en el afecto, que me llevó a acompañarlo en fechas fundamentales de su vida, como lo eran sus cumpleaños, que festejaba a la mejor usanza renacentista con familiares e íntimos. Cuando cumplió los noventa, con la ayuda invalorable de la entrañable periodista Julia “Chichita” Constenla, le dedicamos un número completo de la revista Proa (también con nuestra común amiga, fuimos los encargados de llevar la torta con las correspondientes velitas). Ya había muerto Matilde, su mujer y compañera de vida y además su hijo Jorge, en un horrible accidente; pero la fiesta fue alegre y familiar.
Tengo muchísimas anécdotas de este maestro de la literatura argentina que no agotaré en esta breve reseña. Conservaba unas cartas de don Ernesto, enviadas a mí, que perdí en una mudanza, donde siempre se pierde algo y se dejan jirones de vida; quizá fue para ventaja de él, pues a veces su vanidad lo excedía y lo dejaba mal parado. Como me sucedió con Borges, nunca nos tuteamos; no obstante que, en común acuerdo, convinimos varias veces en practicarlo. Nunca funcionó. Lo evoco a don Ernesto con su sonrisa contenida, nervioso, vital, en algún momento hosco, a la vez que afable y tierno. Conservo sus libros con cariñosas dedicatorias, pruebas invariables del afecto que me entregó.

© ROBERTO ALIFANO, Buenos Aires, Argentina

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