TRIBUNA
Ernesto Sabato, un escritor entre fantasmas
Sábado 28 de abril de 2018, 19:39h
Roberto Alifano
Escritor y
periodista
Mi
amistad con Ernesto Sabato, que fue hombre de difícil trato, atravesó diversas
etapas. Fui primero su deslumbrado discípulo y lo visitaba con reverencia
acompañando algunas veces a Miguel Briante, Abelardo Castillo y Vicente
Batista; fui luego su crítico inflexible y, finalmente, su amigo. Durante una
época, que se midió por años, conversábamos casi cotidianamente; discutíamos
también y nos peleábamos (¿por qué no?) como infantiles cómplices en nuestras
conversaciones telefónicas que se daban entre dos empecinados madrugadores.
Habiéndoselo
propuesto empecinadamente, don Ernesto fue una parte necesaria y preciosa de
nuestra literatura argentina. Sin supersticiones, de manera clara y valiente,
acometió en sus escritos la historia argentina. Sobre héroes y tumbas, su
libro emblemático, es espejo de una época sustancial. La novela comienza con
una breve reseña preliminar, la que introduce inmediatamente al último episodio
del drama familiar de los Vidal Olmos, esa familia argentina emparentada con la
rancia aristocracia criolla. Alejandra, la muchacha melancólica y abúlica, hija
de un pintor fracasado y de una mujer de la calle, sentada en un banco del
Parque Lezama, al lado de la estatua de Ceres, cuenta la historia de la tortuosa relación de amor-odio con Fernando;
también revela el desprecio por ese padre que la violaba desde niña, y además
por su madre, que lo permitió.
“¿Cuándo empezó esto que ahora va a terminar con mi asesinato?”, es la inquietante pregunta con el que comienza uno de los
capítulos de Sobre héroes y tumbas; precisamente el Informe
sobre ciegos, que dada su particular escritura puede leerse por
separado, sin detrimento del sentido general de la novela. Este texto es, sin
duda, el más estremecedor, oscuro y significativo; quien nos narra es Fernando
Vidal Olmos, uno de los personajes centrales, remplazándose la tercera persona
que Sabato utilizaba hasta el momento por la potencia íntima de la primera,
cedida nada menos que a este ser extraño, paranoico y sorpresivo que, hasta el
momento, venía sobrevolando el argumento como una alimaña que espera la muerte
de su víctima.
Fernando,
que participa de otros vínculos familiares con ciertos personajes fundamentales
de la historia, se sitúa fuera de toda relación afectiva hacia éstos, omitiendo
cualquier vínculo o actitud que no se relacione con la particular obsesión que
lo desvela: relatar el informe sobre un extraño complot demoníaco y milenario, regido desde la Secta Sagrada de los Ciegos, desde la cual, según él, se tejen los hilos que gobiernan el sentido
del mundo y de los hombres.
Quizá
fue exagerada la interpretación que se le ha querido dar al Informe
sobre ciegos, en virtud del carácter esencialmente onírico y alucinante que encierra. Es, sin embargo, una secreta metáfora de algo más recóndito, acaso más profundo y misterioso.
Allí están el subterráneo de Buenos Aires y los túneles secretos que, en
teoría, unen el Colegio Nacional Buenos Aires con la antigua Aduana de la ciudad; también otros pasadizos nacen en los flancos de
la Iglesia de la Sagrada Concepción del barrio de Belgrano, ensanchándose luego hasta conformar inconmensurables cavernas que
conducen al protagonista hasta el centro mismo de su propia perdición. Todos
esos elementos son íconos subjetivos, pero persistentes de esta metáfora
ontológica del hombre y su soledad ante la muerte, del misterio de la
existencia y el antiguo conflicto entre el bien y el mal.
En
1961, al momento de publicar Sobre héroes y tumbas (pero en
especial lo referido al Informe sobre ciegos), tampoco ralearon las
críticas y objeciones que recibió su autor por parte de ciertos organismos
e instituciones sociales. Hasta se lo llegó a tildar de racista. Sin embargo, una
profunda relectura de esta obra nos revela un universo vasto y extraordinario
en donde las dimensiones históricas, metafísicas y existenciales del hombre se
apoderan de nuestra reflexión. A pesar del criterio de ciertos puristas del
idioma, creo que no es exagerado considerarla una de las mejores novelas
argentinas publicadas en el siglo XX y una de las obras cumbres de nuestra
literatura hispana.
Defendiendo
su novela, recuerdo que Ernesto Sábato enfatizaba en una entrevista que le
hicieron por aquellos días: “También puede haber belleza en
el horror…”. Quizá porque del
horror se aprende y acaso porque desde las tragedias ajenas podemos extraer esa
estética que nos ayuda a vernos y comprendernos como personas humanas y
condenadas, tarde o temprano, a la catástrofe insuperable de nuestra propia
muerte.
De
esta manera, desde un aparente desinterés por lo mundano, orillando el
nihilismo, empiezan a manifestarse los actos de nuestro escritor, que no
obstante su reserva, salpicada de inteligente aspereza, nos permitieron
descubrir al artista que había en él con rasgos profundos, quizá menos
científicos que literarios. Con todo ese bagaje, los frutos de su imaginación
no dejan de ser admirables y la creación literaria se alza triunfante en las
páginas de sus libros. Sabato fue a todas las luces un pensador y su humanismo
proviene del íntimamente dolorido Dostoyevski, quizá su principal modelo, que
procuraba ver a la sociedad como un recóndito llamado a la redención por parte
de réprobos, místicos y asesinos.
Todos
esos elementos, entremezclados con un saber alquímico y fantasmal, propio de
quien ha renunciado a las ciencias físico-matemáticas para predicar la ficción,
no dio resultado en su novela Abaddón el exterminador, medio por el
que también pretendió intervenir en las opciones militantes de los jóvenes. Es
probable que esa densa novela, pueda ser calificada con las palabras usadas por
Virginia Woolf al referirse al Ulyses de Joyce: “Un espléndido
fracaso”. Controvertido y polémico, casi un profesional de la melancolía,
durante los últimos años de su vidas, don Ernesto vivió enojado con quienes no
creían en su soledad de monje refugiado en la cartuja de los Santos Lugares,
donde decía estar retirado del mundanal ruido, sufriendo por el género humano.
Una forma más de patetizar su genuino desencanto, que se le escapó de las manos
para transformarlo en literatura. No dudo, que de habérselo propuesto con otra
distopía hubiera quedado como nuestro gran escritor maldito.
Como
señalé al comienzo, tuve una intermitente amistad con Ernesto Sabato, apoyada
esencialmente en el afecto, que me llevó a acompañarlo en fechas fundamentales
de su vida, como lo eran sus cumpleaños, que festejaba a la mejor usanza
renacentista con familiares e íntimos. Cuando cumplió los noventa, con la ayuda
invalorable de la entrañable periodista Julia “Chichita” Constenla, le
dedicamos un número completo de la revista Proa (también con
nuestra común amiga, fuimos los encargados de llevar la torta con las
correspondientes velitas). Ya había muerto Matilde, su mujer y compañera de vida
y además su hijo Jorge, en un horrible accidente; pero la fiesta fue alegre y
familiar.
Tengo
muchísimas anécdotas de este maestro de la literatura argentina que no agotaré
en esta breve reseña. Conservaba unas cartas de don Ernesto, enviadas a mí, que
perdí en una mudanza, donde siempre se pierde algo y se dejan jirones de vida;
quizá fue para ventaja de él, pues a veces su vanidad lo excedía y lo dejaba
mal parado. Como me sucedió con Borges, nunca nos tuteamos; no obstante que, en
común acuerdo, convinimos varias veces en practicarlo. Nunca funcionó. Lo evoco
a don Ernesto con su sonrisa contenida, nervioso, vital, en algún momento
hosco, a la vez que afable y tierno. Conservo sus libros con cariñosas
dedicatorias, pruebas invariables del afecto que me entregó.
© ROBERTO ALIFANO, Buenos Aires, Argentina
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